Carta 09

Querida Teresa:

Cada día dudo más de la naturaleza del hombre, del bien, del mal y todas esas sandeces que nos cuentan en el seminario. Es muy fácil cantar que Dios es amor cuando brilla el sol, pero qué puedes decir cuando los muertos se comen a los vivos y los vivos son capaces de cualquier cosa para conseguir un cuscurro de pan.

Ayer salimos a echar las cartas a correos y a buscar comida. Miguelín iba preparado como un boy scout, con mochila, linterna y cantimplora. También llevaba una vara oxidada, por si acaso.

Aquello parecía el infierno, las calles desiertas, coches quemados, charcos de sangre, los escaparates rotos. Había un hedor a muerte alrededor. Solo faltaban los demonios para completar aquella terrorífica estampa.

Yo quería ir al supermercado, pero el tontito dijo que no, que era peligroso. Me llevó a saquear las casas vacías, el jodío se las conocía todas. Sabía donde había leche, donde había carne y donde había conservas. Fuimos a casa de Floro a por vino, pero él estaba allí, con su escopeta de caza. Nos echó a perdigonazos. ¡Maldito loco!

El niño me llevó a una casa donde decía que había vino, me dijo que buscara en el mueble del salón, él se metió en las habitaciones. Estaba todo hecho un cisco, tenía que haber pasado algo terrible. En el mueble había chinchón, pacharán y anís. En el fondo encontré una botella de reserva de Viña Robledo, y al lado una foto. Era la familia de Miguel, era su casa.

De repente, escuché un gemido horroroso, pasé corriendo con la botella de anís a modo de arma. Había una niña encadenada a la pata de la cama, estaba infectada, estaba rabiosa. Era su hermana. Él la acariciaba el poco pelo que le quedaba, a pesar de que le intentaba morder. Le ponía una manta encima y le decía cosas cariñosas, sonriendo, intentando no llorar. Me quedé paralizado ante la escena. La niña me miraba con sus ojos enrabietados, gruñendo y babeando una sustancia verdosa. Su hermano le dejó un surtido de galletas y me cogió de la mano.

—Vámonos, padre —me dijo.

Ya era de noche y en la calle había un grupo de zombis merodeando. Fuimos por callejuelas para que no nos vieran. Aseguramos las puertas de la iglesia y controlamos que no se había colado nadie.

Cenamos las sardinas que cogimos en casa de los Ruperez, él no dijo nada, yo tampoco. Rezó sus oraciones y se acostó, cuando se durmió le di un beso en su enorme cabezota.

No sé si el Señor me lo ha enviado para que cuide de él o ha venido a mi porque no le queda nadie. ¿Que voy a hacer con él cuando ni siquiera sé que hacer conmigo mismo?

Espero que hallas encontrado a alguien que nos pueda ayudar, espero que su tío el policía pueda venir. Ya no es solo mi vida la que corre peligro, es la de todo el pueblo, es la de este pequeño subnormal.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, voy a guardar la botella de vino, pero no será por mucho tiempo. Por favor, sálvanos.

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Carta 09

Hace cosa de una semana mis compañeros y yo nos reunimos en la cocina de mi casa para celebrar una asamblea en la que básicamente se trataba de decidir qué hacer con nuestras vidas. Sí, era genial no tener que vivir bajo el yugo de las dictaduras paternas, pero vivir en democracia también podía ser duro, sobre todo porque había que pararse a pensar de vez en cuando. No tardamos en percatarnos de que bajo aquel techo había dos posturas enfrentadas: Luisa y yo votábamos por quedarnos en casa y resistir aquella invasión zombi como buenamente pudiéramos, limitándonos a hacer pequeñas incursiones para conseguir provisiones, mientras esperábamos a que nos rescataran; sin embargo, Miguel, Sergio y Sara, que habían formado piña, insistían en que había que largarse del centro del pueblo cuanto antes y procurar cargarnos al mayor número posible de zombis, al tiempo que tratábamos de encontrar una forma de saltar la valla electrificada.

—Pensadlo bien —nos dijo Miguel—. ¿Realmente queréis que nos quedemos aquí encerrados? ¿Haciendo el qué? ¿Mirándonos los caretos? ¿Viendo la tele?

—¿Es que créeis que alguien va a molestarse en salvarnos? —añadió Sara—. Está claro que si han puesto la puta valla alrededor del pueblo es porque quieren dejar que nos pudramos aquí adentro… ¿Es que vamos a quedarnos cruzados de brazos?

—Además —dijo Sergio—, tarde o temprano no podremos conseguir más comida… y, ¿entonces qué? ¿Nos comeremos los unos a los otros?

Traté de resistirme a sus argumentos, pero reconozco que lo de la tele fue decisivo, pues últimamente la programación era pésima.

—De todos modos —les dije antes de dar mi brazo a torcer—, quiero que conste que esto no es una democracia, sino una dictadura encubierta: ¡aquí siempre acabamos haciendo lo que dice Miguel!

En cuanto a Luisa, se limitó a ponerse a llorar, pero no sé si era porque tenía miedo a salir de casa o por su brazo, que pintaba fatal. Sara y yo le habíamos pedido que nos lo enseñara aquella misma mañana y ella lo hizo, tras hacernos jurar que no se lo contaríamos a los chicos.

—Me estoy convirtiendo en uno de esos zombis, ¿verdad? —nos dijo mientras mi hermana y yo tratábamos de mantener la compostura ante aquel amasijo maloliente de pus, gangrena, o lo que diablos fuera aquello—. ¡Tengo miedo!

Quizás sea un error ocultarle esto a Miguel y Sergio, pero Luisa es mi amiga y me da igual si es humana, medio zombi, o zombi del todo: siempre estará en mi equipo. Igual que papá, o Loli y su familia, que también deben de haber enfermado, o mis compañeros de clase y los profes (menos la de Latín, a la que nunca he tragado). Me da lo mismo lo que me diga Miguel: no sólo no me los cargaré nunca, sino que tendrán que pasar sobre mi cadáver para hacerlo. Sara no dice nada, pero sé que piensa igual. Además, ¿qué pasa si un día encuentran una cura, eh? ¡No nos lo perdonaríamos nunca!

Ahora estamos organizándonos un poco, ¿sabes? No puedes salir a lo tonto y a lo loco y ponerte a matar zombis así como así… porque entonces lo más probable es que el que acabe muerto seas tú. Para empezar, todos los días jugamos una media de dos horas a los videojuegos de zombis de Sara; también salimos a la calle en parejas para aprovisionarnos de comida, buscar armas y observar al enemigo; finalmente, Luisa, que es la única que no sale de casa, se ha puesto a cosernos trajes a todos porque si vamos a ser superhéroes, tendremos que ir vestidos para la ocasión. Según Miguel, aún nos queda la prueba de fuego:

—¡Tenemos que matar a nuestro primer zombi!

Porque está claro que una cosa es matarlo sobre el papel… y otra bien distinta es encontrarte frente a uno y clavarle una estaca en el corazón.

—¡Que no son vampiros! —me dice Sergio con aire burlón.

Es igual, sean lo que sean, ¡allá vamos! ¡Temblad, malditos!

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Carta 09

A quien quiera leerlo:

Los árboles me franqueaban el paso. El viento rugía a mi alrededor y la oscuridad de la noche era penetrada a toda velocidad por las luces de mi vehículo.

No es justo.

Abel.

De repente, me vi dando vueltas de campana con el coche. No sabía con qué coño había chocado, pasó tan rápido que no me dio tiempo a esquivarlo. Me estampé contra un árbol. Por suerte, no me desmayé, pero sentía mi cuerpo entumecido. Unas gotas de sangre cayeron en el techo del coche. Había volcado y para colmo, el cinturón de seguridad me aprisionaba. Intenté desengancharlo, pero el resorte se encontraba sepultado entre los dos asientos y no podía alcanzarlo.

Me cuesta respirar.

Un jadeo babeante me puso en alerta. Cogí a toda prisa mi navaja del bolsillo y empecé a cortar el cinturón de seguridad. Cuando ya casi había terminado, un golpe en el cristal me pilló desprevenido, provocando que se me cayera el cuchillo. Al mirar, vi unos dientes podridos aplastados contra la ventanilla. La boca chorreante de un zombi se afanaba en llegar hasta mí.

Me puse a buscar como loco la navaja. Me ponía muy nervioso su ojo vacío, observándome con ansia mientras golpeaba su torpe mano contra el cristal.

Maldita sea. No puedo morir como un perro, atado y sin poder defenderme. Así no.

Miré desafiante al putrefacto monstruo. El me devolvió la mirada y me pareció ver cómo sonreía mientras alzaba su mano para dar un último golpe.

El quejido de un animal moribundo le dejó con la mano suspendida en el aire. Giró su único ojo hacia atrás, balanceando torpemente su cabeza. Empezó a arrastrar sus piernas hasta el origen del sonido. Aproveché ese momento de distracción para retomar la búsqueda de mi navaja. La localicé enseguida. Nada más liberarme del maldito cinturón, salí del coche y cogí el bate de beisbol de la mochila.

Me acerqué al zombi, que se estaba dando un buen festín con un ciervo. El indefenso animal se había estrellado contra mi coche, y ahora yacía en el suelo a merced de aquel ser que le estaba devorando las tripas.

Le di una patada en el culo al zombi y antes de que pudiera revolverse contra mí, su cabeza salió despedida de su cuerpo. Limpié contra el suelo los restos de dientes incrustados en el bate.

Volví para acabar con el sufrimiento de la agonizante bestia. Levanté por encima de mi cabeza el bate, pero su mirada suplicante me hizo dudar. Estaba bajando lentamente los brazos cuando el ciervo empezó a convulsionarse y echar espuma por la boca. Le golpeé con todas mis fuerzas una y otra vez.

Luego, arrastré los cadáveres al borde de la carretera.

Aún me quedaban fuerzas para golpear con rabia el coche, destrozado contra el árbol. Me apoyé jadeante contra la puerta del conductor.

Maldita sea…

Abel.

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Carta 09

Querida Cristina;

Ha hablado. Por fin esa bruja lo ha confesado todo. Ha sido espantoso, cada palabra que salía de su boca era una tortura para mis oídos; como si quisiese devolverme todo el dolor que le he estado causando estos últimos meses. Al final he tenido que purificar su alma endiablada. Le metí agua bendita hirviendo directamente por el gaznate. Espero que ese diablo que le posee salga bien escaldado. Ahora dejaré que se pudra en esa cama para siempre. Debo preocuparme por cosas más importantes que esa desgraciada.

¿Se acuerda del ejército? Pues no vinieron por casualidad. Han vallado todo el pueblo, nos han dejado encerrados, y ni siquiera llegan alimentos de fuera (y tampoco tabaco, qué desgracia). Parece ser que esas pastillas que nos hacían tomar a diario las suministraban ellos, aunque sigo sin poder descubrir cuál es su composición.

Ahora todo encaja. El extraño comportamiento de los enfermeros, la desaparición de ancianos, las pastillas y, por último, la habitación del mal. Detrás de esa puerta se esconden todas las personas que han ido enfermando en el geriátrico; médicos, pacientes y hasta algún familiar que venía de visita. Todos han sido encerrados, poseídos y olvidados a su suerte. Es todo muy extraño, pero lo único que sé es que son agresivos y muy hambrientos. Y si te muerden, estás perdido.

Pobre Carla, pronto se endiablará como el resto y yo no puedo hacer nada por ella. Me veo incapaz de pensar en terminar con la vida de mi querida enfermera; se me había ocurrido encerrarla junto a los demás, pero existe un problema, el más importante de todo: la llave de la entrada principal está ahí dentro. La tiene sujeta al cuello uno de los enfermeros jefes; fue mordido y no tuvieron tiempo de quitársela.

Hermana, no sé qué hacer. Todo esto sólo lo saben la sra. María, usted y, por supuesto, yo. Y ahora me viene a la mente el sr. Roberto, que pronto también se convertirá. Qué hijo de puta el sr. Julián, seguro que sabía algo y ha estado ocultando la enfermedad de su hermano todo éste tiempo. No importa lo que me cueste y contra quién tenga que enfrentarme, no pienso pudrirme en éste sitio.

P.D.: Le deseo una feliz Navidad, aunque tampoco se cuándo llegará esta carta ni si Dios me dejará escribir una próxima, por lo que le felicito las fiestas por adelantado. Mándele recuerdos a toda la familia de mi parte. Le quiero, hermana.

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Carta 10

Hola Prima

 

Estoy segura de que oí algo extraño cuando bajaba por el ascensor. Era un quejido, un suspiro suplicante que resonaba entre las paredes.

Cuando llegué a la planta baja del laboratorio le pregunté a Ana por ese extraño sonido. Me fulminó con la mirada mientras que sus labios decían no saber de que hablaba. Miente.

Se lo pregunté a Vicente; es un musculitos muy noble incapaz de mentir por mucho que lo desee. Observó a su alrededor buscando alguna vía de escape. Sus manos sudaban nerviosamente y su vista se perdía donde comenzaban las paredes. Quería darme una negativa, pero su lengua se trababa con silabas indescifrables; finalmente optó por encogerse de hombros.

Carmen llegó justo en el momento oportuno, cuando mi interrogatorio acababa de empezar. Traía una de las muestras que compusimos duplicando químicamente el brebaje.  Había llegado la hora decisiva: descubrir si funcionaba o si todos nuestros esfuerzos habían sido en vano.

Delante de la pantalla vimos como el I1 (nombre del brebaje sintético) se mezclaba con mi muestra de sangre. Las células parecían mantenerse estables. Encendimos el cronómetro y cruzamos los dedos. Si pudiéramos crear el efecto de las plantas sintéticamente estaríamos más cerca de hallar una cura.

Las horas pasaban y las células seguían sin mutar. Nos llevamos la comida a una mesa auxiliar y pasamos una agradable velada imaginándonos como los salvadores del pueblo,  ganando premios y siendo reconocidos por gente de  nuestro gremio.

Esos sueños se rompieron con el estridente sonido que advertía que algo no iba bien. Delante de la pantalla vimos como en segundos mis células mutaban ferozmente, se alimentaban de los nutrientes sanguíneos y cuando estos se terminaron, las células entraban en una fase de autofagia hasta que morían; la sangre se descomponía, los glóbulos rojos se volvían de un tono marrón. Que poco nos duró la alegría.

Cabizbajos, volvimos  a rehacer nuestras labores. Los botes tintineaban con cada movimiento, el teclado de los ordenadores y el molesto sonido de los equipos trabajando eran la sinfonía inacabada de nuestro fracaso. El ambiente en general era muy desalentador.

Pensé que Carmen destruiría el I1, pero lo guardó en la nevera y se puso ella sola a hacer una serie de pruebas en la zona más alejada.

Como sabes prima, no me gustan los secretos, y menos donde mi vida está en juego. Me acerquépues sigilosamente aprovechando que Ana y Vicente entraban en la zona de aislamiento.

Carmen se dio cuenta de mi presencia inmediatamente. Menos mal que tenía preparada una buena respuesta para salir del paso. No pudo evitar que, por el rabillo del ojo, viera su monitor. Aparecía un patrón celular mutado y no era el mío. ¿De quién era esa muestra sanguínea? Se supone que no han salido del laboratorio cuando comenzó la gente a enfermar, al menos que sea anterior.

Estuve atenta a su trabajo, intentando escuchar algún pitido de alguno de sus ordenadores cuando el I1  mutara alguna de las células, sin embargo ella guardaba mucho celo en ocultar lo que hacía. Era tarde y ella seguía trabajando frente al microscopio, sacando y metiendo diferentes tubos de ensayo.

La hora de la cena llegó.  Carmen puso una mala excusa para quedarse frente al ordenador y seguir secretamente con sus pruebas; era el mejor momento para que nadie la molestara. Insistí en ayudarla para así acelerar el trabajo; casi pierde los papeles insistiendo en que nos fuéramos a descansar.

Carmen es una mujer seria y razonable, pero cuando desea algo es una leona que protege su territorio.

Primita, esto se me escapa de las manos. Cada día tengo menos brebaje y la infección se extiende más. No puedo confiar en nadie, y sin su ayuda no podré resistir mucho más. Encantada te pediría que me ayudaras, pero no pondré sobre tus hombros mi losa.

 

Besos.

Iria.

 

P.D.: Gracias por leer mis pensamientos, eres mi única amiga.

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