Carta 05

Querida Teresa:

Como puedes ver, sigo vivo. Tras una larga noche de pesadillas, desperté. En verdad no sé si fue una noche o varios días, pero por fin descansé y me levanté más positivo. Cuando la luz del sol entra por las vidrieras, las cosas se ven de otro color.

Por alguna razón el calentador no funcionaba, pero una ducha fría me sentó bien. Todavía tenía leche para desayunar, y unas pastas chuchurrías. Lavé la sotana, que estaba hecha un cristo. Me puse a barrer y fregar. La sacristía, ahora lucía como en los buenos tiempos. Cuando entré en la capilla, vi las manchas de sangre por todas partes y el destrozo ocasionado por la lucha. Me estremecí, no había sido un mal sueño.

Seguí limpiando. Salí al patio y comprobé que la tumba de Rocío seguía ahí. Las otras tumbas permanecían abiertas, daba la impresión de que los muertos habían salido de ellas. El miedo se apoderó de mi cuerpo y busqué vino en los escondites habituales, pero solo encontré botellas vacías.

Tenía que salir de allí, tenía que entregarme a la policía, tenía que confesar mi crimen. Pero ante todo, tenía que enviarte las cartas.

Salí corriendo de la iglesia. Esta vez el panorama era distinto, el sol brillaba en lo alto del cielo, las ventanas seguían cerradas, pero se veía a la gente pasar por la calle, cargados con bolsas. Parecía un día normal, pero estaban asustados y corrían hacia sus casas. Ni siquiera saludaban. Me crucé con Martín, el del bar. Llevaba un extraño paquete y no quiso parar.

—¡Hola, padre, me alegro de verle vivo! —dijo mientras se alejaba.

No me dio tiempo de preguntarle si tenía alguna botella de sobra.

Todo aquello era muy extraño.

La oficina de correos continuaba cerrada, así que dejé las cartas en el buzón. Me acordé del militar de las gafas de sol y me fui, por si acaso. Era el momento de entregarme a la policía.

Iba por las calles convenciéndome a mí mismo de que era lo que tenía que hacer. El bar de Sebas parecía estar abierto, aunque no se veía a nadie. Pensé en entrar, pero allí no me fiaban, además tenía que cumplir con mi cometido.

Cuando llegué a la comisaría estuve más de dos horas decidiéndome a pasar, y cuando le eché valor vi a un guardia civil salir corriendo.

Era Leocadio, al que llamaban «Pichabrava», nunca lo había visto gritar de esa manera. Me quedé perplejo, no sabía qué hacer. Se acercaba la noche y la gente desaparecía de las calles.

Al rato salió otro guardia civil de la comisaría, era el bueno de Matute, tenía un mordisco enorme en el brazo.

Asustado, me fui como alma que lleva el diablo, de vuelta a la iglesia. Una vez más, me la había dejado abierta. Entré corriendo y cerré las puertas a cal y canto.

Había entrado alguien, la pila bautismal estaba tirada en el suelo y los bancos descolocados. Registré la iglesia de cabo a rabo, comprobé que la tumba de Rocío seguía allí y que nadie había profanado las otras.

Me estoy volviendo loco. Me han robado la comida, solo me queda un cuscurro de pan duro y el taper de las lentejas.

No quiero asustarte, prefiero no pensar. Creo que me voy a acostar, y si mañana me levanto, ya veré.

Por favor, Teresa, no me olvides, necesito saber si has perdonado lo que te hice.

 

Tu hermano que te quiere.

 

P.D: Padre, si voy a morir, no me des la extrema unción, dame un trago de vino.

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Carta 05

Querida mamá,

En mi última carta lo había dejado en que, tras la muerte de papá, habíamos decidido salir a la calle, ¿recuerdas? Hacía días que no lo hacíamos y te juro que el pueblo parecía otro. Tenía la sensación de estar paseando por el escenario de una película postapocalíptica, pues la poca gente que nos cruzamos por la calle iba cargada de bolsas, caminando deprisa, sin levantar la vista; el tráfico habitual era historia; muchas tiendas estaban cerradas y los parques estaban desiertos; las casas, que tenían las persianas bajadas, permanecían inquietantemente silenciosas. Además, cuando llegábamos al supermercado estuvimos a punto de tropezarnos con una docena de vagabundos que caminaban muy despacio, como en una procesión. Por suerte, Miguel, siempre alerta, se dio cuenta a tiempo y pudimos esquivarles sin que nos vieran.

—He oído historias raras sobre esos zombis —nos comentó Miguel—. Dicen que pueden ser muy agresivos, así que mejor no arriesgarnos.

Sé que esto te sonará a locura de las mías, mamá, pero hubiera jurado que había visto a papá caminando entre ellos. Sin embargo, me callé porque sabía que aquellos dos no me creerían y además, dados los recientes acontecimientos, yo misma dudaba de la fiabilidad de mis impresiones.

El supermercado estaba abierto, pero tenía un aspecto muy desangelado, con las estanterías medio vacias. No pudimos conseguir ni la mitad de las cosas de mi lista, pero como andábamos tan mal de provisiones, pillamos lo que encontramos: algo de pasta, arroz, un par de cartones de leche desnatada, dos docenas de huevos caducados (Sara insiste en que no pasa nada si nos los comemos, aunque no sé si creerla), chocolate, salchichas y unas conservas… todo lo cual no llegaba a llenar nuestras mochilas. El viejo de la tienda, tan antipático como de costumbre, no dijo ni pío cuando fuimos a pagarle, pero creo que no le hizo gracia que le diéramos tanta chatarra.

La siguiente parada fue en la iglesia, cuyas puertas estaban abiertas de par en par, pero del cura ni rastro y eso que le buscamos por todas partes. Adentro hacía frío y estaba muy oscuro, pues la nave apenas estaba iluminada por la luz que entraba a través de las vidrieras y alguna que otra vela encendida junto a las estatuillas de Santos y Vírgenes. Miguel y yo miramos en la Sacristía, mientras Sara echaba un vistazo en el mismísimo despacho del religioso, de donde salió con algo de embutido y una amplia sonrisa en su cara.

—Había una cesta con comida sobre la mesa y no pude resistirme —nos dijo—. No creo que le importe, ¿verdad?

Y fue justo entonces cuando oímos un ruido extraño proveniente del fondo de la iglesia (ninguno de los tres nos habíamos atrevido a explorar esa región recóndita) y salimos por patas. Así fue como Miguel, que es un poco bestia, tropezó con la pila bautismal, que cayó derribada al suelo haciendo un ruido estrepitoso que debió de oirse por lo menos a medio kilómetro a la redonda. Nosotros corrimos como locos, sin mirar atrás, hasta que creímos estar a salvo, ya cerca de la oficina de Correos, a donde llegamos sin aliento. Y como si lo de la pila bautismal no hubiera sido suficiente, Miguel nos montó otra escenita cuando al echar mi carta, constató que alguien debía de estar recogiendo la correspondencia (al asomarse por la estrecha abertura del buzón, había creído distinguir apenas media docena de cartas). Fue entonces cuando intentó forzar la puerta de la oficina, cerrada a cal y canto, tras lo cual empezó a aporrearla al tiempo que exigía al cartero a gritos que saliera a la calle para dar la cara como un hombre. Pero allí no parecía que hubiera nadie, o si lo había, pasaba totalmente de nosotros.

—Seguro que ahí adentro hay un degenerado que se divierte leyendo tus cartas… —me dijo cuando se dio por vencido—. ¡Tú verás lo que haces!

Cuando llegamos a casa eran casi las tres y estábamos agotados. Me fui directa a la cocina a guardar la compra en la nevera y apenas había empezado a hacerlo cuando se oyó un grito procedente de la habitación de papá.

—¡Se lo han llevado! —se oyó decir a Sara—. ¡No está, papá no está!

Al abrir la puerta de su habitación se había encontrado con la ventana abierta de par en par, pero ni rastro del cadáver. No entendíamos nada. O había alguien que se dedicaba a robar cadáveres, o papá se había ido por su propio pie y era uno de esos vagabundos que nos habíamos cruzado en la calle, pero de nuevo no dije nada por miedo a asustar a Sara, que estaba sentada en el suelo, llorando, mientras Miguel se asomaba por la ventana, mirando calle arriba y calle abajo, por si veía algo.

Me alegro de que estés en la India, mamá. No vuelvas.Como dice Miguel, aquí pasan cosas muy raras y no nos cuentan nada al respecto. Esto no puede ser una simple gripe. Sara y yo nos hemos prometido dejar de tener discusiones estúpidas e intentar cuidar la una de la otra, así que no te preocupes por nosotras. Averiguaremos lo que ha pasado con papá, te lo prometo. Esta noche Miguel nos llevará a una de esas reuniones semanales que celebra con sus amigos en la discoteca de su tío. Espero que Loli se venga también, ahora cuando vayamos a Correos a echar esta carta, pasaremos por su casa para decírselo. Y quizás también avisemos a Luisa porque, aunque sea un poco tonta, su padre ha desaparecido.

Espero que la próxima vez que te escriba tenga mejores noticias que darte y que el señor de Correos sea legal y te haga llegar esta carta.

Besos,

Alicia.

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Carta 05

Querida Cristina;

Lo he conseguido. Por fin me he vengado de esa canalla. Ahora ya puedo irme de esta cárcel. Creo que el servicio de autobuses ha sido cancelado, pero no importa. Aunque sea andando yo saldré de este pozo de depravados. Ya me veo con mis sobrinitos, ¡qué alegría!

Tampoco es que quede mucho aquí, mis compañeros se han alzado contra esos sinvergüenzas y les han sacado las castañas del fuego. Yo no era la única que sufría maltrato. Me han contado que, en la hora de la comida, los pocos que estaban reunidos en el comedor cogieron el hilo dental y lo ataron entre las sillas, colocándolo a modo de trampa. Me hubiera gustado estar ahí para ver cómo caían uno a uno al suelo. Luego cogieron sus bastones, o lo que tuvieran en mano, y empezaron a golpearles hasta dejarles inconscientes. Incluso el sr. Roberto, que corría el rumor que estaba muy enfermo, también se unió, y cuando le desataron de la silla se abalanzó contra uno de los médicos que yacía en el suelo. Pobrecito, debió sufrir tanto que no me sorprende que intentara matarlo.

Ahora el geriátrico es nuestro.

En el pueblo tampoco ha habido mucha actividad. Se supone que por esta época hacen una fiesta de inicio de curso donde organizan bailes, pero no tenemos constancia de que este año se haya celebrado. En fin, las cosas están cambiando mucho. Ya deseo poder volver a comer un chuletón bien grande, aunque se me caigan los pocos dientes que me quedan.

¡Oh! Pero me olvido de contarle cómo me he vengado de la fresca esa. Se sentirá orgullosa de mí, hermana.

Como el resto de ancianos se rebelaron y yo no pude estar con ellos, quise contribuir de alguna manera. Para colmo, últimamente la zorra esa ni siquiera salía de mi cuarto, así que imagínese lo que he tenido que aguantar.

Aprovechando que se fue al baño me liberé. Me ató tantas veces que ya conozco su técnica; un nudo en ocho. El desgaste de las sábanas me ayudó mucho. Cogí mi bastón y le aticé con tal fuerza que le abrí una pequeña brecha en la cabeza. Se lo tenía bien merecido. Luego até cada extremo de su cuerpo a una pata de la cama, con un nudo de aferrar, y le eché toda la papilla del día encima después de obligarle a tragarse cuatro pastillas de golpe. Ojalá las hormigas vengan y se la coman viva.

Por cierto, a partir de ahora las cartas las enviará un joven enfermero (uno de los pocos trabajadores gentiles que hay), así que espero que no lleguen con retraso ni abiertas, que según parece hay mucho golfo suelto. Como le agarre va a saber quién soy yo.

Me siento feliz. Por fin soy libre.

Aurora.

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Carta 06

Hola prima:

 

Al fin conseguí sacar un pie de mi acogedora casa. El miedo que me paralizaba es infinitamente menor al pánico que siento aquí fuera. Hasta el sonido del bolígrafo sobre el papel pone alerta cada músculo de mi cuerpo.

No pude llegar al laboratorio; el camino se llenó de extraños sucesos y un pequeño improvisto me retuvo más de la cuenta.

Circulaba con el coche por el camino secundario. Lo primero que llamó mi atención fueron las casas de mis vecinos, tenían las puertas abiertas de par en par. La furgoneta del panadero seguía en el mismo lugar y en el interior el pan rancio tenía un color rojizo, como si hubiera absorbido pintura roja.

En la carretera había unos asquerosos obstáculos que dañaban la vista y el olfato; perros, gatos y demás animales domésticos descansaban en las carreteras; sus restos estaban esparcidos por doquier como piezas de un puzzle inacabado.

No tardé en ver a uno de ellos. Le faltaba un brazo y la sangre mojaba su ropa. No pude evitar subir la vista hacia su cara. Di un volantazo al ahogar un grito con la mano. El globo ocular le colgaba de la mejilla mantenido por el nervio óptico, el otro era un entresijo de carne; le faltaba un trozo de mandíbula, por el cual goteaba una baba negruzca que bañaba su cuello.

Con sólo recordarlo se me revuelve el estómago, ¿cómo una persona así sigue en pie? Y lo peor de todo ¿yo me convertiré en eso? Aceleré, quería alejarme de ese ser lo antes posible. Entré por las callejuelas intentando esquivar las carreteras principales.

Estaba a mitad de camino cuando salió un hombre corriendo de una casa;  estaba asustado. Tenia manchas de sangre en su camisa a cuadros y movía los brazos para llamar mi atención. Frené en seco para evitar atropellarlo. Se dirigió a la puerta del copiloto, entró y se tiró en el asiento exhalando un suspiro.

Gritó que arrancase, pero ya estaba acelerando antes de que terminase la palabra. Uno de esos zombis salía por la misma puerta; debía estar persiguiéndolo. Sentí como la adrenalina me recorría el cuerpo y palpitaba en mi cabeza. Mi mente me gritaba que parase, y el hombre que estaba a mi lado me agarraba la rodilla para evitar que frenara. Podía ver a ese ser con claridad, su boca ennegrecida, sus manos extendidas como garras dispuestas a alcanzarnos, sus ojos muertos buscando carne fresca que devorar. Tomé la decisión en un segundo.

El parabrisas se llenó de sangre coagulada impidiéndome ver por donde circulaba. El hombre que estaba a mi lado sujetó el volante con fuerza para recuperar el control del vehículo, pero fue imposible. Lo siguiente que recuerdo es un sonido seco y una bruma que se convirtió en noche.

Me desperté en el interior de una tienda de ultramarinos. El hombre que me acompañaba se ocupó de sacarme del coche después de haber chocado contra un poste de la luz. Estamos escondidos aquí dentro, esperando a que la noche pase para poder salir a la luz del día.

Tengo miedo prima, no quiero ser como esos seres sin alma, sin vida. Sólo deseo salir de este maldito pueblo y que todo sea como antes.

 

Un saludo querida prima:

 

Iria

 

P.D.: No sé cuando podré enviarte esta carta, espero poder hacerlo cuando me encuentre a salvo en el laboratorio.

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Carta 06

Querida Teresa:

Ya no sé qué decirte, ni si me creerás. Las cosas han ido a peor.

Desperté por la mañana, intentando no enloquecer. Habían ocurrido muchas cosas.

Me di una ducha fría y desayuné el cuscurro de pan duro que me quedaba.

Me dejé llevar por la rutina y ordené la iglesia, como si no hubiera pasado nada, asegurándome de que no había nadie escondido. En el patio, visité la tumba de Rocío y comprobé que las demás estaban intactas. Nadie había salido de ellas, pero el cuerpo descuartizado de la joven permanecía allí, recordándome lo sucedido.

Al mediodía me comí las lentejas del taper. No me molesté en calentarlas y me sentaron mal. No sé cuantos días me tiré con diarrea, vomitando por todas partes.

Me encontraba medio muerto, tirado en la capilla, cuando entró alguien. Era el señor Beltrán, parecía nervioso y me llamaba a gritos. Me desmayé.

—Padre ¿está bien? —el hombre me despertó a tortazos.

—¿Dónde estoy? —pregunté.

Todo aquello era muy raro, las ventanas estaban cerradas con tablas.

—Le he traído a mi casa —contestó—, necesito su ayuda.

El salón estaba oscuro, había adornos católicos y velas por todas partes.

—No tenemos luz —se disculpó—, pero, por favor tome algo.

Me trajo una bandeja con comida. Después, me invitó a echarme la siesta en el sofá.

En sueños, recordé aquel escándalo que me dejó sin feligreses: cuando Beltrán, hombre de aferradas convicciones católicas exigía a gritos mi excomunión.

 

—Padre, Padre… —ya había cogido la costumbre de despertarme a tortazos.

—Pero ¿qué pasa? —la sopa fría y el filete medio hecho me habían sentado de maravilla y me encontraba con fuerzas para discutir.

—Padre, necesito su ayuda —rogaba con tristeza.

—¡Después de la que me liaste y ahora acudes a mí! —no pude contener la furia.

—Entiéndalo, padre, lo que le hizo a ese niño no tiene perdón de Dios —le eché una mirada de las que matan—, pero ya sabe que Él lo perdona todo, y yo estoy dispuesto a perdonar.

La pequeña Candela asomaba la cabeza por la puerta.

—Está bien. ¿Qué es lo que pasa? —intenté calmar los nervios.

—Es mi mujer, está poseída.

Resoplé con fastidio. Quise explicarle la situación, yo ya había pasado por eso. No sabía qué decirle.

—Por favor, padre, es mi única esperanza —suplicó.

No pude negarme.

Al entrar en la habitación, el hedor era horroroso. La pobre Juliana estaba atada en la cama, con la piel putrefacta. Jadeaba y gruñía, quería desatarse y saltar sobre nosotros. De su boca salían unas babas verdosas. Me acordé de la joven que yace en el patio de la iglesia.

—Lleva días así —quiso explicarme—, de repente, se volvió como loca y nos atacó, casi le arranca el brazo a la niña de un mordisco. ¡Tiene que salvarla! —me imploró.

Intenté serenarme, el hombre me había preparado todo tipo de objetos para realizar el exorcismo. Había crucifijos y rosarios, un frasco de agua bendita y una Biblia con letras doradas. Tenía incluso una cruz de mármol, de cuando estuvo en el Vaticano, bendecida por el Papa Juan Pablo.

—¿Tienes vino? —pregunté.

—Sí, pero no es sacramental —contestó extrañado.

—No importa, yo me encargo de eso —dije sin inmutarme.

Trajo un Rioja de reserva y me sirvió un vaso.

—¿Con esto bastará? —preguntó.

—Deja la botella —contesté—, podría hacernos falta.

Le mandé dejarnos solos y me senté junto a la cama. Aquella maldita no dejaba de gruñir, en cualquier momento podría romper las cuerdas y matarme. Pero yo estaba tranquilo, me bebí el vaso de vino y permanecí un buen rato saboreando aquel bendito licor.

—La sangre de Cristo —me repetía a mí mismo.

La mujer pareció calmarse por un momento, al verme tan quieto y tranquilo. Terminé mis rezos. Me levanté y le reventé la cabeza con la cruz de mármol, sin mediar palabra. La cama se puso perdida de aquella sustancia verde que emanaba de su cabeza.

Cogí la botella de vino y salí de la habitación.

—Lo siento, Beltrán, ahora su alma está con Dios —sentencié.

El pobre hombre no supo que decir. La niña, con sus tristes ojos amarillos, me dijo adiós con el brazo vendado.

 

Sé que lo que he hecho es terrible y ya no tengo perdón de Dios, pero no me importa. Me conformo con que tú estés bien y no te veas metida en todo este asunto.

 

Tu hermano que te quiere.

 

P.D: Gracias, Padre, por esta botella.

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Carta 06

A quien quiera leerlo:

Empezaba a estar bastante harto de sentir que no tenía el control de la situación. Yo, que nunca había sentido miedo ante nada, atormentado como un niño pequeño por historias de fantasmas. Si no encuentro el cadáver de Alex, será porque algún capullo me vio enterrarlo y me quiere joder de alguna manera.

Ya era hora de salir a la calle y buscar pistas. Quizás alguno de mis colegas supiera algo.

Salí de la ducha, ese baño me había sentado de maravilla y ahora podía pensar con más claridad. Miré mi cuerpo desnudo en el espejo del lavabo, nunca me cansaba de ver el tatuaje tribal que recorría todo mi brazo hasta llegar al cuello. Desde que se lo vi a George Clooney en «Abierto hasta el amanecer», siempre quise tener uno igual, solo que el mío es más grande y con más lenguas negras de fuego. Después de poner un par de posturitas frente al espejo, me eché mi buena dosis de gomina para el pelo. Me vestí con lo primero que encontré.

Fui al salón a por las llaves del coche. Abel estaba jugando a la consola. Le di un beso en la mejilla.

—Uala, hermanito, ¿has visto? ¡Me he pasado una fase superchunga!

—¡Hala, eres un fiera! —sonreí—. Pero recuerda también cerrar todas las puertas y ventanas y nunca abras a nadie. Es una misión muy importante que hagas caso de esto, ¿vale?

—Si, si.

Le revolví el pelo y salí disparado hacia el pueblo. Tengo que descubrir que cojones está pasando aquí y de paso comprar algo de comida.

Apenas me crucé con un par de coches en todo el camino. No presté mucha atención, pues mi cabeza andaba dándole vueltas a otro tema.

Pero la cosa cambió cuando llegué al pueblo, esto ya no era normal.

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