Carta 19

A quien quiera leerlo:

Era poco más de medianoche cuando la musiquita del Mario Bros me despertó. Me levanté corriendo y fui derecho al salón, esperando encontrar a mi hermano jugando a la consola.

Cuando llegué, toda la esperanza que albergaba, se esfumó como el humo en medio de un vendaval. La música aún parecía resonar en mi cabeza aunque la televisión estaba apagada. Quizás ya estaba enloqueciendo.

Me senté en el sofá y cogí el mando de la Wii. Recordé como los pequeños deditos de Abel se afanaban siempre en vencer al enemigo a base de aporrear los botones. Casi me parecía sentir su calor adherido en el Wiimote. Apreté con fuerza mi mano hasta hacerme daño. Un irrefrenable ahogo me aplastaba el pecho.

Miré alrededor, buscando un poco de aire, pero toda mi atención quedó atrapada por las fotos que colgaban de las paredes. En una de ellas me vi a mi mismo, mucho más joven, cogido de la mano de mi padre, mientras mi madre tiraba de un pequeño carrito de bebé. La cara sonriente de mi hermano se asomaba a través de las mantitas que le protegían del frío. Abel, te lo arrebaté todo en ese maldito accidente, y ahora no soy capaz de cumplir la promesa que hice sobre la tumba de nuestros padres, jurando que siempre cuidaría de ti.

Arrastré mis dedos sobre el rostro de mis padres. Sus sonrisas, plasmadas en una eterna fotografía, me reprochaban con acritud.

―¿Qué más puedo hacer? ―gemí―. Lo he perdido todo, os he fallado otra vez.

Ya no tenía compañeros en los que apoyarme, mi novia había sido devorada por mi mejor amigo, y quien me dice a mí que Abel ya no se había transformado en uno de esos monstruos. Dios, antes me apuñalaba en el corazón que verle en ese estado. Al pensar en esa última idea, la musiquilla del videojuego pareció resonar con más fuerza aún dentro de mi cabeza.

Soy un ser despreciable que no merecía vivir.

Miré en dirección a la cocina, pensando en el cuchillo grande que guardaba allí. Casi me caí de espaldas del susto cuando una sombra se perfiló en su interior. Ya no albergaba ninguna duda, alguien había entrado en casa. El salón empequeñeció a pasos agigantados y un miedo atroz arrancó la sangre de mis venas. Intenté buscar con torpeza mi bate, y me maldije cien veces cuando recordé que lo había olvidado en el dormitorio.

Intenté escurrirme de vuelta a la habitación, sin quitar ojo a la entrada de la cocina. Apenas había cruzado el umbral de la puerta cuando un fuerte golpe en la cabeza me hizo ver las estrellas. Perdí el equilibrio, exclamando de dolor.

―Ha dicho ay, hermanita, y los zombis no hablan ―dijo una voz femenina que no reconocí.

Un fuerte empujón terminó por desestabilizarme del todo. Cuando caí de espaldas contra el suelo, noté como me aplastaban con fuerza ambos brazos, a la vez que me oprimían el cuello.

―Mírame.

Al abrir los ojos, no me podía creer lo que estaba viendo. Apoyada contra mi torso, se encontraba una chica joven. Tenía el pelo más raro que había visto en mi vida: mitad verde y mitad negro con toques azulados. Adornando su cuello, brillaba un collar de cadenas.

Me había aprisionado los brazos con sus piernas, y apoyaba contra mi garganta el mango de la sartén con la que me había golpeado.

Sus ojos, de un exquisito color miel, escudriñaron los míos. Tuve una erección.

―Parece estar limpio, a pesar de lo mal que huele ―dijo la chica torciendo el gesto.

Se puso de pie, alejándose de mí.

―No pienses que voy a pedirte perdón por el sartenazo, tienes toda la pinta de un zombi andrajoso ―dijo con cara de asco.

Me levanté, frotándome los brazos doloridos. Vaya con la pava. Será muy guapa, pero se comportaba como una niñata y su forma de hablar me hacía hervir la sangre de rabia. Sentí un fuerte pinchazo en la frente y me palpé por debajo del pelo. Silbé hacia dentro cuando noté como me estaba creciendo un enorme chichón. Fui a replicar a la chica cuando una niña de pelo rubio me tiró del jersey.

―Jobá, vaya tatuaje más dabuten tienes en el cuello ―me dijo alucinada.

Yo la miré sin decir nada. Me tapé el cuello con la mano por puro instinto.

―¿Eres Gabriel? ―me preguntó la pequeña ladeando la cabeza de forma muy curiosa.

La chiquilla me pilló por sorpresa, y la pregunté cómo era que sabía mi nombre. Ella sólo señaló la cocina, sin dejar de mirarme en esa extraña postura. Fui hacía donde me indicaba. A medida que iba aproximándome, me parecía escuchar con más claridad la música del Mario Bros. Retrocedí, temeroso de que pudiera ser una trampa, pero al final me armé de valor y crucé la puerta.

Vi una pequeña figura solitaria, sentada en el suelo y de espaldas hacia mí. No se giró cuando entré, parecía muy concentrada en algo que tenía entre sus manos. Se sorbió los mocos con sonoridad. Me quedé clavado en el suelo, incapaz de creerme si lo que estaba viendo era real o un sueño. Di un paso hacia delante.

―¿Abel? ―susurré con miedo.

La figura se volvió, con una expresión de alegría en su rostro y echó a correr, directo hacía mí. Caí de rodillas y me abracé a mi hermano. Era Abel. Mi Abel. Estaba sano y salvo. No me lo podía creer. Me pareció oír a la niña decir algo, pero no la prestaba atención, me había ahogado en el río de mi angustia, que convergían en grandes gotas que manchaban la ropa de mi hermano. Angustia durante tanto tiempo contenida y que por fin ahora abandonaba mi cuerpo. Abel se apartó un poco para enseñarme la Nintendo DS:

―Mira, hermanito, ya estoy en la fase final ―exclamó ilusionado.

Reía y lloraba como un tonto mientras me hacía el sorprendido, felicitándole por su habilidad y preguntándole que había pasado en todo éste tiempo. Me dijo que Ana le había prometido que yo estaba bien y que le ayudaría a encontrarme. Me giré incrédulo hacia atrás. La chica sonreía con una ceja enarcada.

―Yo soy Ana ―dijo.

―Se llama Anastasia ―replicó la pequeña.

―Ella es Natalia.

―Pero me puedes llamar Nataly.

Me puse de pie, sin soltar la mano de Abel y me presenté. Ana me dijo que nos sentáramos a hablar en el sofá mientras su hermana buscaba en los armarios y en la nevera algo para comer. Me contó que hace tiempo que están huyendo de los militares y que, en su huida, oyeron a un niño chillar cuando pasaron cerca de mi casa, y no pudieron evitar acercarse a socorrerlo.

―Uno de esos monstruos estaba en el umbral de la puerta de tu casa ―relató―. Tenía a tu hermano cogido del brazo y a punto de morderle. Corrí y de un fuerte empujón derribé al zombi. No fui capaz de dejar a tu hermano solo y llorando, así que me lo llevé con nosotras.

Mientras me contaba toda la historia, yo no podía dejar de mirar a Abel, que seguía jugando a la consola. Cuando le pregunté que por qué abrió la puerta a pesar de que le prohibí que lo hiciera, levantó la cabeza y me miró suplicante:

―Yo… ―balbuceó―. Lo siento mucho, pero creí que era Alex. Y como hacía tanto tiempo que no le veía… Al estar oscuro no me di cuenta de que ya no era él ―dijo haciendo pucheros y sorbiéndose los mocos.

Saqué un pañuelo para limpiarle la nariz mientras le tranquilizaba, diciéndole que ya había pasado todo, que no estaba enfadado y que lo importante es que estaba sano y salvo junto a mí.

Para consolarle, saqué de la mochila a Minchi. Se le iluminó la cara en cuanto vio a su peluche favorito y se abrazó a él entre risas. Se lo enseñó orgulloso a Nataly, y ambos se pusieron a jugar con él.

Me volví para agradecerle a Ana todo lo que había hecho por mi hermano. Ella se desentendió con una mano, restándole importancia. Estuvimos hablando durante horas de todo lo que había pasado en el pueblo, como la muerte de mis amigos y de mi ex novia. También la hablé de Iria y de Sebas. Cuando la dije que estaban trabajando en una cura para la epidemia, Ana me instó encarecidamente que fuéramos a buscarlos al ambulatorio, pero como era tarde, me negué. Necesitaba descansar y quería escribir con calma todo lo que había pasado, antes de volver al pueblo y depositar mis últimas cartas en el buzón de correos.

Les ofrecí mi propia cama para que descansaran ella y su hermana. Yo me iría a otra habitación con Abel.

Ahora, mientras escribo ésta carta, no puedo más que maldecir a Alex. Vino a mi casa, buscando venganza, tal y como me temía desde que lo maté. Y pensar que una vez fuimos grandes amigos…

Pero ya basta por hoy, todos duermen y yo tengo que hacer lo mismo. Lo único que quiero es escapar con mi hermano de éste maldito pueblo, fuera del cerco de seguridad de los militares. Mañana nos reuniremos con Iria y Sebas y trazaremos un plan para conseguirlo.

Aún no me puedo creer que te tenga de vuelta en casa, Abel.

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Carta 19

Querida Sara,

Me acuerdo de que la abuela nos solía decir que volverse viejo era tener tu casa llena de fotos de personas muertas y que cada vez que le oíamos decirlo nos entraba la risa floja. He estado pensando en ello últimamente y creo que me estoy volviendo vieja a una velocidad alarmante. Me he sorprendido a mí misma, observándome en el espejo, buscando algún signo de vejez prematura: una arruga delatora, una cana…  Como si algo así fuera posible. Pero lo cierto es que miro a mi alrededor y sólo veo cadáveres, ya sean zombis o muertos de los de siempre, y todos ellos llenan las paredes de mi cerebro. Son ya tantos que, a veces, creo que la cabeza me va a estallar. Ahora entiendo porque el último suspiro de la abuela me pareció de alivio.

El hecho es que no hemos llegado muy lejos y estamos rodeados. Creo que esto es el fin.

Todo ha sido culpa de Roco, que se ha empeñado en interpretar el papel del perro de la película de miedo que lo fastidia todo. Se te despista, desaparece, te empeñas en ir a buscarle, aunque vaya contra toda lógica, te ataca un zombi, tu novio intenta ayudarte, le muerden, te dice que te vayas, pero te sientes culpable, te quedas, ¿para qué te quedas? Para que te muerdan a ti también… Y entonces ya es tarde para ambos. Y repito, ¿todo para qué? Para que el puto perro reaparezca en la escena siguiente, moviendo el rabo, como un bobo, adopte a otra pareja en un plis y de los otros dos, que se sacrificaron estúpidamente por él, si te he visto no me acuerdo.

Mierda, acabo de decir que Sergio y yo somos pareja y no tengo con qué borrar.

Pues sí, allí estábamos, Roco, Sergio y yo, escondidos en el primer chalet que encontramos. Dos salones, una cocina enorme, comedor, cuatro baños, seis dormitorios, garaje… Y lo más importante, una gran despensa en la que encontramos una estantería llena de conservas. Pedro y Vero, pobres Pedro y Vero, habían pasado a engrosar el ejército de Lucas, que estaba registrando a conciencia el barrio pijo en el que nos encontrábamos. Le dije a Sergio que como el dichoso perrito nos delatara con sus ladridos, iba a matarle sin dudarlo un instante. A lo que Sergio repuso que eso era fácil de decir, pero que me detuviera a mirar esa carita que tenía. No lo sé, quizás tuviera razón. Si eres capaz de matar a un perrito tan inocente, entonces qué sentido tiene la vida, ¿verdad?

Pero Roco estaba nervioso y sabíamos que era como una bomba de relojería. Así que le abrimos la puerta de la cocina y le animamos a que se fuera a dar un paseo de los que duran para siempre. Pues no había manera, el tío es listo, no quería irse y mira que lo intentamos todo. Finalmente, a Sergio se le ocurrió lanzar un trozo de pan rancio hacia el jardín, a ver si corría tras él. Y esta vez Roco sí que corrió, vaya que si corrió el muy capullo. Iba dando saltos de alegría, mientras movía la cola cual hélice de helicóptero… Y lanzó tales ladridos que debieron de retumbar en todo el puto barrio, porque al poco se oyó un rugido que no dejó lugar a dudas de que Lucas y su ejército ya sabían perfectamente dónde encontrarnos. Sergio y yo nos miramos, helados, y Roco nos miraba a los dos, desde ahí abajo, masticando su premio con esa carita inocentona, pidiendo más pan y juegos.

No, no he matado a Roco, que sigue aquí con nosotros. Ya da igual que ladre. Todos saben dónde estamos.

Hemos pasado las últimas horas atrancando puertas y ventanas, mientras Lucas, Pedro, Vero, tú y todos los demás os vais amontonando en el jardín. Todavía no habéis hecho ningún intento por entrar, pero estáis a punto… y yo no sé si estoy preparada para morir. Pero Pedro y Vero seguro que no lo tenían planeado y probablemente la abuela tampoco, aunque tuviera noventa años y apenas pudiera moverse. En eso consiste la vida, ¿no? En agarrarte a ella con todas tus fuerzas e intentar seguir adelante, porque mientras sigas respirando hay esperanza. Supongo que lo que necesitamos es un milagro, ¿te puedo pedir que nos desees suerte?

Besos, Alicia.

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Carta 19

Querida Cristina;

 

Me he vuelto a quedar sola. Y para colmo, herida. Ahora mismo estoy asustada, sin poder andar ni saber qué hacer. No puedo gritar por miedo a que venga alguna de esas criaturas endemoniadas, pero por el contrario, si me quedo aquí, tarde o temprano moriré desangrada.

¿Que cómo ocurrió? Por culpa del último resquicio de bondad que habitaba en mi corazón y el cual desconocía. Por culpa de una insensatez, puede que ni siquiera llegue a echar ésta carta, y que nadie la lea para saber cuál fue mi fatal destino.

Cuando me separé del grupo del Padre, me dirigí hacia el estanco. No estaba muy lejos del lugar en donde nos desviamos; a tan sólo cinco calles se encontraba mi único motivo de vivir, mi tabaco. Emprendí la marcha lenta pero segura, agachándome entre los coches y preparando mi bastón al ruido más insignificante. Llegué a la entrada de una zona de recreo, con su tobogán, sus columpios, su fuente y sus bancos, para que los padres pudiesen sentarse a esperar a que sus hijos cayeran rendidos de tanta diversión. Algo llamó mi atención. Era un pequeño gatito, acurrucado al lado de un banco, intentando despertar a lamidos al que deducí que fue su dueño cuando el color de su piel era el de una persona viva. Que Dios ampare su alma.

Soy incapaz, y lo sabe hermana, de pensar en despedazar y comerme a un animalito tan sencillo y bondadoso como un gato, por mucha hambre que tenga. Así que me dirigí a consolarle y darle calor. Tenía un poco de pan mohoso en el zurrón, supondría que el pobre gatito no le haría ascos. 

Grave error.

Al acercarme aún más, vi que el gato no estaba lamiendo a su supuesto dueño. ¡Se lo estaba comiendo! Tenía ya devorada la mitad de su cara, con un ojo colgándole y tan ensangrentado que ni siquiera pude reconocer quién era. Justo en ese momento se relamía de los restos de una lengua que yacía ya a la mitad en el suelo. 

Se giró bruscamente hacia mí, sus ojos eran de un color amarillo reluciente, y me bufó a la vez que se le erizaba el pelo. Ni siquiera lo pensé. Alcé mi bastón y, cuando estaba dispuesta a asestarle el golpe que lo haría volver al infierno, algo chocó contra mi cabeza y me hizo caer al suelo. Alguien me había tirado una piedra.  

«No le toques, es mi Bolita».

Al incorporarme, pude ver a una niña de no más de diez años de edad, sosteniendo una bolsa de plástico en una mano y una piedra en la otra.

«No le hagas daño o te tiro otra piedra».

¿Quién, en su sano juicio, querría salvar a una criatura demoníaca? Pero a lo mejor me equivocaba, hermana, porque los gatos, cuando tienen hambre, son capaces de comerse cualquier cosa, y si ese pequeño gatito hacía semanas que no comía, no creo que le importase de quién o qué era la carne que había en el suelo. Así que intenté calmar a la niña diciéndole que no quería hacerle daño y que lo sentía. Se llamaba Claudia y llevaba dos semanas sola, después de que un zombie de esos acabase con el último superviviente de su familia. Encontró el gato hacía tan solo dos días, justo en la misma situación en la que lo encontré yo, devorando a alguien.

Se acercó al lado de los columpios a recoger una jaula de plástico improvisada, un palo con un aro en uno de los extremos y otra bolsa con, eso creí, ropa o comida.

«Apártate, que tengo que coger a Bolita».

No me equivoqué, hermana. El gato estaba endemoniado, se veía en sus movimientos, pero parecía que Claudia no lo veía. Supongo que la soledad le hizo perder la cabeza y buscar compañía en un caso de desesperación extremo.

Una vez que había metido el gato en la jaula, se emperró en acompañarme al estanco. De camino, me contó que una vez al día dejaba libre a «Bolita» para que comiese algo. Un tanto arriesgado, a decir verdad, porque nadie le aseguraba que ésa cosa no se le echase encima.

Llegamos al estanco y, después de comprobar que no había nadie dentro, cerramos y atrancamos la puerta mientras revolvíamos todos los cajones en busca de cualquier cosa que nos fuese útil. Por fin, hermana, pude conseguir mi preciado tabaco. La mitad de las cajas estaban ya podridas, pero salvé a unos cuantos. Podré aguantar algunos meses. Pero lo mejor de todo es que… ¿se acuerda del rumor del estanquero? ¿El que guardaba una escopeta en la trastienda por miedo a que volviese su mujer a llevarse el poco dinero que le quedaba, aún cuando había sido ella quien le había abandonado? Pues es verdad, al menos lo de la escopeta, porque la encontré en una caja fuerte ya abierta junto a un montón de dinero. Sólo había siete cartuchos, así que cargué dos en la escopeta y guardé el resto en el zurrón.

Lo que vino a continuación pasó tan rápido que ni yo misma doy crédito. 

«Bolita» se movía en exceso dentro de la jaula, y Claudia le abrió la puerta porque pensaba que lo único que quería era «jugar un rato». En menos de diez segundos, el gato se abalanzó sobre Claudia y le mordió el cuello. Ella se asustó tanto que ni siquiera pudo gritar, sólo tumbarse en el suelo e intentar sacarse esa cosa de encima. Mientras el gato intentaba comerse al único ser vivo que le había cuidado y protegido todo éste tiempo, yo alcé el bastón y le asesté un golpe mortal en su cabeza. De echo, tuve que reventársela, porque al primer impacto no murió.

Claudia me miraba con ojos de desesperación, suplicándome con la mirada que le salvase. Qué necia ella. Yo no estoy loca, y sé diferenciar entre el bien y el mal. Sabía que tarde o temprano se volvería a levantar y tendríamos a otra de esas criaturas rondando por el pueblo. Así que cogí la escopeta del estanquero, le apunté a la cara y disparé. Lo que no sabía, hermana, era que dicha arma tenía el gatillo muy suelto, con lo que cuando Claudia dejó de moverse, el arma se disparó sola, con tan mala fortuna para mí que la bala rebotó y me impactó en la pierna mala. El dolor fue indescriptible.

Y ahora me encuentro como en el principio. Sola, herida y desolada. Ésta vez sí necesito ayuda de verdad.

Aurora.

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Carta 19

Querida Teresa:

No me gusta escribir en estas hojas del ejército, me recuerda mis encuentros con el militar del mostacho, pero es lo único que hay en casa de la señora Remigia. Los folios, las latas de comida, las mantas, las botellas de vino, todo es del ejército, incluso las pilas alcalinas. Me cuesta creer que ella acepte estos dones, teniendo en cuenta que su marido murió en el Valle de los Caídos. Me duele pensar en los favores que ha tenido que hacer la joven para conseguir todas estas provisiones. La casa parece un refugio antinuclear cerrado a cal y canto, es increíble la de cosas que tienen. Me acordé de la señora Aurora al ver las cajas de puros.

La anciana se mueve por allí como una condesa en su palacio, lo mismo me sirve un pollo en conserva con un vino, que me pone un café rancio y unas pastitas. No para de hablar de esto y aquello, de cuando conoció a la Pasionaria, o cuando vivió en París. Está claro que ha perdido la cabeza. Solo la visión de la muchacha, encogida en un rincón, me devuelve a la realidad. No puede tener más de dieciocho años, se la ve joven y guapa, a su manera, pero sus ojos reflejan las desgracias que su boca no puede contar. La señora Remigia me dijo que antes era una niña feliz, como le corresponde a su edad, pero lo sucedido estas semanas la habían convertido en la muchacha sin sentimientos que tenía delante. Intento recordar quién es ella, si alguna vez la vi en la iglesia, pero el vino se llevó mi memoria, y la tragedia le quitó a ella la identidad.

Me sorprendió el saber que llevamos semanas, en vez de días, viviendo esta pesadilla, huyendo de los monstruos, comportándonos como demonios para sobrevivir. Ni siquiera sé cuanto tiempo llevo en esta casa.

Ahora que tengo vino, no consigo olvidar. No dejo de pensar en Miguel, en que estará solo, a merced de esos malditos zombis. Siento que me necesita.

La joven Lucía se ha percatado de mi soledad, y me hace compañía siempre que puede. Me sorprende lo que es capaz de decir sin hablar. Hoy me ha llevado a dar una vuelta por los pisos vacíos del edificio. El aspecto de los rellanos era terrorífico y el de los pisos más. A pesar de la botella de Rioja que me había bebido, no podía evitar de imaginar lo que había pasado en aquellas casas abandonadas: camas vacías, muebles destrozados, restos de sangre. La chica observaba cada rincón y cogía recuerdos: una foto por aquí, una figurita por allí. El silencio sepulcral me hacía sentir dentro de mi propia tumba. Entonces recordé a Rocío.

¡Maldito sea el vino, que ya no me consuela!

Estábamos en el último piso, cuando vi una foto encima de la mesa, era Lucía, sonriendo abrazada a su madre. Quise cogerla, pero un monstruo salió de detrás del sofá, y me tiró al suelo. Gruñía, babeaba, el miedo me dejó paralizado. No podía entender por qué no me atacaba, hasta llegué a desearlo, cualquier cosa era mejor que esa incertidumbre, pero ella se limitaba a mirar con sus ojos amarillos a la muchacha que se encontraba al otro lado del salón. Era su madre, su horrenda expresión parecía reprocharle su conducta de los últimos días. Lucía lloraba como si pidiera perdón. Ya son muchas las veces que uno de esos zombis me ataca, pero, te juro que nunca había pasado tanto miedo como entonces, ante aquella escena.

Esperé unos minutos, a que Miguelín apareciera y le diera un tiro con su escopeta, pero no sucedió. Entonces supe que le necesitaba. Aquella mujer seguía acechando, sin moverse, observando a su hija. Recobré la cordura, me levanté despacio, para no alarmar al monstruo, y saqué a Lucía de allí. Fue entonces cuando saltó a por nosotros, gritaba y golpeaba la puerta. Nos fuimos corriendo al refugio de la Remigia, dejando allí, encerrada a la que antes fue la señora Marcela (que ahora me acuerdo de su nombre). La vieja ni siquiera se había dado cuenta de nuestra ausencia, seguía contándole historias a la foto de su marido.

La chica estaba muy triste y no paraba de llorar, yo me ofrecí a confesarla, no hizo falta que me dijera sus pecados, se los perdoné todos, en nombre de Dios.

 

Parece que se ha quedado más tranquila. Esta noche hemos cenado un popurrí de conservas, atún, mejillones, anchoas…, con un buen vino de crianza, a costa del Ejército Español; y nos hemos acostado después de soportar a la señora Remigia cantar (si es que se le puede llamar cantar a eso) la Traviata. Por supuesto, he asegurado todos los cierres, no vaya a ser que se despierten los zombis vecinos.

He convencido a la muchacha para que mañana se venga conmigo a buscar a Miguel y a toda la gente que dejé atrás. No creo que este sitio sea seguro durante mucho tiempo, si la vieja se empeña en cantar. A lo mejor la convencemos para que se venga con nosotros.

No sé qué me encontraré, pero mi deber es volver a la iglesia. Tengo que reunir a mi rebaño. Me encantaría volver a verte. Espero que tú estés bien.

 

Tu hermano que te quiere.

 

PD.: El vino ya no me consuela, mañana probaré con el whisky.

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