Hola prima:
Me tienes que disculpar, pero tengo que poner mi mente en orden. Los últimos acontecimientos nos ha arrancado la poca fortaleza que quedaba en nuestro espíritu.
Caminamos entre los árboles, cautelosos y atentos por temor a lo que podía esconderse detrás de cada matorral. Nos movíamos por caminos alternativos, Sebas tenía las sospecha de que los militares frecuentaban la carretera, pues nos habíamos encontrado una mancha enorme de aceite unos metros atrás.
Ana estaba a mi lado con una sonrisa sincera, yo me preguntaba por qué no me abandonaba y me dejaban en la retaguardia. Ahora mismo solo soy una carga, una bomba a punto de explotar.
No se lo dije, pero su compañía me reconfortaba, me hacía sentir que aún era humana.
Sebas estaba a unos pasos por delante y cuando consideraba que la zona estaba despejada hacíamos un pequeño descanso. Creo que se sentía como el protector de alguna película, no quise decirle que mi olfato era capaz de localizar a un pútrido o a un humano a metros de distancia. Quería que siguiera con esa sensación de matón, le iba bien el papel.
Tengo que decirte prima, que me producían gracia las miradas que Sebas le lanzaba a Ana, las cuales eran devueltas con timidez. Parecían dos colegiales que no eran capaz de dar el paso, pese a que era más que obvio.
Nos detuvimos a comer. Sebas seguía administrando el jamón, me daba pequeños trozos, lo justo para calmar mi voraz apetito. En cuanto el trozo rozaba mi lengua entraba en un estado de éxtasis. La oscuridad desaparecía, pero la luz me cegaba; no existía ni el bien ni el mal, sólo el ahora.
Estaba en pleno frenesí cuando olí algo que se aproximaba veloz. Sebas se paró y observó el camino principal, no había duda, un coche se estaba acercando. Nos escondimos detrás de unas zarzas esperando a que el conductor siguiera su rumbo sin percatarse de nuestra existencia.
Vimos un jeep militar con dos personas que movían las manos con violencia, parecían muy alterados. Estaban tan concentrados en la carretera, que no se percataron de que unos ojos los observaban temerosos.
A los poco segundos, apareció otro vehículo a toda velocidad, en su interior iba un militar con cara de pocos amigos, intentaba alcanzar al primer vehículo.
Sebas nos murmuró que fuéramos cautos, pues nos movíamos en la misma dirección. Retomamos la marcha cuando un sonido sordo nos alertó. Se había producido a pocos metros de donde nos encontrábamos.
Ana aceleró el paso hasta correr en dirección al sonido, intentamos detenerla, pero nos gritó que alguien podía necesitar ayuda. ¿Cómo no? Ana era una doctora de pies a cabeza, ayuda a quien fuera sin pensar en su seguridad.
No tardamos en ver a uno de los vehículos fuera del camino, tenía las ruedas desinfladas y el capó completamente hundido contra un grupo de árboles. Reconocimos el segundo vehículo.
Sebas señaló una pared de piedra desgastada por los años y la climatología. Estábamos enfrente al monasterio. Al fin lo conseguimos. Eran muros fuertes y gruesos, la puerta de madera maciza con pequeños relieves metálicos, las ventanas eran altas y estrechas con hermosos dibujos sobre la crucifixión. Unos metros más y estaríamos a salvo.
Ana nos gritó que la ayudáramos. Estaba al lado del coche accidentado, intentaba abrir la puerta atascada. En el interior había un militar, tenía la cabeza apoyada sobre un airbag desinflado, estaba inconsciente y varias lenguas de sangre recorrían su rostro.
Sebas agarró a Ana por los hombros y le dijo que era mejor dejarlo, si había uno, pronto llegarían sus compañeros.
Me acerqué por la puerta del acompañante y empecé a tirar, Sebas me lanzó una mirada asesina mientras Ana me sonreía agradecida.
Sacamos las medicinas y las vendas de la mochila; Sebas no paraba de murmurar y de maldecir a todo lo que se encontraba. No se fiaba de ningún militar, para él, ayudarlo era una sentencia de muerte.
Le quitamos la ropa manchada de sangre, le cosimos una enorme brecha que tenía en el mentón y le tapamos la herida de la frente.
No tardó en despertarse. Ana le ayudó a sentarse mientras le observaba atentamente el color de las mejillas y las pupilas.
Le hizo pequeñas preguntas por si había algún derrame cerebral. Gracias a ellas supimos que se llamaba Pedro y trabajaba en la base militar, estaba persiguiendo a unos chicos que habían escapado a la purga del pueblo.
Sebas se acercó sonriendo al ver lo rápido que respondía a nuestras preguntas. Podíamos aprovechar su desorientación para sonsacarle información. Y así fue, prima.
Mientras el militar intentaba volver en si, pudimos descubrir que estaban eliminando a todos nuestros vecinos por miedo a que se propagara la enfermedad, como él dijo: “la muerte de unos pocos por la supervivencia de muchos.” Yo misma le pregunté por los avances médicos, pero para él solo existía un antídoto para los infectados, una bala en la cabeza.
Ana le colocó un paño húmedo en la nuca. Pedro se llevó las manos a las rodillas y se levantó lentamente. Esperó unos segundos antes de dar los primeros pasos, su equilibrio tardaba un poco en volver a la normalidad. Apoyó la mano sobre un tronco que tenía cerca, aún le daba vueltas la cabeza.
Me escondí detrás de unos árboles a la espera de que no me viera, no quería que mi aspecto lo alertara.
Preguntó quiénes éramos, Sebas le respondió bruscamente mientras zarandeaba un enorme palo. No tardó en deducir que éramos unos supervivientes de la purga. Por un momento, el aire se había hecho irrespirable. Pedro observó a Ana y a Sebas con ironía, finalmente dijo que no saldríamos de la zona de cuarentena con vida, estaba muy malherido para comenzar una pelea sin sentido.
Ana observaba a Sebas sonriendo, le guiñó un ojo. Sebas le respondió levantando una ceja, seguía sin fiarse.
Me mantenía en mi escondite hasta que vi como Ana corría satisfecha de su buen hacer hacia donde me encontraba.
Bajé la cabeza para que el militar no me viera, pero era tarde, Pedro se llevó la mano al tobillo. Le habíamos quitado todas las armas, no contábamos con que escondiera una más.
La levantó y me apuntó. Sebas le gritó que bajara el puta arma, sin embargo Pedro seguía con la mano estirada y el pulso firme.
Cerré los ojos y esperé a que la bala me hiriera. Por lo menos moriría antes de convertirme en uno de esos monstruos. En ese momento sonreí, todo iba a terminar.
Los segundos pasaban, ya debía estar muerta. Abrí los ojos y vi como Ana caía al suelo bruscamente golpeándose con las raíces de los árboles. Su jovial cuerpo dejó de moverse mientras sus ojos se clavaban en los míos.
Me quedé paralizada observando el cuerpo inerte que descansaba a mis pies. El gritó de Sebas me arrancó del trance.
No puedo explicarte lo que sentí, fue una mezcla violenta que gritaba en mi pecho. Cuando mi cuerpo reacción fue para dar caza al militar que volvía a disparar, esta vez su pulso era vacilante. Una bala se alojó en mi brazo derecho. Ese picor molesto no me detuvo, seguí corriendo con la boca abierta, jadeando de impaciencia. Antes de que volviera a dispararme estaba sobre él, con mis dientes arrancando un trozo de su ser.
La carne desgarrada bajaba por mi garganta con voracidad. Nunca había sentido nada igual, era la delicatessen más increíble que había probado en mi vida.
Pedro gritaba de dolor mientras le arrancaba otro trozo con brutalidad.
Escuché un gritó a mis espaldas, Sebas me llamaba una y otra vez. Quería mandarlo a la mierda y seguir comiéndome aquel monstruo que había disparado a Ana. ¿Cómo se atrevía? Si no hubiera sido por ella estaría muerto, pero es algo que podía solucionar.
Sebas volvió a gritar, ¡que mosca molesta!. Giré la cabeza y sentí un disparo en el muslo, grité con una voz que no parecía mía, era algo grotesco y despiadado.
Vi con tristeza como Pedro se escabullía entre la maleza hacia el monasterio. Me levanté, pero la bala en el muslo me impedía moverme con rapidez.
Fui hacia Sebas cojeando. Entre sus manos descansaba el cuerpo de Ana, le apartaba los mechones de pelo de su rostro. Tenía los ojos cerrados, parecía estar dormida plácidamente. Me senté a su lado, intente acariciarla, pero Sebas me golpeó la mano.
Estaba roto de dolor, lloraba desconsolado mientras acunaba el cuerpo. Las moscas y otros insectos se acercaban atraídas por la muerte, yo las aplastaba, nada podía corromper ese cuerpo.
Me aparté de ellos, Sebas necesitaba estar a solas. Anduve unos metros hacia un claro desde donde podía observar el cielo gris; por primera vez en mi vida, supliqué: si mi destino era vivir, que fuera el tiempo suficiente para vengarme.
Lloré desde la lejanía, me despedí de ella con las palabras que salían de mi corazón, esperando que donde ella estuviera pudiera escuchar mis disculpas y mis maldiciones por haberse metido en el medio.
Sebas levantó el cadáver de Ana y me silbó. ¿Qué pasa, ahora soy un perro? Retomamos el paso hacia el camino principal. No podíamos dejar a Ana en medio del monte, ella se merecía algo mejor.
El monasterio es nuestra única salida.
P.D.: Prima, dame fuerzas para poder llegar hasta los militares, sólo deseo devorarlos, arrancarles la carne hasta el hueso, escuchar como sus gritos se convierten en sonidos de euforia para mis oídos.