Carta 16

A quien quiera leerlo:

Un sol abrasador nos acompañaba. Serían sobre las 3 de la tarde y todo estaba muy tranquilo.

―Parece que los zombis se están echando la siesta ―comentó jocoso Sebas.

―¡Ja! ―exclamé―. Eso es que no han perdido las buenas costumbres.

Aun así, nos mantuvimos alerta. Le hice señales a Sebas para que se colocara al otro lado de la entrada. En el interior todo parecía muy tranquilo. Entramos sigilosamente.

Un ruido procedente de una de las habitaciones nos puso en alerta. Levanté mi bate y Sebas preparó su cuchillo. Me asomé, pero no vi a nadie.

―Que rar… ―empecé a decirle a Sebas cuando una sombra se abalanzó por detrás de la puerta entreabierta.

Ataqué sin dudarlo, pero el destello metálico de una pistola me hizo frenar en seco. Una chica joven, con cara de susto, me encañonaba con su arma. Nos quedamos en silencio hasta que mi amigo exclamó:

―Ostias, es una chica. Está viva Gabriel, no la mates.

La joven y yo le miramos, desconcertados.

―Somos Sebas y Gabriel ―se presentó con su mejor sonrisa. Extendió la mano hacia ella a modo de saludo.

La chica le miró la mano y fue entonces cuando se dio cuenta de que la suya seguía apuntándome con la pistola. La bajó corriendo, quizás asustada por lo que había estado a punto de suceder.

―En… encantada. Yo soy Iria ―le respondió estrechándole la mano.

Yo no dije nada. Me volví ufano. No me gusta que me encañonen con un arma, aunque me hayan confundido con un zombi. Noté la mirada de reproche de Sebas clavándose en mi espalda.

―Perdona a mi amigo ―dijo―. Está muy preocupado por su herma…

―¡Sebas! ―le reprendí muy cabreado―. ¿Nunca te han dicho que tienes una bocaza muy grande?

La chica me miró intrigada, así que no me quedó más remedio que hablarle de ti, Abel. Me tragué mi orgullo y le pregunté si había visto a un niño de aproximadamente 7 años. Le enseñé una foto tuya que siempre llevo guardada en la cartera. Iria la miró con el ceño fruncido, hasta que al cabo de unos segundos me dijo:

―Lo siento mucho, pero no me suena.

―¿Y qué hace una chica tan guapa como tú sola en un sitio como éste? ―nos interrumpió Sebas.

―¿De verdad te ha funcionado alguna vez una frase tan estúpida? ―dijo Iria mirando a mi amigo con desdén―. Necesito material quirúrgico ―resopló volviéndose hacia el armario y arrojando al suelo todo lo que no le era de utilidad―, y a alguien que me ayude a descubrir cómo funcionan éstos zombis y así conseguir una cura.

A Sebas se le iluminó la cara y fue a responder, pero le corté levantando la mano respondiendo yo por él:

―De acuerdo, pero sólo si tu nos ayudas a curar a nuestro amigo enfermo.

Ella nos miró asombrada, pero Sebas se apresuró a explicarle todo el rollo de los militares, el mordisco y la pierna arrancada. Iria se relajó un poco, aunque se tocó nerviosa el hombro, como si le doliera.

Nos tiramos el resto del día rebuscando entre las estanterías y armarios del ambulatorio. Sebas no paraba de hablar con ella, contándole toda su vida, e Iria nos habló de un tal Sr. Marco, un zombi que tiene encerrado a modo de conejillo de indias.

Ahora, que se nos ha hecho de noche, aprovecho para escribirte mientras la chica está durmiendo sobre una camilla, al fondo, y Sebas está montando guardia en la puerta. Me toca esperar al amanecer con un ojo puesto en la entrada, para vigilar que no nos sorprenda ningún zombi, y con el otro puesto en mi amigo, que no para de mirar hacia donde duerme Iria. No está el horno para bollos, aunque él parece no entenderlo.

Un día más sin ti, Abel. Pero no te olvido.

Te quiero.

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Carta 16

Querida Teresa:

Ya no puedo más. La iglesia se me hace cada vez más pequeña.

Tengo terribles pesadillas. A veces veo las tumbas del patio abiertas, y otras veces, intactas. Me estoy volviendo loco. Y lo peor de todo, es que he visto a Rocío por los pasillos.

Cuando despierto, me aseguro de que no puede ser, y las visiones se van, entonces me encuentro con la señora Aurora.

No soporto a esa mujer. El caso es que no habla mucho, pero no me gusta como mira a Miguel. Esta claro que no le cae bien, ni ella a él. El pobre se pasa el día en el campanario buscando a la tal Iria.

Yo he llegado a superar mis vértigos, para subirme con él.

El tontito ha dibujado un mapa chuchurrío del pueblo, con anotaciones que no hay quien las entienda. No sé que habrá hecho con el otro que tenía. ¡Seguro que lo ha perdido!

El panorama ahí fuera está cada vez peor, pero yo ya no aguanto aquí dentro.

Ayer pillé a la vieja hurgando en el botafumeiro, se le acabó el tabaco y ya no sabe donde buscar. Ni siquiera me dio una explicación, salió sin decir nada, mirándome de esa manera que tiene que, no sabes si te está perdonando la vida, o echándote un mal de ojo.

Necesito salir, a por comida, a echar las cartas, o a lo que sea, aunque me arriesgue a que uno de esos monstruos me devore. El problema es que Miguelín tiene la escopeta descargada.

Necesito vino.

El otro día, el muchacho escuchó una explosión a las afueras del pueblo.

—Mal asunto —dijo forzando la voz como en las películas—, esto va a hacer que los militares salgan de su madriguera.

Decidió que tendríamos que aguantar unos días sin salir, hasta que la cosa se calmase.

Por el momento le he prohibido que se asome, no vaya a ser que lo vea algún soldado y le dispare.

Se nos están acabando las provisiones que cogimos de casa del padre Leandro. Dios lo tenga en su gloria. Y esa maldita mujer está cada vez más nerviosa.

La cosa tenía que reventar, y reventó.

Miguel se la encontró, registrándole la mochila.

Le apuntó con la escopeta.

—¡Aléjate de mis cosas! —gritó.

Ella le amenazó con el bastón.

Les separé como pude. Me llevé unos cuantos bastonazos.

Empecé a gritar. No recuerdo lo que dije. Creo que la eché de la iglesia.

La anciana se enfadó. Me empujó. Se fue cojeando a la puerta, y cuando la abrió, alguien se le echó encima. Había cientos de zombis dispuestos a entrar. El niño y yo cerramos la puerta como pudimos, mientras la mujer forcejeaba con aquella figura endemoniada. Cogí la escopeta, con la intención de disparar, pero el pequeño me paró.

—¡No, que está viva!

Era Ramona, la estanquera, estaba histérica. La señora Aurora también.

Las separamos. Después de un rato, se calmaron. La pobre mujer tenía muy mal aspecto. Me dio un vuelco el corazón cuando la miré y recordé que su hija yacía en el cementerio del patio.

Los monstruos golpeaban desde el exterior.

Permanecimos varias horas sujetando la puerta, atrancándola con todo lo que pillábamos, sin atrevernos a decir nada.

El ruido cesó. Los demonios se fueron.

Las mujeres han caído rendidas. Ni siquiera hemos cenado. Nadie ha abierto la boca. Ha sido un día muy tenso.

Hemos sacado más mantas de la vicaría, para improvisar unas camas. Esto empieza a parecer un campamento de refugiados.

 

Querida hermana, perdona si te atormento con esto que te escribo. Esta noche, las pesadillas me atacarán a mí. En algún momento tendré que decirle a esa mujer que yo maté a su hija.

Tu hermano que te quiere.

 

P.D.: Padre, si no quieres salvarme, no lo hagas, pero al menos dame de beber.

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Carta 16

Hola prima:

Me apoyé en la puerta del ambulatorio, observando su interior. Uno de esos monstruos se acercaba por el pasillo de la derecha. Tenía la ropa rasgada y un bulto de tripas colgantes que se mantenían sujetas por la hebilla del cinturón; la bata, antes blanca, ahora era un harapo con tropezones de su propia carne descompuesta. Tuve que taparme la boca para no vomitar.

Con el pulso jugando a la montaña rusa, cogí el arma, le quité el seguro y apunté a su cabeza. Cerré los ojos, apreté los dientes y disparé. Al abrirlos, vi una mancha marrón recorriendo el suelo, procedía de la cabeza inerte del zombie. Para ser mi primer disparo no había estado mal.

Giré por el pasillo, donde estaban las consultas de los adultos. Abrí puerta por puerta encañonando el arma. En cada sala había un escenario espeluznante; manchas de sangre bañando las paredes, restos humanos parcialmente devorados, miembros amputados con marcas de mordiscos. El ambulatorio había sido testigo de una cruel batalla cuando la gente empezó a enfermar.

Confirmé que la zona estaba limpia y me dirigí al corredor infantil; casi todas las puertas estaban abiertas. La consulta del dentista fue mi primer destino, había material quirúrgico en el interior del armario  y varias cajas de gasas estériles.

Llegué a la última puerta del fondo, estaba cerrada con llave, iba a pasar de largo cuando escuché un sonido en el interior. Sabía que era uno de ellos. Esta era mi oportunidad, necesitaba un espécimen vivo para hacer pruebas y me lo habían entregado en bandeja de plata.

Corrí a la sala de los celadores, allí suelen guardar la pistola de sedantes. La habitación estaba llena de charcos de sangre coagulada, las moscas revoloteaban histéricas. La pistola estaba tirada en el último cajón del armario junto con varios sedantes esparcidos por el suelo; alguien debió de intentar usarlos antes que yo.

Volví a la puerta y la golpeé con los nudillos. Del otro lado escuché el arrastrar de unos pies que se acercaban con un molesto gruñido. Apunté con el arma al cerrojo; en las películas se abrían al momento, en mi caso tuve que disparar varias veces.

Un cuerpo mugriento se escondía detrás de la puerta, agarré la pistola de sedantes y le disparé a la cabeza. El zombie seguía avanzando mientras una baba oscura le caía por el mentón. Disparé a su pecho, eso ralentizó su paso. Un tercer disparo en su hinchado abdomen hizo que se parara en seco. Di un paso hacia atrás esperando su inmediata caída, pero en lugar de ello, se puso a gritar con fuerza y un coagulo ennegrecido brotó de su garganta, salpicándome. Me dejé llevar por el pánico, disparé y disparé hasta que me quedé sin sedantes, el zombie parecía un puercoespín con lazos rojos. Cuando cayó al suelo, reconocí al Sr. Marco, el director del ambulatorio.

Lo agarré de los pies y tiré de su viscoso cuerpo. Se hicieron sonoras varias flatulencias y un extraño quejido proveniente de sus tripas, varios excrementos hincharon su pantalón. No pude aguantar el hedor; vomité hasta la bilis.

Con mucho esfuerzo conseguí encerrarlo en la sala de enfermería. Dejé el material quirúrgico sobre una bandeja y cerré la puerta con llave. Necesitaba más material y algunos sedantes, no sabía cuanto tiempo permanecería el Sr. Marco dormido.

Estaba examinando la estantería de una de las salas cuando escuché el sonido de unos pasos. Había registrado el ambulatorio, por lo tanto, algo había entrado mientras estaba centrada en mi cometido. Agarré el arma, y cuando vi la sombra por debajo de la puerta, me abalancé.

Frente a mis ojos había un bate que me apuntaba a la cabeza. El aire se quedó petrificado en mis pulmones.

Escuché una voz, era un joven que nos advertía que bajáramos las armas. Mis manos temblaban, había más supervivientes. Fue tal el cúmulo de sensaciones que no sabía si gritar o llorar.

El que estuvo a punto de golpearme con el bate se presentó como Gabriel. El otro, se hace llamar “El Sebas”. Prima, intentó ligar usando la típica frase de baboso de discoteca, ni que este fuera el momento de andar con tonterías.

Sebas se ofreció a ayudarme con la autopsia; eso sí, primero tengo que curar a su amigo, lo han mordido. Este es el motivo por el que salí del laboratorio, para ayudar a los moribundos como yo. Al fin me siento útil.

Los chicos están haciendo guardia en la puerta, mientras descanso en una de las camillas. Mañana promete ser un día largo.

Prima, empiezo a ver la esperanza en este lugar.

 

Iria

P.D.: Acabo de ver al Sr. Marco, sigue durmiendo, lleva así un par de horas; un estado perfecto para poder diseccionarlo.

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Carta 17

Querida Sara,

Pedro, Vero y yo partimos temprano. Aunque intentamos no hacer ruido, Sergio debió de oirnos porque se levantó para despedirse. De hecho, Pedro le dejó una nota con indicaciones precisas de cómo llegar hasta el refugio donde nos quedaríamos por si las cosas se torcían ahí abajo. Mientras hablaban, permanecí callada, rogando a Dios para que Sergio no se uniera a nuestra expedición. Él tampoco me dijo nada, pero cuando me abrazó para decirme adiós, me pareció que apretaba demasiado fuerte. Cuando logré desengancharme, no sin cierto esfuerzo, cogí mis bártulos y me marché sin mirar hacia atrás.

Te encantarían Pedro y Vero. Son como esos padres que a todos nos habría gustado tener. Te tratan como un adulto y te cuentan cosas muy interesantes, aunque no entiendas la mitad de ellas. Lo único que no me gusta es su perro, Roco, que será muy simpático, pero tiene demasiado pelo y cuando le tocas, te deja un olor un poco raro en las manos. Además no suele obedecer las órdenes de sus dueños, que nunca suenan lo suficientemente autoritarios.

Según mis amigos, la ruta al refugio era muy fácil, con un desnivel acumulado de apenas 300 metros en sus ocho kilómetros de recorrido. Sinceramente, a mí me pareció un infierno. Primero caminamos por una senda marcada con unas piedrecitas llamadas “hitos” y que discurría por un bosque de pinos, donde además del calor, tuvimos que soportar a un ejército de moscas muy molestas. Más tarde, el camino se hizo más empinado y, de a ratos, tuvimos que trepar por rocas a las que mis zapatillas no se agarraban muy bien, de modo que resbalaban a menudo, haciendo peligrar mi integridad física. A todo esto, el perro no ayuda porque pasaba una y otra vez a mí lado, llevando en su boca palos de tamaño imposible con los que me propinaba golpes que me hacían perder el equilibrio. El hecho es que durante el trayecto me caí doce veces, Sara. Así que no quiero ni imaginar a qué llama esta gente una ruta de dificultad moderada o alta.

A medida que ganábamos altura, el paisaje desplegado a nuestro pies ganaba en amplitud y belleza. Allá abajo estaba nuestro pueblo, diminuto. Llegué a distinguir la torre de la iglesia y me pregunté qué estaría haciendo papá en aquel momento. Os recordé a ti, a Mama, a todos nuestros amigos… y por un instante se me encogió el corazón. Vero me dio una palmadita en la espalda  y me sonrió con amargura. Su hermano también estaba abajo y había tenido que cortarle un brazo para poder escapar de sus garras cuando intentaba morderla. Permanecimos en silencio durante unos minutos y luego proseguimos la marcha. A mí me dolían las piernas y la mochila me pesaba horrores. Afortunadamente, más arriba corría algo el aire… y pronto divisamos el refugio al que nos dirigíamos.

No me había esperado un hotel de cuatro estrellas, pero tampoco aquello. ¿A eso le llamaban un refugio? Era una pequeña casa de piedra, con el techo medio derruído, con restos de algún botellón, las paredes con pintadas cutres… No había más que una habitación y ni rastro de baño, ni ducha… “¡Díos mío!” pensé. “¡Vamos a terminar oliendo todos igual que Roco!”

Durante los días siguientes, establecimos una rutina que empezaba al amanecer con un desayuno frugal, tras el cual iniciábamos un paseo de dos kilómetros para llegar hasta un arroyo poco caudaloso, donde nos aseábamos como podíamos y recogíamos agua para poder tirar el resto del día. Durante el viaje de regreso al refugio, nos dedicábamos a revisar los cepos que Pedro había dejado desperdigados por la zona, con la esperanza de encontrar algún conejo, o cualquier cosa comestible que nos permitiera comer sin agotar las provisiones que habíamos traído en las mochilas. A veces había suerte y encontrábamos hasta dos conejos, que luego asábamos al fuego. Por la tarde, nos echábamos la siesta, o jugábamos a las cartas, o con el perro, o me estudiaba un manual de supervivencia que Pedro se empeñaba en que me empollara. Al caer la noche, cenábamos tirando de provisiones, nos contábamos historias a la lumbre del fuego y dormíamos como podíamos en el suelo duro y frío del refugio.

Pese a la suciedad, el dolor de espalda, a Roco, al hambre, o la falta de televisión… creo que fui feliz durante la semana que duró aquel curso de iniciación a la vida en el monte. Llegué a pensar que aquello podría durar para siempre y que iba a gustarme. Pero dicen que las cosas buenas se acaban pronto y nuestra felicidad tocó a su fin en el preciso momento en que al salir a mear justo antes del atardecer, me tropecé con Sergio, que apareció entre unos matorrales, sudoroso y con el rostro desencajado.

—Por lo que más quieras, Alicia —me dijo con mirada suplicante—. ¡No me preguntes nada y echa a correr!

Y lo que sigue te lo cuento en la próxima carta, pues nuestra vida se ha complicado bastante desde la aparición de Sergio, así que más vale que te deje y eche a correr de nuevo.

Un beso muy grande,

tu hermana.

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