Carta 21

A quien quiera leerlo:

Esta mañana he tenido una fuerte discusión con Ana. La descubrí leyendo todas las cartas que tenía guardadas en mi mochila y que aún no había echado en el buzón. No pude evitarlo y la dije que ya me estaba tocando los cojones con su actitud tan chulesca. Ella, en respuesta, me lanzó las cartas a la cara. Iba a insultarla cuando vi que Abel se había despertado con todo el jaleo que habíamos montado, así que me tuve que conformar con reprenderla.

―No es de buena educación coger las cosas de los demás sin su permiso.

―Si tan importantes son para ti, quizás deberías guardar mejor tus “cosas” ―respondió con recochineo.

―¿Qué cosas? ―masticó  con voz pastosa Nataly, mientras se frotaba los ojos.

―Nada que tenga importancia ―dijo Ana limpiando las legañas de su hermana.

―Tengo hambre. ¿Qué hay para desayunar?

Ana la cogió de la mano diciéndola que iba a prepararla algo muy rico y se marcharon. Abel dijo que también quería comer, así que le dejé que fuera tras ellas. Yo prefería estar solo en ese momento y aproveché para revisar la defensa de la Iglesia.

Estaba dando por concluido el refuerzo de la puerta principal cuando una voz me replicó en mis espaldas:

―Hasta un zombi tan enclenque como tú sería capaz de romper esos goznes.

Antes de que pudiera darme la vuelta, Ana ya estaba en un lateral de la puerta. Me señaló los goznes de los que hablaba.

―¿Lo ves? Con solo tocarlos un poco ya ceden. Deberías observar mejor.

José Antonio, mi antiguo maestro que, por un cruel capricho del destino, aún estaba vivito y coleando como refugiado en la Iglesia, se acercó a nosotros y empezó a dar la razón a Ana y aprovechó la ocasión para decirla lo mal estudiante que siempre fuí. Me marché antes de que le estampara la cabeza al viejo contra los putos goznes.

Terminé de organizar los turnos de vigilancia y las raciones de comida para toda la semana mientras Ana levantaba una especie de trincheras llenas de trampas. Su precisión y metodología de trabajo no paraban de sorprenderme. Parecía como si lo hubiera hecho durante toda su vida. Me reprendí con una bofetada al darme cuenta de que llevaba un buen rato admirando la forma de su culo a través de sus shorts vaqueros.

La cara del cura al salir de su vicaría y ver cómo lo teníamos todo montado fue un poema. No me gusta cómo me miró, pero eso me da igual, ésta ya no es su Iglesia, es nuestro refugio.

Levanté la mirada y me encontré de lleno con Jesús colgado en la cruz. No pude evitarlo y solté una sonora carcajada. Primero te llevaste a mis padres, luego traes esta puta plaga al mundo, ¿y pretendes que la gente siga creyendo en ti? Por desgracia, sigue habiendo personas tan ignorantes como esa tal Ramona, siempre rezando pegada a las faldas del padre. ¡Qué asco!

―Él debería ser nuestra salvación ―murmuró a mis espaldas el cura.

Apenas pude contener la carcajada que brotó de mis labios. Me giré enseguida, esperando encontrarle con cara de enfado, pero en vez de eso, sólo removía tontamente una manzanilla. Aproveché la ocasión para explicarle lo que estábamos haciendo y ver si me podía resolver algunas dudas sobre la estructura de la capilla, pero siguió absorto en sí mismo, diciendo a todo que si, como a los tontos, antes de huir a toda prisa de vuelta a su campanario. Que personaje más patético.

Vi a mi hermano y a Nataly jugando en la capilla, así que me uní a ellos.

―Hermanito ―dijo Abel―, ¿por qué el padre va de un lado, buscando por todos los rincones?

―Estará nervioso porque los curas no pueden hacer “eso” ―respondió enseguida Nataly, inclinando su cabeza.

Miré a la niña perplejo.

―¿Qué es “eso”? ―preguntó Abel.

―Pues eso es lo que hacen los chicos y las chicas cuando…

Fui a interrumpir asustado a Nataly, pero unos fuertes disparos de escopeta nos pusieron en alerta. Salí corriendo hacia la puerta principal, a mirar a través del pequeño ventanuco. Ana ya había hecho lo propio y me dejó observar haciéndose a un lado.

Era el niño cabezón de ayer, el que distrajo a los zombis. ¡Qué huevos haber sobrevivido a eso! Por desgracia, venía acompañado de una jauría de esos seres. Alguien más le acompañaba, un soldado. ¡Me cago en su vida, trae al enemigo a casa!

―¡Empujad con fuerza, que no entren! ―grité.

El cura bajó corriendo, suplicando que abriéramos, que era Miguel. Ana me miró, afirmando con la cabeza. A regañadientes abrí el portón y les dejé pasar. Cerré en cuanto entraron los dos y, entre José Antonio, su “novia” y yo, empujamos el confesionario para que hiciera de tope con la puerta.

Oímos unos gritos y ruidos de pelea desde el interior de la Iglesia. Antes de que consiguiera averiguar qué coño estaba pasando, mi antiguo maestro gritó que dejaran de pelearse y que nos ayudaran con el confesionario. Los zombis empujaban con una fuerza endemoniada. El resto pareció despertar de un pequeño trance y se agolparon a ayudar. Los minutos se convirtieron en horas antes de que aquellos malditos monstruos desistieran.

Ana subió al campanario para asegurarse de que el peligro ya había pasado. Mientras, el soldado que dijo llamarse Mateo, nos empezó a contar su vida. Había algo en su forma de hablar y, sobretodo, en su forma de mirar a las chicas, que no me gustaba nada. Me fui en busca de Miguelín, para interrogarle sobre el militar.

Al rato, le encontré jugando con Abel. Iba a decir algo cuando el horror se apoderó de mi cuerpo. Me coloqué delante de Abel.

―¿Cuánto hace que te han mordido? ―le pregunté levantando su pequeño bracito.

Miguel se quedó en silencio, buscando con la mirada al padre.

―¡Maldita sea ―grité―, se va a convertir en uno de ellos!

Los demás, que se arrimaron al oírme hablar con el niño, se pusieron a chillar.

Alguien dijo que había que echarle de la Iglesia y enseguida el cura se puso delante de Miguel, protegiéndole.

—¿Por qué no se ha transformado todavía? —Preguntó Ana, que acababa de bajar de la torre al oír todo el jaleo.

―Porque tenía este antídoto que me dio Iria ―respondió el niño sacando un pequeño frasco de su mochila.

Nos quedamos todos sin habla. Quise coger el frasquito, pero el cura nos detuvo de nuevo.

―Será mejor que nos calmemos y vayamos todos a cenar ―dijo muy serio.

Yo fui a replicar, pero nuevamente Ana me detuvo. ¡Maldito borracho! Ya ajustaré cuentas con el más adelante.

Cuando terminamos de comer, todos se fueron a dormir, menos yo. Quería hacer la primera ronda de vigilancia, por si el niño se transformaba. Le dije al cura que si notaba algo raro en Miguel, me avisara enseguida, no quería riesgos. Además, si era verdad que el antídoto funcionaba, podría ser nuestra salvación.

¡Maldita sea Iria y su puto secretismo, tendría que habernos contado mucho antes lo del dichoso antídoto!

Siempre supe que esa mujer escondía algo turbio. Ahora sí que estoy preocupado por Sebas. Siempre fue un estúpido, enamorándose de chicas problemáticas.

¡No cometas más locuras, Sebas, y sobrevive!

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Carta 22

A quien quiera leerlo:

La noche pasó sin más contratiempos. Parece que el antídoto funciona de verdad, ya que Miguelín aún no se ha transformado.

Durante el poco tiempo que conseguí dormir, tuve otra pesadilla. Ésta vez, vi a Sebas rodeado de zombis mientras Iria escapaba sola. Lo más curioso es que Sebas sonreía.

Al despertarme, no pude evitar pensar en aquella vez que salió con la hija del alcalde y sus esbirros le molieron a palos. Aun así, él siempre dijo que mereció la pena.

Cuando fui a entrar en la cocina alguien me empujó bruscamente. Al girarme vi que era Mateo, el militar.

―¡Maldita sea! ¡Sois unas zorras! ―gritaba.

Fui a enseñarle modales cuando una mano me detuvo. Era Ana.

―Ya me he encargado yo ―dijo.

―Pero que… ―repliqué.

Me detuve al darme cuenta de la presencia de Lucía. Estaba temblando, agarrada al brazo de Ana. Me fijé en un pequeño rasgón en su camiseta y me volví furioso, listo para partirle las putas piernas a ese mierda. Pero de nuevo noté un tirón en mi brazo.

―Ana, no me dete… ―dije.

Me quedé sin palabras al ver la expresión de miedo en los ojos de Lucía. Era ella quien tiraba mi brazo, atrayéndome hacia las dos.

―No te preocupes, todo saldrá bien ―dije sin mucha convicción.

Me dio un beso en la mejilla y se abrazó a mí. Resultó divertido ver como Ana abría los ojos como platos. Me apreté aún más contra el frágil cuerpo de Lucía, sin perderme detalle de la reacción de Ana.

―Vamos, niña ―dijo, apartándola de mí bruscamente―. Tenemos que buscarte ropa nueva.

¿Estaba celosa o sólo intentaba cuidar de Lucía? Poco me importaba. Si Lucía quería ser más cariñosa conmigo, yo no era quien para negarla un poco de calor humano.

Pero ahora no era momento de pensar en eso. Necesitaba saber dónde y con quien estaba Abel.

Le encontré jugando con Miguelín, ambos muy cerca el uno del otro. Fui a separarles, pero las risotadas que soltaba mi hermano viendo cómo su nuevo amigo moría en el Super Mario, me hizo recular.

―Abel, hoy me tienes que ayudar con unas tareas, deja la consola a Miguelín y vente conmigo ―le dije.

Refunfuñando, se puso de pie y vino conmigo. Me duele tratarle así, pero lo hago por su bien. No quiero que esté cerca de esa bomba de relojería.

Cuando cayó la noche, Abel me pidió si podía recoger su consola. Le dije que vale, pero que volviera enseguida. Me hizo caso, pero lo que no me esperaba era lo que me contó.

―El hombre malo está con la pistola apuntando a Miguelín.

Mi hermano tenía razón. El militar apretaba directamente el cañón de su arma contra la frente del chico, que tiritaba como una hoja.

―¿Qué coño haces, gilipollas? ―le espeté.

Mateo ni se giró.

―¿No ves cómo se está transformando? Éste puto crío nos va a matar a todos ―balbuceó con voz gangosa.

El Padre Tomás llegó antes de que pudiera decir algo más. Se fijó primero en la botella de Whisky vacía tirada al lado del militar, y una expresión de pena cruzó por su rostro, pero fue rápidamente sustituida por una de auténtico pánico al ver el cañón apretado enfrente del niño enfermo.

―Tira la pistola ―dije con autoridad antes de que el cura se pusiera en medio.

―¿Y si no, qué? ―preguntó el soldado encañonándome a mí ahora.

Al girarse, vi como tenía la cara rosada. Estaba completamente borracho. Aun así, no me acobardé.

―¿No querrás que todos vean como matas a un pobre niño indefenso? ―dije.

Mateo miró a su alrededor. El jaleo había atraído a todos. Ana, Nataly y Lucía estaban detrás de mí. Mi exprofesor con su novia, detrás del cura. Sólo la estanquera parecía no querer estar con nadie, apartada en un rincón, pero sin perder detalle.

El militar empezó a amenazarnos a todos, diciendo que estábamos condenados y que éramos unos gilipollas de mierda si pensábamos escapar con vida de éste maldito pueblo. Terminó con un: “Sucias putas”, señalando a Ana y Lucía. Por suerte, se fue enseguida y todo el mundo volvió a sus quehaceres.

Un día de estos me voy a cargar a ese hijo de puta.

Tuvimos una reunión de emergencia. Había que salir de ahí lo más pronto posible, la Iglesia ya no era un lugar seguro y las provisiones escaseaban. No conseguíamos llegar a ningún acuerdo. Pasaron las horas hasta que Mateo, algo más sereno, propuso que enviáramos a Miguelín como señuelo y aprovecháramos para salir por la otra puerta. Ana no estaba de acuerdo y volvimos a encontrarnos en un punto muerto, hasta que mi antiguo profesor nos habló de un viejo convento resguardado en el monte. Todos estuvieron de acuerdo. Faltaba saber cómo íbamos a poder llegar sanos y salvos. Como el militar seguía insistiendo en su idea, Ana dijo que él era el más indicado para hacer de señuelo.

―¡Qué te lo has creído, zorra! ―gritó el soldado mientras apuntaba a Ana.

Me lancé a por el sin pensármelo.

Al verme llegar, disparó. Solo sentí un leve empujón en un costado, pero seguí corriendo. Le estampé contra la puerta principal y forcejeamos. El muy gilipollas disparó contra la cerradura, reventándola. El ruido de los zombis al otro lado era cada vez más fuerte.

Al final, la puerta cedió.

Sentí como las manos de los zombis se colaban a través de la rendija, cada vez mayor. El militar se giró, intentado repeler la horda.

Una veloz sombra atravesó el espacio que había entre nosotros y los zombis. Era Miguelín.

Se abalanzó gritando sobre la horda. En la mano llevaba una de las granadas del militar. Quise impedírselo, pero la voz de mi hermano llamándome con miedo, me hizo reaccionar. Volví hacia ellos.

―¡Salgamos de aquí echando ostias! ―exclamé.

Conseguimos escapar por la puerta trasera de la Iglesia. Ana encabezaba un grupo mientras la estanquera arrastraba al cura, que no paraba de gritar el nombre del niño.

La explosión fue terrible.

En medio de nuestra huida, tropecé. Miré extrañado al suelo. No había nada. Intenté continuar, aún nos faltaba mucho para estar a salvo, pero mi pierna falló de nuevo. Medio arrodillado, vi como Ana se dirigía hacia mí. Movía la boca, pero no la oía. Sentí algo húmedo que recorría parte de mi torso y mi cadera. Era sangre. Mi sangre.

 

Luego, todo se volvió oscuridad.

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Carta 23

A quien quiera leerlo:

Una dolorosa bofetada me despertó. Era el puto militar.

―Levanta, joder ―gritó―. No es hora de echarse una maldita siesta.

Intenté incorporarme, pero la mano de Nataly me detuvo a medio camino.

―Espera, ya casi está ―dijo con su vocecilla.

Aproveché a mirar alrededor. Enseguida reconocí el lugar en el que nos encontrábamos, era una zona de descanso situado a las afueras del pueblo. Había venido infinidad de veces aquí a rellenar las botellas de agua, aprovechando el manantial que llega directamente de las montañas.

―Hermanito, bebe.

Era Abel, que me traía un poco de agua fresca. Al ir a beber, me fijé en que me habían desnudado de cintura para arriba.

―Esto es una maldita pérdida de tiempo ―se quejó el militar―. Deberíamos…

―¿Cállate, quieres? Si te aburres, ve a vigilar un poco.

Fue Ana la que habló. Estaba sentada de rodillas a mi lado, dando los últimos retoques a un vendaje que casi me tapaba todo el torso. El soldado escupió en el suelo, muy cerca de mi cara y se fue entre murmullos. Me pareció oírle decir algo tipo: ¿Qué coño habrá visto esa furcia en él?

Qué puto asco le tengo.

―Aún no te morirás, tu herida es muy superficial ―dijo Ana con voz monocorde y sin mirarme siquiera.

Ante mi expresión de extrañeza, fue Nataly quien habló, no sin antes ladear su cabeza. Me explicó todo lo que pasó justo después de que me desmayara, cómo la explosión de la Iglesia había alertado al resto de los zombis del pueblo, cómo el militar quiso dejarme abandonado mientras permanecía inconsciente y cómo el resto del equipo se negó en rotundo a hacerlo, formándose una acalorada discusión. Al final, los gemidos de los zombis, sumados al llanto de mi hermano y a los gritos desesperados del cura llamando a Miguel, casi provocaron la muerte de todo el grupo. Por suerte, me dijo la niña llena de orgullo, su hermana me subió a sus espaldas y corrió conmigo a cuestas.

Ana tosió, interrumpiendo a Nataly, que se rio nerviosa. Remató el relato de su hermana contándome que ahora estábamos a mitad del camino hacia el monasterio. Habían decidido hacer una pequeña parada en el refugio que hay antes de llegar al monasterio, para así poder descansar un poco e intentar buscar comida.

―Por si no lo sabías, el camino bordea un terraplén. Si alguien cae, se le dará por muerto ―dijo con tono frio como el acero―. Ya avisé al resto.

Se comportaba como si estuviera enfadada conmigo y no sabía por qué.

―Miguelín volverá, ¿verdad, hermanito? ―me interrumpió Abel, distrayéndome.

No supe qué responder, su pregunta me pilló por sorpresa. Y, sin que sirva de precedente, agradecí la inoportuna interrupción del militar, avisándonos de que los zombis se encontraban muy cerca y que teníamos que salir de allí ya.

―¡Maldito cabrón, intentaste matarme! ―grité, apretando los puños.

―Tú empezaste ―respondió él con sorna.

―¡Callaos los dos, joder, o nos van a descubrir! ―nos reprochó Ana.

Y así fue. Empezaron a aparecer unos cuantos zombis desde detrás de las rocas. Los reducimos rápidamente, pero el lugar ya no era seguro. Cargué al cura a hombros y reanudamos la marcha. Hice caso omiso del puto soldado, que no paraba de repetir que por mi culpa y la del borracho nos iban a acabar pillando a todos.

―¡Cállate y camina! ―le reprochó mi ex profesor.

Como yo iba un poco rezagado transportando al cura, aproveché para hablar con él.

―Padre ―le dije―, voy a pedirle un favor, si a mí me pasara algo, cuide de mi hermano y de las chicas.

Balbuceó algo en respuesta, no sé si dijo lo haré o le fallé.

No tardamos mucho en encontrar el camino antiguo que subía colina arriba. Por desgracia, no estábamos solos. Un grupo disperso de zombis nos estaban esperando. Dejé en lugar seguro al cura mientras el soldado empezó a dispararles. Yo me uní a la fiesta reventando unas cuantas cabezas con mi bate, pero fue Ana la que más bichos se llevó por delante con la ayuda de su cuchillo.

Conseguimos acabar con todos en tiempo récord, pero era momento de felicitaciones y regocijo, una nueva jauría apareció unos metros más abajo. Retomamos la marcha y aunque ya no llevaba al cura conmigo, empecé a perder el paso. La pequeña refriega había abierto mi herida y empezó a dolerme de cojones.

Noté como Abel apenas podía seguir andando, tropezándose a cada paso. No dudé y lo cogí en volandas sin dejar de subir cuesta arriba. La pequeña también me observó con ojos fatigados, pero no quiso decir nada. Miró a su hermana, que hizo un amago de ir a cogerla, pero yo fui más rápido y sosteniendo a Abel sobre un brazo, cogí a la pequeña. Mis piernas empezaron a temblar, pero los gemidos a mi espalda me dieron fuerzas. Tenía que ponerles a salvo y tenía miedo de que se tropezaran, cayendo ladera abajo.

Esos malnacidos nos pisaban los talones, cada vez les sentía más cerca. Cuando oí un gruñido justo a mi lado, solté enseguida a los niños, pero no tuve tiempo de coger mi bate. Un zombi gordo y pesado salió de entre los árboles y se volcó sobre mí. Conseguí apartarlo de un empujón, pero su peso me desestabilizó y caí con él.

Lo último que tuve tiempo de ver, fue a mi hermano gritar mi nombre, con su mano extendida hacia mí.

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Carta 24

A quien quiera leerlo:

Lo primero que vi al abrir los ojos, fue el cielo atrapado entre las ramas de los árboles. Parecía un cuadro tan estúpidamente bello que alcé mi mano con intención de arrancar su lienzo, apretándolo en mi puño.

Grité, sí. Grité como un maldito inconsciente, ajeno al peligro que me rodeaba. ¿Qué más me daba? El destino era un cabrón caprichoso que se reía en mi puta cara, robándome lo que con tanto esfuerzo me había costado encontrar.

De nuevo estaba solo, sin Abel, sin amigos, sin… sin Ana. Si, la echaba casi tanto de menos como a mi hermano. Aunque había momentos en las que no soportaba su prepotencia, estar a su lado me hacía sentirme más seguro, más… preparado.

No sé cuánto tiempo permanecí tumbado. ¿Horas? ¿Días, tal vez? Qué más me daba. Casi rogaba porque viniera un zombi y me devorara. Ya era un milagro que aún siguiera vivo, pero más extraño era que no me hubiera atacado uno de esos seres, atraído por el olor de mi sangre.

Cerré los ojos, preguntándome si el grupo aún seguía vivo o si el militar los habría abandonado a su suerte. Maldito cabrón, todo era culpa de él y de su gente. Cuando me lo encuentre en el infierno se lo haré pagar caro.

¿Y si no? ¿Y si han sobrevivido gracias a él y en mi ausencia seduce a Ana? ¡Por encima de mi cadáver!

Escuché un gruñido ahogado en la lejanía.

―Ya llegan ―pensé, aliviado.

Pero no, los muy lentos no llegaban, así que me levanté como pude, haciendo caso omiso al dolor que me producían mis múltiples heridas y contusiones provocadas por la caída. Por suerte, el vendaje que me realizó Ana era lo bastante bueno como para mantenerme aún con vida.

Avancé en dirección a los gemidos. Cuando llegué, no supe si reír o llorar. Ahí estaba el zombi obeso que me había tirado por la ladera. Se había quedado ensartado en el tronco de un árbol y no podía salir. Cuando notó mi presencia, empezó a patalear como un niño pequeño cuando ve un regalo de Papa Noel.

Me acerqué a él. Una vena palpitante sobresalía de su cuello, rezumando pus amarillento y su boca, abierta de par, exhalaba un olor putrefacto.

Busqué con calma en mí alrededor, hasta que di con un palo bastante grueso.

―¿Te gustaría morderme, verdad? ―le pregunté mientras pasaba mi brazo cerca de su cara―. ¡Pues come esto, cabrón! ―grité antes de meterle el palo hasta la garganta.

Los dientes salieron volando en todas las direcciones y empezó a emitir un chillido ahogado, como de cerdo en un matadero.

―Lo vas a pagar bien caro ―rematé antes de dar una patada al trozo de palo que sobresalía por fuera de su boca. Un sonoro crack hizo que se partieran en dos tronco y cuello. Pero eso no fue suficiente para mí. Necesitaba desahogarme, así que cogí otro palo y empecé a destrozar el cuerpo de ese hijo de puta.

Cuando acabé, me sentí mucho mejor. Ahora tenía la mente más clara y sabía lo que tenía que hacer.

Salvar a mi familia.

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Carta 25

A quien quiera leerlo:

Voy a empezar a creer en los milagros. Sigo vivo. Ni yo mismo me lo puedo creer, sobre todo, después de lo que he visto.

Estuve vagando varios días por el bosque, huyendo de los zombis hasta que me topé con una jauría bastante peculiar. A diferencia del resto, que suelen ir desperdigados y en pequeños grupos, éstos parecían seguir un camino. Por suerte, no me detectaron, por lo que, movido por la curiosidad, fui tan imprudente como para acercarme a investigar.

Al frente, un chico joven con la ropa desgarrada y un montón de vísceras colgándole por todo el cuerpo, caminaba con cierta agilidad como para ser un zombi. Lo más curioso es que su cara me sonaba.

A su lado, otro chico caminaba imitándole. En ese momento, los recordé. Eran los chavales de la furgoneta, los que iban vestidos como unos frikis junto a esas chicas tan raras. ¿Se habrían convertido ellas en zombis también? Había algo extraño en ellos. A pesar de comportarse como el resto del grupo, en sus ojos se destellaba cierta luz. Aún con tanta distancia, pude notarlo. Estaban vivos.

No tardaron mucho en toparse con las vallas metálicas de los militares. El líder del grupo, ¿Chuscas? ¿Carlos?, no conseguía recordar su nombre. Da igual, el caso es que frenó al grupo y empezó a simular que se agarraba a la valla. El resto le imitó. Los zombis que se apretaban contra la valla empezaron a sacudirse con violentos espasmos hasta que su carne se fundía con las rejillas. El olor a quemado se me quedó pegado a la garganta y vomité hasta quedarme seco y sin fuerzas.

Cuando conseguí reponerme y miré de nuevo al grupo, me di cuenta de todo. El chico había provocado que los cadáveres se fueran apilando de manera que pudieran subir unos encima de otros. Era un plan brillante.

Ya casi habían llegado arriba del todo cuando empezaron a oírse ruidos de motores. Varios jeeps militares llegaron al otro lado de la valla. El grupo de zombis quedó desconcertado y dejaron de moverse. Vi dudar a los dos chicos, pero el tal Chuscas, algo más nervioso, siguió avanzando.

Entonces le vi, era el cabronazo del jefe militar. Se bajó con parsimonia del jeep junto con sus soldados. El humo de su cigarrillo se entremezclaba con el vapor de los zombis calcinados. No parecía tener miedo, si no curiosidad. Tras sus gafas de sol, torcía su mostacho formando una media sonrisa.

La valla acabó cediendo bajo el peso de los cadáveres y como si de una señal se tratara, el resto de la jauría cargó contra los militares.

Las balas silbaron, los cuerpos cayeron, los aullidos de los zombis se mezclaron con la agonía de los soldados. El jefe militar se movía entre ellos con desenvoltura, como si llevara haciendo esto toda su vida. Disparaba tanto a los zombis que se acercaban a él, como a sus subordinados cuando eran mordidos y pedían auxilio. Avanzaba en línea recta, como si buscara algo o a alguien.

Una bala chocó contra el árbol en el que me ocultaba. El impacto hizo saltar una astilla que me produjo un profundo corte en la mejilla. Un poco más y habría perdido el ojo. Me escondí nervioso, limpiándome la sangre de la herida como malamente podía.

Por culpa de esa distracción perdí de vista a los dos jóvenes y al jefe. Intenté buscarles de nuevo con la mirada, arriesgándome a ser descubierto. Me costó un rato vislumbrar la regia espalda del militar del mostacho al otro lado de la valla. Parecía que tenía agarrado a uno de esos zombis. Me desplacé para tener un mejor ángulo de visión. Era uno de los chicos, el que parecía menos espabilado. El tal Chuscas les miraba desde la distancia, apretando los puños y con mirada desafiante. El jefe militar apretaba su pistola contra la sien del chico, con una sonrisa fría como el hielo.

El chico gritó pidiendo ayuda a su compañero, pero éste no se movió. Aulló de dolor cuando el militar apagó su cigarrillo en su cuello. Pero su amigo ni se inmutó. Empezó a caminar despacio hacia atrás. Miró a sus espaldas sólo una vez antes de echar a correr hacia su salvación.

―No, no, noooooo ―fue lo último que gritó el chico antes de que el militar le hiciera un agujero en su cabeza.

Después, el jefe indicó a sus soldados que siguieran al amigo. Revisó el estado de la valla mientras daba órdenes a su equipo. Algunos de ellos, cargados con lanzallamas, empezaron a quemar los cuerpos, incluso los de sus compañeros caídos que aún no se habían transformado del todo.

Sentí un escalofrío, pero no producto de semejante barbarie, sino de algo peor. Vi como el jefe militar me observaba a través de las llamas que ascendían en la noche. Sonreía.

Me quedé paralizado, no podía ser que me hubiera visto desde tan lejos  con todo mi cuerpo oculto tras el árbol. Parece que fue solo una falsa alarma, porque cuando sus soldados acabaron, se encendió un cigarrillo con el fuego de los cadáveres antes de montarse en el jeep y alejarse en la oscuridad.

Salí pitando de ese sitio.

No consigo quitarme de la cabeza el grito estremecedor del chaval.

¿Qué habrá sido de su amigo? Ojalá haya conseguido escapar y traiga ayuda para sacarnos a todos de aquí.

La verdad, lo dudo.

Ahora estoy escondido en lo alto de un árbol, aun temblando como una hoja y con un sabor agridulce en la garganta. Lo único que me consuela es pensar que estás a salvo y que nos volveremos a encontrar pronto, Abel.

P.D.: Ésta tarde he escuchado disparos no muy lejos de aquí. Ojalá seáis vosotros y estéis bien. Mañana investigaré con los primeros rayos del sol.

Os echo mucho de menos.

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Carta 26

A quien quiera leerlo:

Volví a escuchar un disparo. En mi mente se empezaron a formar escenas escabrosas. En ellas, el jefe militar no apretaba el cañón de su pistola contra aquel joven, sino contra mi propio hermano. A sus pies estaban los cuerpos inertes de Ana y Nataly. Yo veía todo en la distancia, inmóvil y sin poder siquiera gritar. El fuego me rodeaba, pero no sentía calor.

Unos gritos me sacaron de mi ensimismamiento, me pareció reconocer en ellos a mi Ana. Corrí, esperando lo peor. Entonces los vi, como en mi pesadilla, solo que en éste caso era Mateo quien apuntaba con su pistola a Nataly.

Antes de que me pudieran ver, salté sobre el militar.

Caímos los tres al suelo. El sonido de un disparo retumbó en mis oídos, dejándome sordo.

―Maldito gilipollas ―pensé para mis adentros. Como se me había ocurrido lanzarme sobre alguien que tenía un arma apuntando a otra persona.

Miré a mi derecha, rezando para que la cabeza de Nataly no hubiera volado en pedazos. Antes de que pudiera enfocar mi vista, un tremendo puñetazo me volvió la cara del revés. Un fuerte sabor amargo inundó mi boca.

Me repuse enseguida, con toda la adrenalina aun inundando mis venas. Vi como Mateo intentaba recuperar su pistola, pero no le di tiempo. Lancé un puñetazo contra su abdomen y le estampé mi codo contra su cara. Sentí un crujir de huesos con el impacto.

No fue suficiente. Él estaba entrenado para matar y se repuso enseguida. Aplastó su rodilla contra mi brazo, dejándome inmovilizado. Sacó un gran cuchillo de su cinturón. Intenté agarrar su brazo cuando me atacó, pero la hoja atravesó mi mano. El dolor fue tan grande que empecé a temblar sudor frío. Mateo empezó a empujar con fuerza. Tenía el cuchillo a escasos centímetros de mi cara. Las fuerzas empezaron a fallarme.

―Así que aquí acaba todo ―pensé―. Os he fallado, una vez más no he podido protegerte, Abel. Soy un fracaso como hermano.

Todo sucedió tan rápido, que a mí se me antojó una eternidad.

Un chorro de sangre con trozos de carne me salpicó la cara. ¿Ya se había acabado todo? No podía abrir los ojos, pero noté como la presión del militar cedió por completo. Lo empujé a un lado y me limpié la cara. Entonces le vi, tirado en el suelo y con un gran agujero en medio de su frente. Me pareció oír un grito. ¿Lucía?

No lo llegué a saber, todo se volvió blanco.

Lo último que pasó por mi cabeza es si la niña estaba viva… ¿Y Abel?

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Carta 27

A quien quiera leerlo:

Estoy cansado de todo esto. Cansado de mis continuos desmayos, de los putos zombies y de los cabrones de los militares. Y sobre todo, estoy cansado de sentirme como un inútil.

Pero aquí estoy, montando guardia en mitad del maldito bosque, de camino al jodido convento. ¿Y para qué? ¿Para encontrarnos con una nueva horda de zombis? ¿O quizás nos esperan las balas que nos tienen guardadas los militares y su estúpido jefe con su aún más estúpido mostacho?

En medio de mis pensamientos, les observo dormir, apretujados plácidamente unos contra otros alrededor del fuego. Tan felices, tan inocentes… Entonces, una fugaz idea cruza por mi mente: ¿Para qué continuar si podemos acabar todo ahora, en medio de un pacífico sueño? Convencido, cojo el cuchillo de Ana y, uno por uno y en el más absoluto silencio, acabo con sus vidas en un suspiro. Por último, decido abrirme la garganta.

Con extrañeza, me doy cuenta de que no me duele nada, ni siquiera cuando mi sangre se  empieza a entremezclar con la del resto de mis compañeros. Observo la cara de Ana, dulcificada ahora por la muerte, blanca y resplandeciente bajo el brillo de la luna, así como la de su hermanita. Luego, voy mirando una por una, hasta toparme con la de Abel. Pobre Abel, cuantas cosas se perdió de vivir por mi culpa y cuántas cosas se va a perder por mi incompetencia. Nunca fui un buen hermano mayor.

Me acerco a él para darle un beso en la frente antes de cerrar mis ojos para siempre, pero cuando estoy a escasos centímetros de él, abre sus ojos, grandes como platos y exclama:

―¡Hermanito!

Me despierto sobresaltado y lo primero que veo es la cara de mi hermano pegada a la mía, llamándome por mí nombre.

―Que tonto eres, te has quedado dormido, jiji ―dice con su vocecita.

―Jiji ―corea Nataly detrás de él mientras me observa ladeando su cabeza.

Me abracé a él, dando las gracias de que sólo fuera una mala pesadilla. Le pido perdón y le pregunto si hay algo de desayuno. Necesito estar solo unos minutos para recobrar la compostura. Cada vez, estos sueños son más frecuentes y perturbadores, creo que por eso me levanto siempre de mal humor, pagándolos con los que me rodean.

Quizás por eso escribo estas líneas, para no volverme loco.

Empiezo a recapitular los sucesos ocurridos después de la muerte de Mateo, desde que me desperté y vi a Ana sudando mientras intentaba frenar la hemorragia de mi ex profesor. Yo estaba apoyado en el regazo de Lucía, que me acariciaba la frente como si fuera un niño pequeño. Eso me enfureció aún más y la aparté de un manotazo. Abel pegó un respingo a mi lado al verme así de enfadado, así que me levanté y le dije que fuera a jugar con Nataly. Después fui derecho a donde estaban Ana y el profesor.

―¿Cómo pudiste permitir que pasara esto? ―pregunté con rabia.

―Ahora no es momento ―respondió Ana.

Discutimos largo rato. Yo la reprochaba sus acercamientos y favoritismos con el soldado. Mi ex profesor me reprochó con media voz, débil pero con la autoridad que usaba en sus clases, esa que tanto odiaba cuando era su alumno. Me dijo que ya estaba bien y que dejara a la pobre chica en paz, que ella había hecho todo lo posible por mantenerlos a salvo. Ana se mantuvo serena todo el rato, hasta que le hablé de su hermana y de lo que estuvo a punto de pasar si no hubiera sido por mí. Cerró los ojos en un gesto de dolor y yo, en vez de darme cuenta del daño que la estaba haciendo, continué:

―¿Cómo pudiste dejar que se acercara a tu hermana? ¿Tanto te gustaba?

―Calla ―respondió.

―¿O es que te lo estabas follando? ―escupí.

―No tienes ni puta idea, gilipollas ―gritó dándome un sonoro bofetazo.

No tuve tiempo de responder, Lucía nos separó angustiada. En su cara había lágrimas. Eso me calmó, así que me volví para evaluar la situación. No sabía dónde estábamos, pero aquello parecía un refugio, pequeño aunque bien equipado, tanto con comida como con armas y aparatos electrónicos.

Fui preparando todo en un rincón. Lucía me ayudaba, aunque me miraba con una mezcla de preocupación y miedo. No pareció haberla gustado mucho verme tan enfadado. Cuando terminamos de recoger las cosas más importantes que pudiéramos cargar, fui a buscar a mi hermano.

No tardé mucho en encontrarlo, trasteando con los mapas de ese niño raro, Miguelín. Nataly estaba pegada a la pantalla de un ordenador portátil, muy concentrada. Tardé un rato en percatarme de la presencia del cura, que se encontraba acurrucado en un rincón, como si quisiera fusionarse con la pared.

―Típico ―pensé―. En cuanto las cosas se ponen feas, son los primeros en esconderse. Nunca debería haber confiado en él.

Una voz estridente me sacó de mis pensamientos. Parecía provenir de una radio militar.

―¡Atención, Lobo Blanco, atención!

El mensaje se volvió a repetir en medio del silencio sepulcral de todo el grupo.

―¡Repito, Lobo Blanco! ¿Está ahí? ¡Maldita sea, soldado, responda!

¿Lobo Blanco? ¿Sería acaso ese el nombre en clave de Mateo?

―Se anula Operación Lobo Blanco ―dijo una segunda voz―. Procedemos a la siguiente fase.

La sangre me empezó a hervir al reconocer en ella al jefe militar.

―Operación Exterminio ―dijo Ana.

―¿Cómo? ―me giré hacia Ana― ¿Operación Exterminio?

Ana pareció dudar unos instantes antes de responder.

―Nataly encontró unos documentos en el ordenador de Mateo que hablaban sobre esa operación.

―¿Y cuándo pensabas hablarnos sobre ello? ―grité muy enfadado―. ¿Qué más nos estás ocultando?

No recuerdo si Ana me contestó, porque justo en ese momento sentí como me desvanecía de nuevo. Apenas tuve un segundo para apoyarme contra la pared antes de perder la consciencia del todo.

Me despertó la sensación de estar siendo arrastrado, entreabrí los ojos y casi grito del susto al ver un soldado apuntándome desde un árbol. Lo más fuerte es que ya no parecía humano, sino un zombie. Me agité, intentando zafarme de las manos que me agarraban, quise pedir ayuda, pero apenas podía abrir la boca, parecía como si me hubieran metido una bola de pasta seca.

―Tranquilo, ya llegamos ―dijo una voz antes de que volviera a quedarme dormido.

Cuando volví en sí, estaba apoyado contra un árbol.

―¿Ya te has despertado, hijo mío?

Era el cura. Me explicó que habíamos abandonado el refugio militar para ir a un convento que conocía él, bastante alejado del pueblo. Me comentó que me habían transportado hasta allí, ya que llevaba varios días con fiebre y apenas permanecía consciente más de unos minutos. Estuve a punto de hablarle sobre mi visión del zombi militar, pero me callé, bastante ya me la estaba jugando mi mente como para preocupar al resto.

Cuando me encontré un poco mejor, miré a mi alrededor. Me extrañó no ver  el grupo a mi ex profesor, pero el cura me respondió que le habían dejado escondido en el refugio militar y que ya volveríamos a por el cuándo encontráramos ayuda. Sabía que me mentía, el viejo profesor ya estaría muerto a éstas alturas.

Después de una reparadora comida, no tenía sueño y me ofrecí a hacer la primera guardia para así tener tiempo para poner mi mente en orden.

Me equivoqué, aún seguía convaleciente y me acosó esa maldita pesadilla en la que asesinaba a todo el grupo. Ahora, recordándola, una duda oprime mi corazón. ¿Sería capaz de hacerle eso a mi hermano?

¿Sería capaz de matar a Abel?

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Carta 28

A quien quiera leerlo:

Otra vez, otra maldita vez veía su maldita silueta recortada a la luz de la luna. Su presencia, tan siniestra como malévola, despertaba en mí sensaciones que viajaban entre el terror puro y el odio extremo.

Pero yo no me podía mover, apenas era más que una mera marioneta enfrente suya. Ni siquiera pude articular palabra cuando vi como cogía en volandas a mi hermano y le clavaba el cuchillo una y otra vez, una y otra vez. Sólo cuando la luna iluminó su cara, oculta tras una capucha, pude gritar.

Era mi rostro, deformado en una sonrisa diabólica.

Me desperté conteniendo la exclamación que pugnaba por salir de mi garganta. Había vuelto a quedarme dormido durante la guardia. Me sequé el sudor con la palma de mi mano y cerré de nuevo los ojos. Para cuando los abrí, me quede petrificado; justo enfrente del saco de mi hermano había una figura encorvada sobre su cuerpo. Por un momento pensé que estaba de nuevo soñando, pero había algo distinto en ella. Era de mediana estatura, poco más alto que Abel e iba vestida con una especie de anorak raído y sucio que no me dejaba ver su rostro. No parecía haberse percatado de que le estaba observando y acercó su mano a la cara de mi hermano. Me levanté entonces a toda velocidad y descargué mi bate contra su cabeza, pero lo esquivó sin apenas inmutarse, agarró mi brazo y me mordió con fuerza. Grité de dolor, dejando caer el bate. Desapareció antes de que pudiera soltarle un puñetazo.

El ruido de la pelea despertó al resto del grupo menos al cura. Todos me miraban extrañados.

―Me ha mordido ―grité―. Ese cabrón me ha mordido.

Ana se puso enseguida a mi altura, cogiéndome del brazo para examinar la herida.

―Estate quieto, joder ―me recriminó.

―Estoy jodido, ostia puta, estoy bien jodido ―temblaba pensando en el tiempo que me quedaba antes de transformarme―. Córtame el brazo, rápido, antes de que se extienda la infección ―le supliqué.

―¡Calla! ―dijo.

Una gota de sudor recorrió su mejilla mientras me palpaba la herida. Al ver que no salía sangre, rió con sorna.

―¿Qué te hace tanta gracia? ―chillé ofendido.

―Eres un llorica ―dijo.

―Pero… ―balbuceé confuso.

―Fíjate, no hay sangre.

―¿Y?

―Que sin sangre no hay infección, idiota.

Me miré el brazo con detenimiento. Tenía razón, la mordedura era apenas poco más que un moratón. Me sentía tan avergonzado que ni siquiera la reproché por haberme insultado. Pero entonces, ¿qué era esa cosa? ¿Qué quería? ¿Seguiría acechándonos?

―Hermanito ―dijo Abel señalándome la herida―; ¿te duele?

―No ―le respondí dubitativo―. No es nada, estate tranquilo.

Ana empezó a organizar la defensa, por si el intruso volvía o quizás algo aún peor, como una jauría de zombis.

Nataly chilló, advirtiéndonos de la presencia de aquella figura. Se encontraba al otro lado del campamento, agachado sobre el saco de la comida. Ana se lanzó en su dirección y estuvo a un pelo de cogerle, pero de nuevo, eso fue más rápido y se escabulló hacia un lado. Ana, con una agilidad asombrosa, le lanzó una piedra que apenas le rozó, pero fue suficiente para hacerle perder el equilibrio y tropezar con el saco del Padre Tomás, el cual se giró murmurando entre dientes.

Ana se sentó rápidamente sobre su espalda. Aquel ser intentó moverse, pero el placaje de Ana era sólido como una roca. Le quitó la capucha para ver si era un zombi o un humano y lo que vimos nos dejó a todos boquiabiertos. No era más que un muchacho, algo mayor que mi hermano, que nos miraba tras una mata de pelo que le tapaba media cara. Noté como Ana aguantó la respiración, relajando la presión que ejercía sobre el chico, cosa que aprovechó para escabullirse de ella.

Ana dijo algo en un idioma que no entendí. El niño se quedó quieto y se giró para observarla. Ella se acercó a él mientras seguía hablando en un idioma parecido al ruso. Cuando llegó a su altura, el chico ladeó la cabeza. Su forma de moverse y de mirarla se parecía más a la de un animal que a la de una persona. Ana cogió algo de la bolsa y se la tendió al niño, este olfateó su mano antes de atrapar con avidez lo que ella le ofrecía.

Lucía se acercó a ellos, curiosa con la presencia del chiquillo y también le ofreció algo de comer. El niño lo cogió sin mirar mientras devoraba lo que le habían dado. Ana se levantó, dirigiéndose hacia el resto del grupo.

―No hay nada de qué preocuparse, no es un zombi ―dijo.

Millones de preguntas se agolparon en mi cabeza y las disparé como metralletas contra Ana: Cómo estaba tan segura, que idioma había usado, acaso le conocía, etc… Ella se giró hacia mí y fue a responder, pero en el último momento levantó su dedo y dijo:

―Hazme caso por una vez, ¿vale?

Fui a replicar, pero algo en su mirada me detuvo. Resoplé.

―Confía en ella ―me dijo Nataly con su voz chillona.

Luego, volvió su mirada hacia el niño nuevo y ladeó su cabeza antes de ayudar a su  hermana a recoger el campamento. En ese momento me di cuenta de que estaba amaneciendo, así que le dije a mi hermano que teníamos que ponernos manos a la obra. Lucía se quedó todo el rato pegado al niño, dándole cosas de comer como quien alimenta a un pajarito.

―Tenemos que darnos prisa ―dijo Ana―. Ya no estamos seguros aquí. Gabriel, tu coge al cura, del resto nos ocupamos nosotras.

Lucía, dándose por aludida, corrió hacia ella y empezó a ayudarla a cargar con todo. El chico la siguió con la mano levantada, como pidiendo más comida.

El resto del día transcurrió sin más contratiempos. El chaval, que no abría la boca, estaba pegado a Lucía todo el tiempo. Parecía como si en el silencio de sus palabras hubieran encontrado un lenguaje con el que entenderse. Ni siquiera respondía a las preguntas incesantes que le hacían Abel y Nataly, entusiasmados como dos niños en navidad. Por otro lado, el cura no se enteraba de nada; llevaba tal cogorza que apenas podía juntar dos palabras con coherencia. Ana permanecía en la retaguardia, mirando continuamente al niño. Veía en su mirada como mil preguntas surgían en su cabeza a la vez que buscaba posibles respuestas. Tampoco dijo nada en todo el viaje.

Llegamos al monasterio al atardecer. Nos encontramos con las puertas cerradas, así que le pregunté al cura sobre cómo debíamos entrar, pero se quedó roncando apoyado contra un roble.

―Maldito borracho ―mascullé.

Al darme la vuelta, Ana ya había abierto las puertas, así que cogí al cura y lo arrastré hasta el interior del edificio. Nunca dejaran de alucinarme las habilidades de esta chica.

Había algo raro en el ambiente, todo estaba demasiado silencioso y oscuro. Nadie se atrevía a decir nada hasta que el dichoso cura gritó preguntando si había alguien. Ana se cagó en sus muertos y yo aproveché para organizar los grupos de exploración. Decidí que el cura se llevaría a los niños, seguramente conocía este sitio mejor que nosotros y lo primero que iría es a la cocina a por vino, así que Abel y Nataly podrían comer algo mientras nosotros asegurábamos el perímetro. Lucía se fue con el chiquillo nuevo que no soltaba ni a sol ni a sombra, por lo que aproveché para quedarme a solas con Ana.

―¿Me lo vas a contar o no? ―le pregunté.

―¿El qué? ―dijo, evadiendo la respuesta.

Estaba cansado de tantos secretos, así que discutimos. Yo quería saber de una maldita vez de donde venía, como sabía tanto, que idioma era ese con el que se dirigió al niño y si lo conocía. Ella me mandó callar y dijo que no era el momento, que tuviera paciencia. Cabreado, la dije que me dejara entonces solo y que viniera a hablar conmigo cuando fuera ese momento. Sin decir ni una sola palabra, se fue.

Seguí mi camino hasta que entré en una sala alargada, decorada con austeridad y que daba contra un gran ventanal. Apoyé mi frente contra ella, mirando como el sol desaparecía por detrás de las montañas. Doblé las rodillas, arrastrando mi cara por el cristal. Aún no podía quitarme de mi cabeza esas pesadillas en las que mataba a todos, al cura, a Ana, a Nataly, a Lucía y a… mi hermano.

Lo siento, Abel, por dejarte sólo con el Padre Tomás y con Nataly, pero no quería que me vieras así.

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Carta 29

A quien quiera leerlo:

Cada vez nos queda menos tiempo, lo presiento. Ana también. Eso explicaría su extraño comportamiento de hoy.

Cuando terminé de escribir, me quedé dormido pegado contra el gran ventanal de la sala en donde me escondí del resto del grupo y sobre todo de Ana. Pero fue justamente su voz la que me despertó:

―¿Ya estás despierto, marmota?

Me sobresalté, golpeando el aire con mis puños aún medio atontado. Ana rió burlona. Estaba sentada encima de la mesa, junto a un montón de botellas a su alrededor, en la mano sostenía una aún sin acabar.

Me puse enseguida de pie, intentando recuperar la compostura mientras me peinaba con los dedos.

―¿Llevas mucho tiempo aquí? ―pregunté entre carraspeos.

En vez de responder me miró con una sonrisilla y dio un largo trago.

―¿Has dormido algo? ―volví a preguntar.

Tiró la botella y apartó un mechón de pelo que le caía sensualmente sobre el ojo.

―Ya tendremos tiempo de dormir cuando estemos muertos.

Sus palabras me dejaron atónito.

―Creí que tenías un plan para sacarnos de aquí ―dije.

―¿Eso creías? ―dijo descorchando una nueva botella.

Bajó de la mesa y se acercó a mí.

―¿Sabes? Estás muy mono cuando duermes.

―Eso lo dices porque estás borracha ―repliqué sintiendo como el calor subía a mis mejillas.

―No estoy borracha.

―¿No? ¿Y todo eso quién se lo ha bebido, el cura?

―¿Quieres un trago? ―preguntó.

―No creo que sea buen momento, ¿verdad?

Ella rio con picardía y colocó la botella sobre mis labios.

―Nunca habrá un mejor momento que éste.

Estaba tan cerca de mí que podía notar su respiración entrecortada. Sentí sus pezones erectos aplastados contra mi pecho. El calor se hizo insoportable.

―Vale, vale ―dije cogiendo a toda prisa la botella, apartándome para que no notara mi emergente erección contra su muslo.

Me giré de cara a la ventana. ¿Qué coño me pasaba? Antiguamente habría cogido la botella con una mano y con la otra habría agarrado de la cintura a Ana, apretándola contra mi cuerpo y besándola hasta que nuestras lenguas se quedaran enroscadas como si fueran una sola.

Ana se acercó sigilosa como una gatita contra mi espalda y me besó el cuello. Sus manos fueron bajando hasta mi cinturón. Lo desabrochó con agilidad. Me bajó los pantalones y se puso a acariciarme por encima de los boxers.

―¿Qué hac…?

Antes de que pudiera terminar la frase ella me tapó la boca y, deslizando mis calzoncillos, empezó a masturbarme.

Casi tiré la botella del placer. Mis gemidos quedaron ahogados contra la mano de Ana.

El movimiento de sus dedos era tan perfecto que no iba a poder aguantar por mucho tiempo. Estaba a punto de explotar cuando el cristal estalló.

―Ostia puta ―grité, apartándome de la ventana.

Un zombi la había atravesado como una bala. Se movía de forma torpe, entre convulsiones y espasmos. Me acerqué y le di un golpe tan fuerte con la botella, que ésta se quedó incrustada en su cráneo.

La puerta se abrió de golpe a mis espaldas. Lucía entró a toda prisa en la sala, pistola en mano. Se quedó boquiabierta sin dejar de mirarme. El cura venía detrás, pero reaccionó a tiempo y detuvo a los niños que venían detrás de él.

Me subí los pantalones a toda prisa, pensando en que había estado a punto de descargar contra el careto de ese zombi.

―El muy cabrón parecía ser reciente ―dije para romper la tirantez de la situación―, acaba de ser transformado.

La voz serena de Ana atrajo nuestra atención, sin ningún indicio de su borrachera. Miraba con curiosidad el ventanal destrozado por el zombi.

―Fijaros en ese coche ―dijo señalando un jeep estrellado contra el árbol que había enfrente―. Creo que venía buscando ayuda en sus últimos momentos de lucidez.

―Sí, sí, eso mismo pienso yo ―dije, intentando aparentar normalidad.

Los niños no paraban de quejarse detrás del Padre Tomás, querían ver lo que había pasado. El cura los empujó fuera diciendo que no era seguro. Lucía, que ya parecía haber despertado de su trance, nos miraba con una expresión que viajaba entre la incredulidad y la rabia.

―El ruido del accidente atraerá a más de esos demonios, debemos irnos y clausurar ésta sala ―dijo el padre mientras nos instaba a salir de allí. Se quedó mirando con pena la botella incrustada en la cabeza del zombi. Durante un momento pensé que iba a cogerla.

Al salir, vi a los niños mirándonos curiosos. Me puse en alerta cuando vi a un extraño justo detrás de ellos. Les grité para que vinieran a mi lado, pero enseguida el cura me tranquilizó y nos dijo que no nos preocupáramos, que sólo era un viejo fraile que había encontrado, llamado Tomé. Aun así, no me fiaba ni un pelo de él.

Nos tiramos el resto del día reforzando esa puerta mientras discutíamos sobre quien podría ser, por sus ropas no cabía duda de que había sido un militar. Pero, ¿qué hacía solo? ¿Acaso habría más de ellos cerca? ¿Y los zombis que le mordieron, estarían por los alrededores también?

Eran muchas preguntas sin respuesta, pero la cabeza me dolía horrores y no pude pensar más. En cambio Ana dirigía todo como siempre, sin rastro alguno de su estado de embriaguez o de su repentino arrebato sexual. Pero lo que más me preocupaba eran aquellas palabras derrotistas que dijo cuándo me desperté. ¿De verdad no había forma de sobrevivir a ésta pesadilla?

Yo si tengo que morir aceptaré mi destino, pero lucharé hasta mi último aliento para sacarte vivo de aquí, Abel.

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Carta 30

A quien quiera leerlo:

Fuertes golpes atronaron contra la puerta.

Todos nos giramos asustados. Ana terminó con rapidez de ajustar las cuerdas de las trampas que había preparado. Yo eché mano a mi bate. Lucía recogió a los niños en su regazo y puso a punto su pistola. Oí como el cura rezaba un padre nuestro, temblando.

Nuevos golpes sobresaltaron nuestros corazones.

Miré a Ana, que me hizo un gesto con su dedo para que me mantuviera en silencio. Sostenía su cuchillo con la mano.

Otra vez la puerta resonó, acompañada ahora de una voz que gritaba pidiendo ayuda. Enseguida reconocí esa voz. ¡Era Sebas! ¡Ese cabrón seguía vivo!

Fui directo a la puerta, pero Ana me cogió del brazo con fuerza. La miré enfadado y la aparté de un manotazo. Fuera una trampa o no, no iba a dejar a Sebas en la calle.

No pude ocultar mi sorpresa cuando me encontré a mi amigo.

―¡A ti no hay quien te mate, hijoputa! ―le dije dándole palmadas en la espalda.

―Ya veo que a ti tampoco, malnacido ―respondió.

Pero mi alegría se esfumó en cuanto vi al cuerpo que se arrastraba a duras penas detrás de él. Agarré mi bate presto a partirle la cabeza en dos.

―¡No! ―gritó Sebas, interponiéndose en mi camino.

A toda prisa, me explicó que era la doctora, Iria, y que a pesar de su apariencia, no era peligrosa. No estuve de acuerdo y nos pusimos a discutir. Me explicó cómo habían podido sobrevivir gracias a ella y todo lo ocurrido durante el viaje. Hablaba tan rápido que apenas pude entender la mitad de sus palabras. Le dije que estaba loco si pensaba que iba a dejar que esa mujer medio putrefacta estuviera cerca de Abel, pero Sebas me atajó, diciendo que no había tiempo para eso, los militares estaban a punto de llegar. Al oírlo, Ana, que había estado ocupada en volver a cerrar la puerta, empezó a darnos órdenes para que nos preparáramos.

Obedecí a regañadientes y, pensando en encontrar un lugar seguro para mi hermano, fui a preguntar al sucio fraile por los planos del monasterio.

No tuvo tiempo de contestar, los rugidos ensordecedores de los camiones militares se oyeron a través de la puerta.

―Ya están aquí ―dijo Ana con aplomo.

Desesperado, llevé a Abel y Nataly con el cura. Lucía hizo lo mismo con el otro niño, indicándole mediante señas que fuera con ellos. Al principio se opuso, pero su cara de cabreo le hizo recapacitar.

―Llévatelos y escóndelos en un lugar seguro ―le dije―. Si les ocurre algo malo, te mataré.

El Padre no dudó ni un segundo, cogió a los tres y se los llevó fuera de allí. Ana me miró con una sonrisa, agradeciéndome que hubiera sacado a su hermana del peligro. Se la veía tan preciosa. Ojalá nos hubiéramos conocido una noche de fiesta en el “Lupu’s” y no en un maldito apocalipsis zombie.

La puerta atronó. Los militares la querían echar abajo como fuera.

Ana empezó a hacernos señas para que fuéramos al escondite que había montado alrededor de las estatuas a modo de señuelo. Busqué con la mirada a Iria, pero había desaparecido. Por un momento temblé al pensar que podría haber ido detrás de los niños.

La puerta cayó en medio de un estruendo, levantado una nube de polvo que no nos dejaba ver nada. Los militares abrieron fuego a discreción.

Ana, desde su escondite en el confesionario, activó todas las trampas y la entrada al monasterio se convirtió en una tela de araña mortal que rebanó carne y huesos. Los militares supervivientes empezaron a disparar en todas direcciones. Levantando aún más polvo y sangre.

Las trampas habían funcionado a la perfección, pero no fue suficiente. Permanecimos inmóviles en nuestros escondites. Apenas podíamos ver nada por culpa de la nube de polvo, pero eso solo ayudó a que nuestro engaño fuera más efectivo, haciendo que las siluetas de las estatuas les confundieran. No se percataron de nuestra presencia hasta que fue demasiado tarde. Salí de mi escondrijo, reventando casi de seguido dos cabezas. Escuché gritos y disparos a mí alrededor, pero no podía ver al resto del grupo.

―¿Estáis bien? ―pregunté.

Nadie respondió y me temí lo peor.

De repente, una mano se apoyó en mi hombro y me pegué tal susto que casi le arranqué la cabeza a Lucía. Me sonreía y, cuando le devolví la sonrisa, ella tiró su pistola y me cogió de la cara con las dos manos, dándome un fuerte beso en la boca. No supe que decir y, cuando se apartó, me quedé de piedra al ver a Ana detrás de ella. Su expresión no reflejaba nada, ni rabia, ni sorpresa.

―Es mejor que te prepares ―dijo.

Como en respuesta a sus palabras, una nueva lluvia de balas arrampló a través del hueco de la entrada. Lucía se abrazó a mí y noté como su corazón golpeaba su pecho con fuerza a la misma vez que sus lágrimas empapaban mi cuello. La abracé en un gesto involuntario. Cuando volví a alzar la mirada, Ana ya no estaba allí. En su lugar se encontraba Sebas.

―No vamos a salir de ésta, colega ―dijo entre medias del aullido de las balas.

No pude responderle, yo también me temía lo peor.

―A mí ya no me quedan balas―continuó― y la pistola que ha tirado tu novia también está vacía. Solo nos quedan tu bate y mi navaja, así que allá vamos.

Asentí con la cabeza, no quería perder tiempo explicando a mi amigo que Lucía no era mi novia. La aparté con suavidad.

―Tienes que ser fuerte, tienes que luchar ―la dije acariciándola el cabello―. Por nosotros, por el pueblo…

―Por el Rulas… ―continuó Sebas.

Le miré.

―Por Alex… ―dije.

―Por Suko…

―Y por el pervertido del Paji ―terminé diciendo.

Ambos nos reímos. Lucía esbozó una sonrisa y cogió con fuerza una barra de hierro.

Iba a salir yo primero, pero mi amigo me frenó, poniéndose por delante.

―Tú tienes a Abel ―dijo.

No tuve tiempo de reaccionar. En cuanto salió del escondite, una bala le atravesó la cabeza. Me quedé inmóvil, sin saber qué hacer.

Escuché otro disparo y temí que hubieran matado a Ana también. El silencio que siguió a continuación pesaba como una losa sobre mi cabeza.

Mi corazón latía con fuerza. No veía la manera de salir de ahí con vida. En ese momento, recordé a mis padres y me maldije por no haber sido capaz de cumplir la promesa que le hice a Abel delante de sus tumbas.

¿Por qué seguía sin oír nada, acaso estaban jugando con nosotros antes de darnos el golpe final?

Estuve a punto de asomarme cuando un grito desgarrador entró por la puerta principal, el cual fue seguido por otros más, a los que se sumaron una ráfaga de ametralladoras.

No sabía qué coño estaba pasando y por un momento pensé que podría ser un milagro, que al final Dios existía.

―¡Corred!

―¡Ana! ―exclamé sorprendido.

―¡Vamos, coño! ―dijo al ver cómo la miraba.

No os podéis hacer una idea de lo que sentí al ver que seguía viva.

―Deja que coja a Sebas, no puedo dejarle aquí ―dije.

―¡No hay tiempo, él ya está muerto! ―respondió, empujándome.

Apreté los dientes y salí detrás de ella. Eché una fugaz mirada hacia el cadáver de mi amigo.

Nos metimos en los pasadizos por los que entraron el cura y los niños. Mientras corríamos, Ana nos contó cómo había visto a los zombis atacar en masa a los militares que nos esperaban fuera. El ruido del enfrentamiento los había alertado.

Unos gritos nos sorprendieron en mitad de la carrera, parecía el cura hablando en latín a través de una puerta enorme de madera. Vimos a Iria empujándola, pero se echó a un lado en cuanto nos vio. Sin dudarlo, derribé la puerta de una fuerte embestida.

La escena era dantesca, un montón de zombis vestidos como frailes estaban encima del cura. Ana disparó su arma mientras yo reventaba el bate contra la cabeza de esos monstruos.

Suspiré de alivio al ver a mi hermano como corría hacía mí y le abracé con fuerza. La pequeña Nataly hizo lo mismo con su hermana mayor, mientras que el otro niño se agarró a Lucía.

Miré a mí alrededor, la estancia parecía ser una capilla llena de elementos lujosos y con un cristo enorme en mitad de la sala.

Ana se acercó al cura, que lloraba como una nenaza en un rincón, y le preguntó si se encontraba bien. Él la miró con cara de susto y, gritando histérico, salió corriendo de la sala.

Salimos de aquél maldito lugar. Iria nos seguía en la distancia, mirando de un lado a otro, como buscando a alguien. Me imaginé que estaría esperando ver aparecer de un momento a otro a Sebas.

―Sebas está muerto ―le dije con aplomo.

Ella me miró desconcertada y por un momento me pareció ver dolor en sus ojos. ¿Tanto cariño sentía ella por mi amigo? Me sorprendió que aún quedaran tantos signos de humanidad dentro de ella a pesar de su deplorable aspecto.

No tuve tiempo de decirla nada más, pues Lucía nos hizo señas para que le siguiéramos hasta una extraña puerta.

Ana examinó la estancia con detenimiento.

―Parece ser una especie de despensa de emergencia―dijo―. Seguramente se construyó durante la guerra civil ya que éste monasterio servía como refugio para las gentes del pueblo y alrededores. Deberíamos comer y descansar un poco antes de salir de aquí.

―¿Y los militares de allí arriba? ―pregunté.

―Seguramente hayan huido al verse superado en número por los zombis ―dijo mientras buscaba comida por las estanterías―. Creo que tendremos unas horas antes de que unos u otros lleguen hasta aquí.

No la rebatí, estaba agotado y tenía muchas cosas en las que pensar. Además, no vendría nada mal que Abel comiera algo y durmiera un poco.

Me hizo mucha gracia ver como él y Nataly se cogían de la mano mientras seguían a Ana.

En ese momento, me sentí mal por Sebas. De haber sido creyente, habría rezado por su alma, pero ahora lo único que podía jurar en su memoria es que iba a hacer todo lo posible para que su sacrificio no hubiera sido en vano.

Siempre te llevaré en mi corazón, amigo.

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