Carta 21

Querido Lucas,

Siempre he creído que cuando estás a punto de morirte, el tiempo se detiene y toda tu vida desfila por delante de tus ojos a una velocidad pasmosa, lo bueno, lo malo, todo… y justo antes de sentir la muerte desgarrando la piel de tu cuello, un rayo luminoso te transporta a un mundo donde todo es blanco y puro y no existen ni el dolor, ni los malos sentimientos. No sé si habrá algo de cierto en todo eso, sólo puedo decirte que hace tan solo unas horas la muerte me ha rozado y que durante los breves segundos en que pensé que era mi turno, no hubo ni película ni rayo luminoso, sólo un río de pensamientos confusos que acabó con un simple:

—¡Booooh!

Pero empecemos desde el principio, ¿te parece? Nada había cambiado desde la última vez. Tu ejército zombi seguía apostado fuera de la casa y nosotros dentro, pero con más hambre porque habíamos racionado drásticamente las escasas provisiones de las que disponíamos. Una mañana me levanté y al ver a tu querido Sergio sentado en la cocina, acabándose una lata de fabada caducada, caí en la cuenta de que ya no era el chico gordito al que habíamos conocido. Ni yo la pija de hacía unos meses, claro. Aunque para nuestra desgracia otras cosas sí que seguían iguales, pues no habíamos dejado de ser unos acojonados, esperando a que un milagro nos sacara de aquel aprieto.

Por fin, anoche decidiste que era hora de «finiquitarnos». Al salir la luna oímos un aullido y poco después un tropel de cuerpos descompuestos se precipitó hacía las puertas y ventanas de la casa, malamente atrancadas, que no tardaron en ceder bajo el peso de vuestra hambre atroz. Sergio y yo nos miramos, muertos de miedo, pues aunque hacía días que sabíamos que estábamos condenados, nunca pierdes la esperanza de salvarte. Corrimos hacia el piso de arriba y nos encerramos en el armario del dormitorio principal, donde ya teníamos preparado una especie de búnker para casos de emergencia. Nuestro plan brillante consistía en quedarnos allí, inmóviles, sin apenas respirar y esperar a que os olvidarais de nosotros.

El armario estaba oscuro, pero no encendimos la linterna que teníamos. Permanecimos sentados en un rincón, el uno junto al otro, aguzando el oído, con los corazones agitados. A esas alturas, la planta baja ya estaba llena de vosotros. Se oyeron vidrios rotos, muebles despedazados, rugidos por doquier, buscabais algo, no sabíais muy bien el qué, pero teníais hambre y proseguíais. Un par de minutos después, a alguna mente brillante se le ocurrió subir por las escaleras. Primero fueron sólo unos pasos, pero pronto siguieron muchos más, pasos pesados, más o menos rápidos, que se acercaban a nuestro armario sin siquiera saberlo. Me pregunté si tendríais el olfato muy agudizado, porque en ese caso, encontrarnos estaría chupado. O quizás oyerais nuestras respiraciones entrecortadas y los latidos de nuestros corazones aún calientes. Pronto estuvisteis por todas partes. Se os oía en el baño grande, en el dormitorio de los niños, en el cuarto de invitados… Lógicamente entrasteis también en la habitación donde se encontraba nuestro armario y os oímos revolverlo todo a conciencia. Nos llegaba vuestro olor nauseabundo, tuve ganas de vomitar durante un breve instante. Sergio me agarró fuerte, respiré hondo y conseguí que se me pasara.

Tras unos minutos que me parecieron interminables, me entraron unas ganas terribles de hacer pis, de hecho, me moría de ganas, pero no me atrevía a moverme. A veces me parecía que estabais lejos, otras que estabais muy cerca, otras hubiese jurado que ya no estabais en absoluto. El miedo seguía allí, pero el pis iba ganando puestos en la lista de prioridades. Lo único que tenía claro era que no iba a mear en el búnker, delante de Sergio. ¡Eso nunca!

—Creo que voy a salir —le dije al fin a Sergio con un hilo de voz.

—Pero, ¿estás loca? —me susurró.

No sabía que me pasaba, pero de repente tenía que salir de allí como fuera. Forcejeamos unos segundos hasta que oímos un click que nos dejó helados. Alguien estaba ahí fuera, al otro lado de la puerta del armario, a tan sólo unos centímetros de nosotros… e intentaba abrir la puerta. Se alejó unos pasos, embistió. Pero el armario era más sólido de lo que esperaba. Ruidos, debía de buscar algo con que abrir. Mierda,  esos zombis eran mucho más listos de lo que había imaginado. Y nosotros allí, inmóviles. Me di cuenta de que estaba apretando el brazo de Sergio con tanta fuerza que debía de estar cortándole la circulación, así que le solté. Al poco, el zombi empezó a aporrear la puerta con fuerza, ¿con un hacha quizás? Un golpe, dos, tres… Pensé en los mordiscos dolorosos, en que no quería morirme y menos aún convertirme en uno de vosotros. Entonces se abrió la puerta, tras lo cual siguió un chorro de luz que nos cegó durante un instante. Cuando mis ojos se recuperaron, alcé la vista y ahí estabas nada menos tú, precisamente tú, dedicándonos una mirada triunfal. Te agachaste hasta ponerte a nuestra altura y soltaste:

—¡Booooh!

¡Mierda! ¡Me acababa de mear encima!

Nunca te lo voy a perdonar.

Alicia.

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Carta 22

Querido Lucas,

Hay que estar mal de la cabeza para hacerse pasar por un zombi, pero lo que sí que es imperdonable es que nos hicieras creer durante una semana que eras uno de ellos y que sólo esperabas el momento adecuado para darnos el golpe de gracia. Sin duda, eso es ser mala persona. Pese a todo, tengo que admitir que te debo una, pues jamás hubiéramos salido de la casa por nuestro propio pie. Ya ves que hasta Roco decidió irse por patas. No le culpo. Es más, agradezco infinitamente la paz que reina desde que se fue.

—¿Entonces qué? ¿Os apuntáis? —nos preguntaste por vigésima vez.

¿Apuntarnos? ¡Tu plan es de locos! Pese a todo, he de reconocer que yo me habría apuntado sin pensarlo dos veces. Si no ha sido así, sólo es porque a Sergio le puede el sentido del Bien y el Mal. De modo que, se lo pintaras como se lo pintaras, no ha hecho más que negarse en rotundo convencido de que cuenta con mi apoyo. No pongo en duda sus razones, todas muy loables. Sin embargo, la cuestión es que tú eres el héroe indiscutible de la historia y cuando estamos contigo sé que nunca puede pasarnos nada malo. Es puro y simple instinto de supervivencia.

El día en que me marché con Pedro y Vero, se te ocurrió que lo más seguro en un mundo de zombis era hacerse pasar por uno de ellos. Pensaste que la forma de conseguirlo era imitando su olor nauseabundo y sus pautas de comportamiento. De modo que decidiste dejar a Sergio e intentarlo por tu cuenta. No sólo porque era un plan descabellado en el que no tenía por qué participar tu amigo, sino porque Sergio era un pésimo actor que acabaría arruinando tus planes. Al principio, los zombis desconfiaron de ti. Sin embargo, aprendías rápido y pronto supiste pasar desapercibido, consiguiendo que te aceptaran como a uno más. Cuando tienes madera de líder, humanos y zombis somos lo mismo. Así que cuando saliste tras Sergio, te iban siguiendo cinco de aquellos muertos vivientes. Al poco, te diste la vuelta y eran cincuenta… y unos días después, sin saber siquiera cómo, ya liderabas a un ejército de cientos de ellos. Entonces es cuando se te ocurrió que si conseguías reunir a miles de zombis, sólo era cuestión de dirigirlos hacia un control militar, donde entretendrían al personal, mientras tú salías echando leches. Era un plan perfecto, si pasabas por alto las implicaciones que conllevaba.

—¿Me estás diciendo que quieres salir de aquí con ayuda de los zombis? —te dijo Sergio sin poder dar crédito a sus oídos— ¡Pero eso quiere decir que vas a dejar que salgan de aquí! ¡Vas a condenar  a la gente que está ahí fuera!

—¿Y qué? —le respondiste con un gesto teatral—. A mí me da igual la gente de fuera, no les conozco. De hecho, la mayoría de ellos ya son unos zombis, sólo que aún no lo saben. Lo único que sé es que quiero salir de aquí antes de que el ejército tire una bomba para liquidarnos a todos. ¡Porque eso es lo que va a pasar!

—¡Estás pirado!

—Bueno, ¿y qué es lo que sugieres tú que hagamos? —le preguntaste con aire desdeñoso.

Entonces Sergio se callaba y se volvía hacia mí buscando apoyo, topándose únicamente con mi mirada de póquer. No sé cuántas veces habéis tenido esta misma discusión, cambiando sólo algún acento o tiempo verbal. La cuestión es que se iba acercando el momento en que teníamos que decidir si nos íbamos contigo o si seguíamos por nuestra cuenta y yo sólo sabía que si nos quedábamos solos, estábamos perdidos.

—¿Entonces qué? ¿Os apuntáis? —nos preguntaste ayer por última vez.

—¡Nos vamos contigo! —te anuncié inesperadamente.

Y todo porque la noche anterior había conseguido convencer a Sergio, con ayuda de uno o dos besos  y un par de caricias, de que la única manera de pararte los pies, es uniéndonos a ti. Quizás podamos advertir a los militares sobre tus planes, o quizás encontremos la forma de liquidarte antes de que cometas esa locura que tienes en mente. Al menos así se lo he vendido a Sergio. Para mí sólo es cuestión de supervivencia y está claro que no estamos preparados para sobrevivir sin ti. Luego ya improvisaremos algo.

Así que aquí me tienes ahora, formando parte de un enorme ejército de zombis que marcha hacia el pueblo para engrosar sus filas antes de dirigirnos al control militar que nos lleve hacia la libertad. Vestida con unos andrajos, toda despeinada y oliendo a mil demonios, camino lentamente junto a mi hermana, que no me reconoce, pero misteriosamente no se despega de mi lado. Quizás tengas razón  y no sean tan distintos a nosotros. Sergio, que no se fía, nos sigue de cerca… y tú, tú al frente del grupo, como siempre.

Alicia.

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Carta 23

Querida Mama,

Me desperté sin saber quién era, ni dónde estaba. Me dolía mucho la cabeza y no veía nada. Olía mal, hacía un frío húmedo de esos que te entran en los huesos. Se oía a lo lejos el ladrido de un perro. Poco a poco mi vista se fue acostumbrando a la oscuridad imperante y empecé a distinguir el contorno de los objetos que me rodeaban: un armario empotrado a mi derecha, una ventana con persianas desvencijadas a través de la cual se asomaban un único tímido rayos de sol, una mesita de noche a mi izquierda… por un momento pensé que estaba en mi habitación.

—¿Mamá? ¿Papá? ¿Sara? —os fui llamando uno a uno.

Al poco, la triste realidad me golpeó como un mazo y me puse a llorar estúpidamente. ¿Cómo había podido olvidar que tú te habías ido de viaje a la India, que papá y Sara ya no eran los mismos… y que el pueblo se había convertido en el escenario de una terrible pesadilla de la que era imposible despertar?

Volví a mirar a mi alrededor y definitivamente aquella era mi habitación, pero no tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí.

—¿Sergio? ¿Lucas?

¿Dónde estaban? ¿Por qué me habían dejado sola? ¿Qué había pasado? No lograba recordar y esta vez lloré con una mezcla de frustración e impotencia.

Intenté levantarme de la cama, la cabeza me daba vueltas, el cuerpo me pesaba, no fui capaz de incorporarme y caí como una piedra sobre aquel amasijo de mantas malolientes. Decidí esperar un poco antes de hacer un nuevo esfuerzo y aproveché para tratar de ordenar mis pensamientos.

Recordé a Lucas al frente de su ejército de zombis, radiante a su manera, convencido de que aquellos seres pútridos podrían ser la llave de su libertad. Marchábamos lentos, camino del pueblo, engrosando nuestras filas cada kilómetro que recorríamos. Aquello daba miedo. Teníamos que beber y comer a escondidas lo poco que encontrábamos a nuestro paso, mientras los zombis se abalanzaban sobre los cadáveres que nos topábamos por el camino. A veces también atacaban a perros o gatos callejeros. Pero como eran muchos y la comida cada vez más escasa, surgían a menudo terribles disputas que acababan en batallas sangrientas de las que procurábamos mantenernos al margen.

Al principio creíamos que estábamos a salvo, pero pronto el hambre debió de aguzar sus sentidos, haciendo que se fijaran en nosotros. Igual despedíamos un olor diferente, vaya una a saber, pero empecé a pensar que un par de ellos nos tenían vigilados. Aún así pudimos mantenerles a raya, sobre todo por el respeto que le tenían a Lucas, aunque eso no parecía que fuera a durar mucho.

Todo se vino al garete cuando nos cruzamos con una familia, los primeros seres humanos que veíamos en semanas. Era una pareja de mediana edad con dos hijos pequeños. Se habían escondido en un supermercado y alguno de los zombis debió de descubrirles porque lanzó un terrible grito que me dejó helada. Vi a los cuatro durante apenas un segundo, al otro lado del cristal de aquel establecimiento, con sus caras lívidas. Al segundo siguiente ya no estaban, pues debieron de salir corriendo hacia el interior de la tienda. Tras ellos un tropel enorme de zombis que en un momento tenían todo el edificio rodeado y entraban por todas partes, dispuestos a darles caza a cualquier precio.

Miré a Lucas como esperando a que hiciera algo, pero, lógicamente, no lo hizo. ¿Qué iba a hacer? El ataque ya no podía contenerse y una sola palabra les habría puesto en guardia contra nosotros.

Lo peor fue oír los gritos de la madre, ¿sabes? No pude más, simplemente salí corriendo despavorida sin mirar hacia atrás. Creo que oí a Sergio dar unas voces, luego un rugido, un par de disparos, un caos de golpes y pasos. Seguí corriendo sin saber a dónde iba. Me crucé con un par de zombis que ya no tuvieron dudas de que era humana, de modo que comenzaron a perseguirme.

No sé cuánto tiempo estuve corriendo, sólo sé que estaba al límite de mis fuerzas. Debía de haber entrado ya en el pueblo, pero no reconocía las calles, ni los edificios. Doblaba esquinas sin nombre, me tropezaba con escombros, me acabé golpeando la rodilla derecha, luego debí de perder el equilibrio y creo que fue entonces cuando perdí el conocimiento. Esto es todo lo que sé.

—¿Sergio?

Me había parecido oír unos pasos fuera de la habitación. Tenía que ser él, me habría encontrado en la calle y me habría traído en brazos a casa para refugiarnos hasta que me encontrara mejor. Quizás había salido un rato para buscar comida y venía a ver cómo estaba.

La puerta se abrió con un leve chirrido, dejando entrever el pasillo que había al otro lado. Primero vi los dedos sucios y torcidos que empujaban la puerta, luego una melena despeinada y finalmente un rostro pálido y desfigurado que me clavaba sus ojos inyectados en sangre.

—¿Sara?

Mama, la versión zombi de tu hija pequeña me tiene atrapada en mi propio cuarto. El suplicio dura ya más de dos horas. Sara me observa desde el umbral de la puerta, inmóvil, mientras respira entrecortadamente, soltando un pequeño gruñido cada vez que intento incorporarme. Pero es inútil, mi cuerpo no responde. Me temo que esto sea el fin, hubiese deseado algo más rápido, pero quizás no lo merezca, quizás esto sea un castigo por todas las cosas malas que he hecho o pensado durante mi corta vida. No sé dónde están Sergio ni Lucas, pero no puedo confiar en que vengan a rescatarme. Espero que hayan tenido más suerte que yo.

Quizás esta sea mi última carta.

Te quiere, Alicia.

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Carta 24

Querida Mamá,

Cuando piensas que el fin está cerca, te haces muchas promesas. Te dices que si logras salir del embolado en el que te has metido, vas a ser una persona mejor, merecedora de esa segunda oportunidad que te brinda la vida. Sabía que no había sido muy buena hija, ni hermana, ni amiga, ni estudiante… pero nunca me había importado demasiado. Quizás porque había estado demasiado preocupada por esas pequeñas estupideces que consideraba importantes. En cuestión de minutos, desfilaron ante mis ojos todas esas personas que había ido perdiendo a lo largo del camino, empezando por Papá y acabando por Sara, sin olvidar a todos y cada uno de mis amigos. Ninguno de ellos se había merecido acabar como un zombi y, sin embargo, aquí seguía yo… y sólo por cuestión de suerte.

Sara seguía en el umbral de la puerta, gruñendo. De hecho, dio unos pasos cortos para acercarse a la cama donde yo permanecía postrada y si no llegó muy lejos, sólo fue porque su revoltijo de harapos mugrientos se había quedado enganchado a algo que no lograba ver desde mi posición. Eso le sentó muy mal porque empezó a tirar con más fuerza, pero sin lograr avanzar ningún milímetro. Aquello me dio un poco de tiempo para prepararme para el ataque, puesto que esos harapos no tardarían en desgarrarse, dejándome a su merced.

“Prometo que si salgo de ésta, voy a tratar de ser mejor persona. Prometo que dejaré de pensar sólo en mí misma e intentaré hacer algo bueno con lo que me quede de vida. Prometo…”

Afortunadamente, parecía que mi cuerpo empezaba a reaccionar. Logré incorporarme, aunque me doliera todo como si acabaran de darme una paliza. Miré a mi alrededor buscando algún arma. Lo único que tenía a mano era la lámpara de la mesilla de noche, que te habías empeñado en conservar porque era un recuerdo de la tía Maite. A mí siempre me había parecido un armatoste horroroso, pero ahora aquel amasijo de hierro forjado podría salvarme la vida. Si lograba agarrala y asestarle un buen golpe, quizás pudiera zafarme y escapar de allí. Definitivamente, la lámpara era una idea malísima, pero Lucas ya no estaba conmigo para regalarme uno de sus planes brillantes.

Los hechos se precipitaron en el momento en que oí el sonido de la tela desgarrada, tras lo cual Sara salió despedida hacia adelante. Pese a su torpeza, logró parar la caída adelantando los brazos y al poco volvía a estar de pie. Tras dedicarme una mirada triunfal, prosiguió hacia la cama. Sin apartar la vista de mi hermana, estiré el brazo para alcanzar la lámpara, que parecía estar muy lejos. De modo que cuando Sara se abalanzó sobre mí, yo seguía sin tener nada con lo que defenderme de aquel animal rabioso que parecía todo uñas y dientes. Sacando fuerzas de donde no las tenía, empecé a lanzar patadas y manotazos para parar su embestida, logrando que retrocediera unos pasos… y aunque no tardó más que uno o dos segundos en volver a la carga, fue lo suficiente como para que me diera tiempo a coger la lámpara y blandirla cual lanza, con lo que conseguí repeler el segundo ataque. De nuevo, Sara tuvo que retroceder unos pasos, pero era terca como una mula y no dudó ni un instante en volver a atacarme con un empeño incluso mayor que el de antes. Esta vez no sólo me encontró de pie, sino que le asesté tal golpe en la cabeza que la hice tambalearse y caer al suelo. Lo siguiente fue cubrirla con las mantas de la cama y tirarme encima de ella para inmovilizarla, mientras seguía golpeándole en la cabeza con la lámpara para atontarla. Los gruñidos de Sara se habían convertido ya en débiles gemidos… y me daba pena, Mamá, pero tenía que matar a esa cosa para asegurarme de que no hiciera más daño a nadie.

Hice acopio de rabia, pensado en todas esas personas que había perdido… y golpeé una y otra vez su cabeza, sin importarme el olor nauseabundo, ni la sangre negruzca y espesa que me salpicaba.

—Por Papá, por Miguel —fui diciendo en voz alta—, por Luisa y Loli, por Vero y Pedro, por todos… y sobre todo por ti, Sara.

No sé cuánto tiempo estuve golpeando, pero cuando quise darme cuenta la cabeza de mi hermana había quedado hecha papilla y yo me sentía terriblemente cansada. Me acosté en la cama y me quedé dormida. Cuando desperté, no sabía si habían pasado tan sólo unos minutos, varias horas o días enteros. Tenía mucha sed y hambre, pero me sentía bien. Al menos hasta que vi el cadáver de Sara junto a la cama y me di cuenta de que era la primera vez que le quitaba la vida a algo que no fuera una mosca o una hormiga.

Acababa de matar a mi propia hermana.

Te escribo estas líneas desde la mesa de la cocina. Me he aseado como he podido, pero no hay agua ni queda nada de comida. Me guste o no, tendré que salir de aquí y buscar la forma de escapar de este pueblo. No creo que vuelva a ver a Lucas y Sergio, pero no pierdo la esperanza.

Un beso, Alicia.

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Carta 25

Querida Mamá,

Esta mañana he salido de casa cargada con una pequeña mochila, un palo de golf… y la imagen del cuerpo inerte de Sara aún grabada en mi mente.

El pueblo está irreconocible. Cuando caminas por sus calles silenciosas y malolientes, tienes que tener cuidado de no tropezar con los escombros y la basura, en donde se apelotonan las moscas. Parece que no hay ninguna ventana que conserve sus cristales, ni ninguna puerta que siga en su sitio. Los muros de los edificios están grises y algunos incluso agujereados. Lo peor de todo son las ratas enormes con las que te cruzas constantemente. Nunca había visto bichos así de grandes.

Bajo el peso de la mirada reprobatoria de Miguel (lamentablemente, imaginaria), me dirigí hacia la Oficina de Correos para librarme de todas esas cartas que he estado escribiendo durante las últimas semanas. No te lo vas a creer, pero me perdí por el camino. La cuestión es que contaba con pasar junto a la iglesia, pero te juro que no la he visto. Di varias vueltas como una tonta, hasta que descubrí por casualidad un cartel borroso que me anunciaba la proximidad de mi objetivo. Extrañamente, las calles estaban desiertas, como si la fiesta fuera en otro lado.

Cuando llegué al buzón de Correos, miré por la ranura y, tal como esperaba, apenas había alguna carta al otro lado, como si alguien siguiera allí, esperando a recogerlas todos los días. Llamé varias veces a la puerta sin que nadie respondiera. Tras comprobar que en la calle seguía sin haber nadie, pegué un par de gritos, pidiendo al cartero que me abriera. Por un instante, me pareció oír algún ruido en el interior del edificio, pero luego nada. Sea quien fuera, no iba a abrirme.

Seguí caminando por las calles vacías hasta tropezarme con el instituto. Me acordé del comedor y de la despensa que había junto a la cocina, donde quizás podría haber algo comestible. Pero lo que también había era mucho zombi paseando por el patio. La idea de pasar entre ellos me aterraba, pero tenía tanta hambre que no me quedaba otra. Según Lucas, la clave está en oler como ellos. De modo que tuve que alejarme un poco del instituto, en busca de algún zombi despistado al que matar a palos para ponerme su ropa maloliente y rezar para que aquello fuera suficiente.

Pasaron casi dos horas hasta que di con el zombi solitario que buscaba. Me escondí tras un contenedor del callejón solitario donde nos encontrábamos y esperé a que pasara delante mía para asestarle un golpe por la espalda. Tenía que asegurarme de que ese primer golpe fuera lo suficientemente contundente como para atontarle, de lo contrario se abalanzaría sobre mí y sería del todo imposible quitármelo de encima. Caminaba tan despacio que pasaron unos minutos antes de que se acercara lo suficiente. Una, dos, tres… el palo de golf pasó junto a su cabeza y fue a parar en el hombro derecho. Tras lanzar un grito de dolor, se volvió hacia mí dispuesto a atacarme. Fue entonces cuando me percaté de que era el padre de Luisa, al que papá había mordido hace tantas cartas. Pese al rostro gris desencajado y la horrible mordedura en una de sus mejillas, no cabía duda de que era él… y me dio un escalofrío al pensar que era en parte responsable de su estado actual.

Tan sólo nos separaba un metro de distancia y sabía que no podría parar su embestida. Con lo que no habíamos contado ninguno de los dos, era con esa litrona que le hizo tropezar y caer de bruces al suelo. Bendita litrona. Sin perder un instante, le golpeé varias veces en la cabeza con todas mis fuerzas hasta que dejó de moverse. Tras cerciorarme de que el callejón en que me encontraba seguía vacío, me acerqué al cuerpo para quitarle la chaqueta. Fue lo único que pude llevarme, porque al poco, un ejército de ratas se acercó a nosotros para acabar con lo que quedaba del veterinario.

Te escribo desde el comedor del instituto, a donde he llegado sin incidentes gracias a la chaqueta maloliente y mis dotes interpretativas. La puerta de la despensa estaba abierta y dentro no quedaba nada, salvo una botella de agua abierta que me he bebido sin pensarlo dos veces. Me he dado cuenta de que no recuerdo el nombre del padre de Luisa y me he puesto a llorar. Nadie se merece un final como el suyo, pero liarme a palos con una docena de ratas enormes era muy poco razonable.

Creo que acabo de oír unos disparos, igual Lucas y Sergio están más cerca de lo que creía. Ojalá sean ellos. Voy a ver.

Deséame suerte, Mamá.

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Carta 26

Querida Mamá,

El sonido de los disparos que había oido desde el instituto me llevó a un barrio residencial de clase media a las afueras del pueblo, pero una vez allí no supe hacia dónde seguir y me culpé por haberme dejado llevar por un impulso estúpido que podía costarme bien caro. La buena noticia era que había dejado atrás a los zombis y las ratas, la mala era que no tenía ni la menor idea de cómo salir de aquel laberinto de chalets adosados.

Tenía tanta hambre y sueño que empezaba a desvariar. Caminaba por las calles desiertas arrastrando los pies y hablando sola, entraba en un par de casas donde ya no había nada que saquear, gritaba de rabia, rompía un jarrón para vengarme del mundo, volvía a salir tropezando con algún escalón, me sentaba junto a un árbol o un muro para recuperar fuerzas, me dormía y cuando despertaba casi ni sabía quién era. Luego vuelta a empezar.

En una de aquellas ocasiones desperté en un parque, donde había una fuente de la que brotaba agua fresca. Me quedé mirándola un buen rato, embobada, tratando de decidir si era real o sólo un producto de mi fantasía. Finalmente, me acerqué a ella renqueando y al notar el agua fría en mis manos, me convencí de que era de verdad. Bebí litros y litros de agua, lo que me hizo sentirme bastante mejor. Al volver mi mirada hacia el árbol de donde había venido, me sobresalté al descubrir una figura andrajosa, que igual llevaba una eternidad descansando a mi lado, sin que me hubiera percatado hasta entonces. ¡Lucas! ¡Lucas con una mochila roja colgando de su hombro!

Sin pensarlo dos veces, me abalancé sobre la mochila y la abrí para ver si contenía algo comestible. Efectivamente, había un trozo de salchichón, un par de latas de sardinas, un frasco con pepinillos e incluso media tableta de chocolate con almendras. Cuando me estaba acabando el salchichón, me di cuenta de que Lucas me miraba fijamente. Su cara me asustó tanto que no quise saber lo que tenían que anunciarme sus labios. Con manos temblorosas, le señalé la fuente, a donde se acercó para asearse un poco y calmar la sed. Volvió al árbol y nos quedamos allí dormidos. Cuando volví a abrir los ojos estaba anocheciendo y Lucas me seguía mirando en silencio.

—No tienes la culpa de que se haya muerto —le dije tragando saliva—. Nadie tiene la culpa de nada

—Te equivocas, sí que tengo la culpa —me contestó con un hilo de voz.

Me hizo retroceder al día en que nos perdimos la pista, cuando llegamos al pueblo al frente de su ejército zombi. Según me contó, la cosa se nos complicó bastante debido a la aparación de nuevos zombis que no le reconocieron como líder, consiguiendo que los nuestros se dispersaran. A mí debió de entrarme un ataque de pánico, ante lo cual Sergio inició una discusión con Lucas que acabó en el momento en que un grupo de zombis desconocidos se dispuso a atacarnos. Ignorando mi llanto desconsolado, los dos amigos se defendieron como pudieron, propinando palos y emitiendo rugidos. Tras una larga batalla, consiguieron que el enemigo se retirara y que un centenar de amigos andrajosos volviera al redil. Sin embargo, aquella pequeña victoria tuvo un precio muy alto: Sergio había recibido un mordisco en el brazo, que le había obligado a sentarse en el suelo, preso del dolor y de la rabia. Fue sólo entonces cuando se percataron de mi ausencia.

—Quédate aquí sin perder de vista a estos imbéciles —le dijo Lucas a Sergio señalando a lo que quedaba de su ejército—. Sé a dónde ir para conseguir comida y algo con que curarte esa herida. También puedo pasar por casa de Alica, si quieres.

—¿Lo prometes? —le había dicho Sergio, clavándole la mirada.

Lucas se lo prometió, aunque no sabía dónde estaba mi casa, ni se molestó en pedirle la dirección. De hecho, se limitó a acercarse al piso de unos tíos, donde encontró un botiquín vacío y un par de cosas comestibles que metió en su mochila. Cuando pasó junto a la puerta de una farmacia, se preguntó si debía entrar para buscar unas vendas o algo, pero una rata enorme le hizo cambiar de opinión. Cuando volvió junto a Sergio, le contó que me había visto pero que ya era tarde para mí, improvisó un vendaje para el brazo y le ayudó a ponerse en pie para proseguir la marcha. Sergio, que se había quedado pálido con la noticia, siguió a Lucas en silencio, como un zombi más.

La idea era escapar por la verja, haciendo que los zombis se amontonaran junto a ella para usarles de rampa hacia el exterior. Una vez montada, ya sólo era cuestión de caminar sobre ella para salir de allí echando leches. Sin embargo, la mala suerte, o la extremada eficiencia del ejército, quiso que una patrulla militar apareciera de repente, iniciando un tiroteo sin previo aviso. Los cuerpos de los zombis y de los soldados caían derribados al suelo a montones. Lucas echó a correr, sin pensar más que en sí mismo. No había puesto suficiente tierra de por medio, cuando creyó oir a su amigo pidiendo clemencia. Al volverse pudo ver cómo el jefe militar le agarraba por el pescuezo y le metía una bala en la cabeza sin inmutarse. Nunca olvidaría sus gafas oscuras, ni ese enorme bigote bajo la nariz aguileña.

—Salí corriendo de allí —me dijo Lucas con voz entrecortada—. Conseguí traerme esto.

Me puso una pistola en la mano. La miré, le miré.

—Dispárame si quieres —me dijo—. Me da igual y nadie te culparía.

En ese momento, una ráfaga de imágenes pasó por mi cabeza: mi padre atacando al veterinario, la cara de Luisa y su madre cuando vinieron preguntando por él, el silencio con el que les respondimos Sara, Miguel y yo; mi padre agonizando en su habitación, sin recibir los cuidados necesarios a causa de nuestros miedos; Sergio encerrado en un armario mientras dejaba que los zombis acabaran con la vida de su mejor amigo; yo misma matando a la versión zombi de mi hermana con mis propias manos. Hacía ya una eternidad que en el pueblo no había culpables ni inocentes, sólo éramos un pequeño grupo de personas tratando de sobrevivir a costa de lo que fuera.

Le abracé fuerte y nos pusimos a llorar por todo y por nada. Seguimos así, abrazados, hasta que caí en la cuenta de que al menos había un culpable en toda esta historia.

—Lucas, ¿cómo decías que era ese militar que se cargó a Sergio?

No sé, Mamá, empiezo a creer que nada de lo que pienso o hago tiene sentido. Sólo sé que tenemos una pistola con cuatro balas y que hay un militar por ahí suelto que está pidiendo a gritos que se las metamos en la cabeza. Eso y salir de aquí pitando son las únicas dos razones que tengo para levantarme cada mañana. No me queda más.

Un beso muy grande de tu hija que te quiere.

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Carta 27

Querida Mama,

Lucas y yo seguimos a pocos metros del parque en que nos encontramos hace apenas unos días. Nos hemos refugiado en un adosado, donde hay un buen arsenal de latas escondidas bajo el hueco de la escalera. Los dueños eran unos fanáticos de las fabadas, las sardinas al limón y los berberechos. Sabes que siempre he sido muy exquisita con la comida, pero eso ya es historia. Hace tiempo que todo me sabe a gloria.

Me siento cansada y vieja, como si cada día añadiera un año más en mi vida. Según Lucas, hagamos lo que hagamos, todo pasa por volver a la valla exterior arrastrando a un grupo de zombis, bien sea para usarlos como rampa de escapatoria, o bien para que nos sirvan de cebo para dar caza al señor del bigote, que además no tiene por qué presentarse. Pero ahora me faltan fuerzas y ganas para volver a hacerme pasar por zombi y moverme entre ellos como si nada. Simplemente no puedo.

Esta mañana, durante el desayuno, Lucas y yo tuvimos una pequeña discusión, ni siquiera recuerdo el motivo. Me dijo que se estaba hartando de mí y que cualquier día iba a darme esquinazo, que de hecho podría estar muy lejos de aquí, pero que había vuelto por mí. Por lo visto, el día en que  mataron a Sergio, había logrado pasar al otro lado, e incluso había puesto al menos dos kilómetros de por medio antes de decidir volverse. Evidentemente, no era por mí, sino porque en algún momento Sergio le habría hecho prometer que me cuidaría. Le grité que a mí no me debía nada y  que podía volver a marcharse cuando quisiera: le liberaba de sus obligaciones.  Luego nos callamos de repente, inundando la cocina de un silencio que se prolongó varios minutos.

En esas estábamos cuando oímos un ruido proveniente del patio de los vecinos de al lado. Nos miramos un segundo y sin mediar palabra, subimos a la planta superior para asomarnos a las ventanas de los dormitorios que miraban en esa dirección. Desde la habitación de Lucas no se veía nada, pero desde la mía si que pudimos distinguir una figura humana que caminaba en círculos, estúpidamente, como sólo un zombi podría hacerlo. El corazón se me encogió al ver el abrigo fucsia que llevaba puesto aquel esperpento, pues era igual al que habías traído de uno de tus viajes a Londres, ¿recuerdas?

Sin decir nada, bajé corriendo al patio de nuestra casa, seguida de cerca por Lucas, que no sabía qué me pasaba y empezaba a preocuparse. Nos acercamos a la valla que separaba los dos terrenos procurando hacer el mínimo ruido posible, pero, evidentemente el zombi al otro lado de las arizónicas se percató de nuestra presencia. Emitió varios gruñidos y se abalanzó contra los arbustos, dejando asomar sus brazos entre las ramas.

—¡Ay! —exclamé con un hilo de voz.

No sólo llevaba tu abrigo, sino que también lucía tu anillo de casada en uno de sus dedos sucios.

Hice un hueco entre las arizónicas para poder examinar el rostro del zombi. La cara desfigurada por el mordisco en la mejilla, la piel blanquecina surcada de venas azuladas y los ojos inyectados en sangre, no impidieron que te reconociera. Me derrumbé literalmente. No entendía nada.

Me habría gustado pensar que habías vuelto de la India para rescatarnos, que te habías transformado en un bicho de esos tras un acto heroico, digno de una lección del libro de historia. Pero hemos estado en la casa de al lado, ¿sabes? Te he visto en las fotos con un señor que no conozco de nada y al que debías de querer más que a papá y a nosotras. Pero, ¿por qué? ¿Qué te habíamos hecho para que nos hicieras esto? Un par de minutos han bastado para que pasaras de ser la abnegada madre y esposa, a una mujer con doble vida que se iba al supermercado para hacer la compra y volvía cinco horas después con una caja de leche, o que iba a clases de yoga tres veces por semana, pero no sabía lo que era algo tan básico como el “Saludo al Sol”. Las piezas siempre han encajado, pero no lo he visto hasta ahora. Definitivamente, eres peor que un zombi, Mamá.

Me siento como una imbécil por haberte escrito tantas cartas. No sólo no te las mereces, sino que ni siquiera serías capaz de leerlas.

Hasta pronto,

Alicia.

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Carta 28

Querida Mama,

Lucas me dijo que era una locura que entrara sola en ese patio para matarte. Para empezar, porque la rabia y el dolor me cegaban, de modo que era fácil que cometiera un error fatal que me costara la vida. Por otro lado, era un espacio reducido en el que iba a tener poco margen de maniobra para el ataque. Si fallaba el factor sorpresa, tenía todas las de perder. Durante varios días, trató de convencerme de que lo mejor era que él hiciera el trabajo por mí, pero no quise atender a razones. Había que cerrar el círculo y tenía que hacerlo yo. Finalmente, tiró la toalla y se limitó a darme un par de indicaciones sobre el uso del hacha que había decidido utilizar para liquidarte. Era tan pesado que apenas podía levantarlo, pero insistí en que ese era el arma que necesitaba… y Lucas sólo movió la cabeza con aire reprobador, añadiendo que si quería suicidarme había otras maneras.

Exactamente una semana después de que te descubriéramos, decidí pasar a la acción. Entré en la casa de al lado a primera hora de la mañana. Lucas me seguía de cerca, armado con un enorme cuchillo de cocina que habíamos encontrado en el mismo cuarto que mi hacha. Tras asegurarnos de que no había más zombis en la vivienda, nos acercamos sigilosos a la cocina, donde se hallaba la puerta de acceso al patio en el que caminabas dibujando un número infinito de círculos imaginarios.

Aunque creímos haber sido muy silenciosos, tu oído agudo y el hambre atroz que tenías jugaron en nuestra contra, así que adiós al factor sorpresa. Al poco estabas pegada a la puerta de la cocina, sin apartar la mirada de nosotros, gruñendo y pataleando como una loca rabiosa. Lucas me dijo que había que abortar la misión y tiró de mi brazo con todas sus fuerzas, pero mi determinación era tan grande que no consiguió moverme ni un centímetro. Le pedí que nos dejara a solas para que pudiera resolver aquel asunto familiar por mi cuenta.

En circunstancias normales habría estado muerta de miedo, le habría dicho a Lucas que nos olvidáramos del asunto y que nos fuéramos de allí cuanto antes. Pero tenía esas fotos tuyas con ese señor grabadas en mi mente, Mamá. Cada una de ellas. En una estabais cenando en un restaurante indio y tenías puesta una pulsera que te había hecho Sara y los pendientes azules que te había comprado Papá en el mercadillo medieval. Sonreías como si nada y parecías realmente feliz. Pero, ¿qué derecho tenías? ¿Qué mentira nos habrías contado aquella noche para justificar tu ausencia a la hora de la cena?

Recuerdo sólo retazos de todo lo que vino después del portazo que dio Lucas al dejarnos:  mi mano izquierda girando el pomo de la puerta de acceso al patio, tu aliento nauseabundo en mi cara, el aire fresco de la mañana entrando en la cocina, tu cuerpo andrajoso precipitándose con tal fuerza hacia el interior de la cocina que me hizo tambalearme y caer al suelo de culo, mis manos vacías, el hacha junto a la nevera, fuera de mi alcance, tu cuerpo lanzándose sobre el mío, mis gritos y tus gruñidos incesantes, mis manotazos y pataleos, la sensación de asco casi insoportable, tu mirada amenazante, tus dientes hincándose en mi muñeca izquierda, el dolor intenso, tu boca llevándose mi mano de un mordisco, la sangre saliendo a borbotones de mi muñeca, el mareo, el rostro decidido de Lucas que reaparece como por arte de magia, mi hacha en sus manos levantándose por encima de nuestras cabezas, tu cabeza rodando por el suelo hasta acabar junto al lavavajillas, el reguero de sangre, la cara descompuesta de Lucas, el hacha que vuelve a elevarse, mis gritos implorándole que no me corte el brazo… y luego sólo oscuridad.

El dolor agudo me hizo despertar horas después en una habitación desconocida. Al descubrir que me faltaba medio brazo, me puse histérica. Empecé a gritar, maldiciendo mil veces a Lucas. Apareció al instante con sábanas limpias para cambiarme el vendaje que había tenido que improvisar.

—Y, ¿ahora qué? —le grité—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

A pesar de que el corte fuera limpio, no íbamos a ser capaces de detener la hemorragia… y aunque lo hiciéramos, necesitaría un médico, antibióticos, algo… y aquello dolía horriblemente, no lo iba a soportar más. Igual hubiera sido mejor que me cortara la cabeza a mí también. De hecho, igual ya tenía el virus, o lo que fuese, circulando  por mi sangre… y todo ese dolor insoportable no habría servido para nada.

En un ataque de dramatismo le dije a Lucas que se marchara, que me olvidase e intentara salvarse, pero se negó en rotundo. De hecho, me comunicó que iba a salir para buscar antibióticos y que volvería con ellos costara lo que costara. Me pidió que luchase con todas mis fuerzas y le esperara aquí sin moverme. Me dejó unos trapos para renovar el vendaje, dos botellas de vodka con las que paliar el dolor y papel y lápiz para que escribiera una de mis estúpidas cartas, si es que me quedaban fuerzas.

—Para cuando hayas acabado de escribirla, ya estaré de vuelta —me dijo antes de desaparecer por la puerta.

Me ha llevado seis horas escribir esta carta y mi amigo aún no ha vuelto. Espero que no le haya pasado nada pues no me lo podría perdonar nunca. La buena noticia es que ya no me duele el brazo porque casi he acabado la primera botella de vodka. Sí, estoy muy borracha, pero ese es el menor de mis problemas ahora, ¿verdad? Tú ya no tienes ninguno.

Descansa en paz;

Alicia.

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Carta 29

Querido Lucas,

Han pasado varios días desde que te fuiste y no sé nada de ti. No te culpo si has decidido no volver. Sé que hemos tenido nuestras diferencias, pero has sido un buen amigo y te deseo toda la suerte del mundo. Estoy convencida de que si alguien puede salir de esta, ése eres tú.

No hay que ser médico para saber que lo mío no tiene remedio. Para empezar, mi herida dejó de sangrar hace unas cuarenta y ocho horas. A eso súmale el aspecto enfermizo de mi brazo: lo que al principio era un pequeño halo verde por encima de las vendas, se ha ido extendiendo lenta e inexorablemente hasta llegar al mismísimo hombro. No sólo es desagradable a la vista, sino que también huele mal. Además, ya no puedo comer ni beber sin ponerme a vomitar como una descosida, lo que no impide que tenga una sensación de hambre desconocida hasta ahora, un apetito voraz de algo que no se parece nada a la dieta mediterránea. Para colmo de males, ando algo mareada y, lo que es peor, he empezado a experimentar unos blancos muy inquietantes. Me refiero a estar sentada frente a la ventana de la cocina y un pestañeo más tarde, encontrarme en el dormitorio de arriba sin saber cómo he llegado hasta allí. No lo puedo jurar, pero creo que estos blancos son cada vez más frecuentes y largos. Todo es muy confuso. Siento como si me estuviera diluyendo.

Mi primera reacción ante todo este proceso, fue ponerme a llorar como una loca. Cuando no quedaron más lágrimas, me puse a maldecir a mis padres por haberme engendrado; a mi hermana y mis amigos por abandonarme; a ti por ser un gay tan guapo; al mundo entero por habernos dado la espalda y al mismísimo Dios por poner a los zombis en lo alto de la escala evolutiva. Más tarde, vino una etapa muy breve en la que pensé en el suicidio, pero como siempre he sido una cobarde, pronto descarté esa opción refugiándome en la pura y simple resignación. Seguiría en esa fase, si no hubiese ocurrido un pequeño milagro del que quiero que tengas constancia.

Hace unas horas, al despertar de uno de mis blancos, me encontré de pie junto a la ventana del salón, mirando hacia la calle desolada. Cuando iba a irme de allí para comprobar la hora en el reloj de la cocina, me percaté de que había alguien entre los cubos de basura derribados y el coche quemado de enfrente. Era una sombra algo encorvada que observaba en silencio y a la que no podía distinguir con claridad debido al juego de luces y sombras típico del atardecer.

Tras el susto inicial, seguido de un impulso que me empujaba a alejarme de la ventana lo antes posible, se impuso la curiosidad, la cual me invitaba a quedarme allí al menos hasta que oscureciera. Después de todo, no tenía nada mejor que hacer. Los minutos pasaban sin que nada ocurriese, mis piernas empezaban a entucemerse y las tripas rugían pidiendo carne cruda, pero yo seguía inmóvil en mi sitio, observando al observador que se negaba a dejarse ver. La oscuridad no tardó en pintarlo todo de negro y me retiré de la ventana, entre aburrida y desilusionada.

Me acosté, pero no pude pegar ojo por el hambre, el brazo palpitante y los sonidos de la noche que parecían llegarme amplificados. De repente, tras uno de esos blancos que ya te he descrito, volví a encontrarme junto a la ventana del salón como por arte de magia. Aunque hubiera jurado que seguía siendo de noche, me sorprendí viendo con tanta claridad como si se tratara de pleno día. La sombra de última hora de la tarde era ahora más grande porque se había acercado hasta la verja de mi casa, desde donde me observaba igualmente inmóvil, pero ahora ya del todo reconocible. Lucas, ¡aquel era mi padre!

No me preguntes cómo ni por qué, pero estoy segura de que ha venido hasta aquí para buscarme. Sabe que tengo miedo y quiere que me prepare para partir con él muy pronto. Te aseguro que esto no es obra del vodka, pues hace más de veinticuatro horas que no lo pruebo. Igual estoy alucinando, pero necesito esta alucinación para seguir adelante, ¿lo entiendes? Me tranquiliza enormemente saber que no voy a emprender el viaje sola, me da igual que mi acompañante sea la versión zombi de mi padre, sobre todo porque pronto sólo quedará la versión zombi de mí misma.

El estómago me dice que me queda muy poco tiempo, Lucas, pero te aseguro que ya no me importa.

Un abrazo, Alicia.

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Carta 30

Querido Lucas,

Perdona la mala letra y las manchas de grasa en esta carta que tengo que escribirte sobre un trozo de periódico.

Me habías prometido que volverías, pero no has vuelto aún y yo ya me voy. Es decir, no me voy a ningún lado, sólo me transformo en un ser más simple y feliz. Como mi padre, que está aquí sentado a mi lado, esperando a que llegue mi hora para emprender viaje juntos. La verdad es que me muero por transformarme lo antes posible porque seguir siendo Alicia me empieza a doler demasiado.

Sí, sé que es increíble, pero mi padre ha vuelto a por mí, ¿lo captas? Eso me da esperanzas, me hace pensar en que hay una auténtica vida como zombi, un más allá. De alguna manera él ha sabido que lo estoy pasando mal y que necesitaba que estuviera a mi lado en estos momentos de transición. Tendrías que verle, Lucas. A veces me resulta tan tierno que hasta me entran ganas de abrazarle, pese a su olor fétido y al miedo de que mi gesto provoque la caída de lo poco que le queda de oreja izquierda.

Lucas, por favor, te dejo aquí mis cartas, todas las que he ido guardando. Ya sé que te parecía una estupidez que las escribiera, pero a mí me han servido mucho y me gustaría que alguien pueda leerlas algún día. Es una manera de dejar constancia de mi paso por este mundo. No te pido que las leas tú, sé que no te interesan. Así que échalas al buzón de Correos, si puedes. Sí, échalas para darme un pequeño homenaje de despedida. Te pido sólo eso, ¿es mucho pedir?

En estas últimas horas he pensado mucho en mi madre. Quiero decirle, allá donde esté, que la perdono porque ella no tenía la culpa de ser ella misma. Al igual que todos, no vino a este mundo con manual de instrucciones y las cosas simplemente le salieron fatal.

Lucas, casi me alegra que no hayas podido volver a verme. No había nada que hacer de todos modos. Así que no se te ocurra culparte de nada, por favor. Me basta con que te ocupes de las cartas y consigas huir de aquí. Hazlo por todos nosotros.

Por último, si tienes la mala suerte de cruzarte con mi padre y conmigo, no dudes en matarnos si hace falta, ¿vale? No quiero que seamos un obstáculo para ti. Necesito que lo sepas, sólo eso.

Te deseo toda la suerte del mundo.

Un beso, Alicia.

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