Iria
15/Jun/2013
bloody hand
20

Prima:

Tapiamos las ventanas y cerramos las puertas a cal y canto.

No sé si sentirme segura, ya que esos monstruos no podían entrar, o sentirme atrapada, por qué no podía salir. Habíamos construido una jaula a nuestro alrededor. Estábamos vivos, pero no a salvo. No tendríamos lugar donde escondernos, ni adonde huir si ellos llegaran a entrar.

Sebas nos llamó a gritos desde algún punto alejado del pasillo del área infantil. Jesús observaba a esos monstruos con desprecio. Giró la cabeza hacía el pasillo y fuimos a buscar a Sebas, que no paraba de llamarnos a viva voz. En ese momento me acordé de uno de los dicho que mi madre me repetía cuando era pequeña:”Deja de gritar, que vas a despertar a los muertos”. Ya ves madre, al final se despertaron solos.

Cuando llegamos al pasillo escuchábamos la voz de Sebas, pero a él no lo veíamos. Si estaba jugando al escondite, este no era el mejor momento. Jesús comenzó a gritar su nombre, estaba muy nervioso; todos lo estábamos.
Escuchamos un sonido sobre nuestras cabezas, un falso techo escondía a Sebas.

—Subir —dijo—. Hay un trastero lleno de cosas.

No había terminado de hablar cuando un estruendo despertó nuestro nerviosismo. Unos rugidos provenían de la puerta de entrada. Ya estaban dentro.

—Vamos —gritó Sebas estirando la mano.

Jesús le agarró de un salto. Sebas le puso una mueca de asco, creí que le soltaría. La tensión entre ellos era como un volcán a punto de explotar.

Unos pasos correteaban hacía nosotros.

—Venga —grité, alzando los brazos.

La herida putrefacta del hombro se quejó cuando estiré el brazo. Sebas agarró mi mano derecha y Jesús la izquierda. Sentí un escalofrío, algo se retorcía en mi espalda. Parecía que la carne se estuviera abriendo. Las manos me temblaban. Jesús me agarró del codo. El dolor fue insoportable, una de mis ramificaciones vasculares pasaban justo por ese punto. Aflojó su mano ante mi gemido de dolor.

Los muertos estaban en mitad del pasillo. Moví las piernas intentando impulsarme. Estaban tan cerca y a mi me faltaba tan poco para estar a salvo, estaba desesperada. Todo mi cuerpo gritaba de dolor, pero tenía que centrarme en el hueco oscuro del techo. Solo un poco más, me repetía. Tenía medio cuerpo en el interior. Mis pies chocaban desde lo alto con las manos, muñones y demás despojos de los zombies. Ya podía respirar. Sebas estiró la mano y me agarró la espalda para ayudarme a subir. En cuanto su mano se apoyó sobre la vena principal que cruzaba mi espalda; el dolor fue insoportable, como si me arrancaran la carne y me clavaran tornillos con un martillo. Quería gritar, pero solo un murmullo inteligible surgió de mi garganta. Me quedé rígida, sentí como mi cuerpo resbalaba sin control. En ese momento mi mundo era oscuro, el dolor era el indicador de que aún seguía viva. Las manos de Sebas y Jesús intentaban agarrarme, pero el sudor frío que bañaban mis manos las hizo resbalar.

Prima, recuerdo sus gritos llamándome mientras me caía sobre un suelo blando y viscoso. Fue el golpe contra el suelo el que me despertó, mi clavícula derecha se había dislocado.

Cuando la oscuridad acabó, pude vislumbrar un rostro babeante que me estaba olisqueando. El fuerte olor a descomposición me revolvió el estómago. La sangre y la baba oscura coloreaban el suelo. Esperaba mi fatal desenlace cuando esos bichos comenzaran a pelearse por mi carne y me la arrancaran a mordiscos. Intentaba aguantar la respiración y no moverme, quizás así pasaría desapercibida. El rostro descompuesto que estaba a mi lado tenía pequeñas venas que lo recorrían; sus monstruosos ojos buscaban que trozo arrancar primero; el hilo negro de baba brotaba de su comisura cayendo sobre mi mentón y mejilla; cerré los ojos y la boca con fuerza. Cuando su olfato y otros más que no lograban ver, llegaron a mi espalda y a mi hombro, el sonido de su respiración era más enérgico. Eran como perros olisqueando un hueso. Después de unos segundos en los que sus babas se enjuagaban con mis lágrimas y sudor, se alejaron. Despacio y con inseguridad se fueron irguiendo buscando la comida que estaba en el techo.

Me habían dejado en paz ¿por qué?

Sobre mi cabeza escuché los gritos de Sebas y Jesús. Varios cadáveres caían a mí alrededor. Estaban golpeándoles con algo y matándolos. Yo seguí en el suelo; temía que si me movía, los zombies se dieran cuenta de mi existencia.

Del exterior se escucharon varios quejidos y sonidos extraños. Estaba pasando algo. Los zombies que me rodeaban se quedaron quietos, bajaron los brazos y casi a la vez ladearon la cabeza hacia el exterior. Parecían estar actuando sincronizádamente, como si fueran una sola célula. Sebas y Jesús aprovecharon para seguir matándolos desde arriba. Pude mover la cabeza un poco y por el rabillo del ojo vi que tenían unos palos y en sus puntas había un objeto afilado, estaban clavándolos en los ojos y en el cráneo de los muertos.

Los zombies se movieron al unísono. Ya no éramos divertidos o se habían dado por vencidos. Se dirigieron al exterior, hacia el ruido extraño que originaban sus compañeros. No pude evitar pensar que era una llamada de auxilio entre ellos. Había pensado que sus cerebros estaban muertos y solo sus necesidades primarias estaban activas, pero quizás hubiera algo más.

Me erguí lentamente, magullada, dolorida y sucia. Sebas había saltado y me abrazaba, repitiendo lo afortunada que había sido; sin embargo, Jesús y yo sabíamos que había ocurrido realmente: “Me han reconocido como a un igual”.
Sebas estaba eufórico, no paraba de contar el agobio que sintió al verme caer, como construyó las lanzas y como gracias a su idea los zombies me habían ignorado. Su egocentrismo aumento cuando me colocó el hombro; empezó a contar una batallita sobre un lío en el que se metieron Gabriel y el. Jesús le dio un suave empujón indicándole que se callara, aún había zombies cerca y él había sufrido tal subidón de adrenalina que no paraba de hablar.

Anduvimos lentamente. En la entrada vimos como nuestra barricada había caído ante la insistencia zombie. Del otro lado de la calle observamos un grupo de personas que luchaban contra los muertos, destruyéndolos a su paso. Entre ellos reconocí a Gabriel y al cura borracho. En cuestión de minutos la horda zombie había sido aniquilada.

Gabriel al fin había vuelto y bien acompañado; aunque no vi entre ellos a ningún enfermo que necesitara mi ayuda. Como me imaginé, su buen amigo murió antes de que yo pudiera hacer nada por él.

Los dos amigos se reencontraron y hablaron apartados de los demás. Tenían que ponerse al día.

Jesús y yo nos manteníamos aislados de la gran victoria. Prima, sé que es una tontería pero no me siento bien al estar con ellos. Soy una infectada y cada día estoy más cerca de ser una zombie que una humana y no quiero que ellos descubran lo que soy o en lo que me estoy convirtiendo.

Fui a por la mochila, ya no tenía porqué continuar en el centro médico, debía seguir mi camino.

Me enjuagué el rostro con agua fresca, tenía un aspecto horrible, agarré la mochila y me uní al grupo de Sebas para despedirme. Gabriel insistía en que fuéramos a la iglesia. Allí podríamos organizarnos, incluso puede que hubiera comida. Aunque era una oferta irresistible, tuve que declinarla.

Jesús ya estaba esperándome en la carretera, había insistido en llevar la mochila, mis hombros estaban demasiado magullados y una nueva vena amenazaba en mostrarse a través del pecho.

Ya nos íbamos cuando escuché un grito a mi espalda. Era Sebas. Llegó a nuestra altura y dijo:

—¿Nos vamos o qué?

Agradezco su ayuda, pero me hubiera gustado seguir sola. Con Sebas tengo que aparentar que todo va bien, que mi brazo izquierdo no esta medio podrido hasta el codo, que mi espalda es una carretera venosa donde mi piel tiene el mismo tacto que la gelatina. Ni Jesús, ni yo fuimos capaces de decirle que no; pero si se va a convertir en un compañero, tiene que saber el riesgo que corre: “Un día él tendrá que matarnos a nosotros o nosotros lo mataremos a él.”

 

P.D.: Prima, estamos andando a buen ritmo. Nos escondemos por caminos secundarios que rodean el pueblo. Creo que esta noche llegaré al laboratorio.