Carta 01

Querida mamá:

¿Dónde estás? ¿Cuándo vas a volver a casa? ¿No puedes adelantar unas semanas tu vuelo de regreso? No te quiero fastidiar el viaje, sé que la India te hacía ilusión, que cualquier amante del yoga y la meditación tiene que vivir esta experiencia por lo menos una vez en la vida. Tenías razón cuando decías que somos unos egoístas, que por una vez teníamos que dejar que hicieras algo sólo para ti, algo más que ocuparte de papá, de Sara y de mí. Pero, mamá, tú elegiste ser madre trabajadora, yo no elegí esto. Yo sólo sé que tengo diecisiete años y que nunca voy a casarme, ni tener hijas como Sara. Esto es un desastre desde que te fuiste y necesito que vuelvas ya, lo antes que puedas, por favor.

No sé por dónde empezar. Un día notamos que faltaban compañeros en clase. Incluso hubo profesores que no venían, lo cual nos pareció muy divertido. Papá me contó que en su trabajo también había mucha gente que había pedido la baja por enfermedad. Pensamos que sería una gripe, o algo así. Luego vino el ejército y nos dijeron que nos quedáramos en casa. Lo de las vacaciones improvisadas no me hubiese importado si al menos tuviera mi Facebook y mi Tuenty para comunicarme con las amigas, pero se ha caído Internet, tampoco funcionan los móviles, ni el teléfono fijo. En la tele no dicen nada, ni en la radio… Sara está todo el día enganchada a no sé qué juego de zombis de la Play y como es habitual ni recoge sus cosas, ni ayuda en nada. Yo contaba con que papá pusiera un poco de orden en casa, pero no se encuentra bien. Creemos que fueron las lentejas. Se empeñó en hacernos la comida ayer, ¿sabes? Y nosotras no quisimos decirle que no, pero esas lentejas tenían un aspecto horrible. Cuando Sara las vio, se levantó de la mesa sin más y volvió a sus zombis sin decirnos nada. Yo le dije que no tenía hambre y me quedé en la mesa viendo como papá se comía esa sopa, no por gusto, sino por orgullo, porque él las había hecho con toda su buena intención y no veía ningún apoyo por parte de sus hijas, que éramos unas desagradecidas. En fin, que algo debían de tener esas dichosas lentejas porque poco después se puso pálido y está en cama desde ayer. No quiere más lentejas ni nada… Pese a la prohibición, he bajado a la farmacia y de paso he ido a ver a Loli que vive al lado. Ella me contó que Luisa está montando una fiesta en su casa para esta noche, a la que vamos a ir porque esto del toque de queda es un auténtico rollo. A las fiestas de Luisa sólo van chicas, pero mira, mejor eso que estar en casa con dos zombis. La farmacia estaba cerrada, pero la madre de Loli me dio unas pastillas rosas que dice que valen para todo. Papá ya se ha tomado tres y me ha hecho prometerle que no voy a volver a salir de casa. Le puse mi cara de santa y le mentí vilmente, tras lo cual se quedó dormido. No sé, mamá. Han pasado apenas 16 horas desde las lentejas y tiene un aspecto bastante malo. Está muy pálido y creo que tiene fiebre. Quizás debería ir a buscar a un médico, o avisar a alguno de esos soldados que están tan buenos… o quizás le pregunte esta noche a Luisa porque su padre es veterinario y seguro que sabe más de estas cosas. Por cierto, que tendré que estar al loro cuando vaya a la fiesta esta noche porque hoy al ir hacia la farmacia me pareció ver a lo lejos a un grupo de vagabundos muy raros haciendo una concentración en la calle… Ya sé que dices que no hay que juzgar a la gente por su aspecto, pero la verdad es que me dieron bastante mal rollo.

Bueno y, ¿qué tal en la India? ¿Está valiendo la pena? ¿No nos echas de menos? Vuelve pronto, ¿vale? Papá dice que el acceso al pueblo está bloqueado por los militares, pero puedes explicar a los soldados que esto es una emergencia. Porque lo es.

Un beso,

Alicia.

P.D.: Al volver de casa de Loli, pasé junto a Correos y se me ocurrió escribirte esta carta que espero que te llegue, allá donde estés.

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Carta 02

Querida mamá:

¿Qué tal estás? ¿Recibiste mi primera carta? Si es así, no entiendo por qué no estás ya de vuelta en casa. Aunque tu labor humanitaria en la India sea importante, lo primero es tu familia y creo que he dejado claro que en estos momentos te necesitamos mucho más que nadie en el mundo.

Papá sigue en cama: las pastillas rosas no le han servido de nada. Yo le hubiese llevado a un hospital, pero Sara dice que no, que si lo hacemos no le volveremos a ver nunca más y que a ver cómo te lo íbamos a explicar a tu regreso. Lo único que es seguro, mamá, es que lo de papá no tiene nada que ver con las lentejas. Papá tiene esa gripe rara por la que nos han puesto en cuarentena. Eso me asusta un poco. Sobre todo por si nos pudiera contagiar a nosotras. Cuando entro en su habitación para llevarle agua, o lo que sea, procuro no respirar, ni tocarle, ni nada. Está muy pálido, ya no me habla, tose de vez en cuando y hace un ruido raro al respirar.

Hace unos días fui a la fiesta de Luisa de la que te había hablado, ¿recuerdas? Ya sé que no debería haber ido, pero te juro que fui corriendo todo el camino. Sólo paré unos segundos a la ida para echar mi primera carta en el buzón de Correos, que pilla de camino a casa de Luisa, que vive al lado de la iglesia. A su madre le viene bien porque está todo el día en misa, así que sólo tiene que cruzar la calle para ponerse a rezar. Loli cree que no es que sea muy religiosa, sino que le mola el cura. La cuestión es que, para mí sorpresa, en la fiesta de Luisa sí que había tíos. Pero pocos, ¿eh? Que éramos ocho chicas y sólo dos chicos. Por lo demás, fue un poco rollo porque los padres de Luisa, que no nos habían puesto ni una Coca-Cola, no nos dejaban hacer el más mínimo ruido, así que nada de música y hablando en susurros todo el rato. Encima, de vez en cuando se oía a algún vecino gritar a lo lejos, como si le doliera mucho el estómago… y eso te daba escalofríos. A uno de los chicos, el más gordito, no se le ocurrió otra cosa que ponerse a contarnos historias de miedo, hasta que al final Luisa se cabreó y le dijo que hiciera el favor de largarse. Su amigo, Miguel, dijo que entonces él también se iba porque aquello era un aburrimiento. Antes de marcharse nos dijeron que si queríamos una fiesta de verdad, que fuéramos a no sé qué discoteca los miércoles porque se reúnen allí con los colegas. Loli se lo apuntó en un papel y me ha dicho que vayamos la semana que viene a ver qué tal. Antes de irme a casa, le comenté al padre de Luisa lo de papá y no sé para qué lo hice, porque evidentemente me aconsejó que lo llevara de inmediato al hospital, cosa que no vamos a hacer. Mientras volvía a casa, me tropecé con varios vagabundos en grupos de dos o tres, apenas algo iluminados por la luz de la luna, porque ya no encienden nunca las farolas cuando oscurece. Creo que alguno me vio e hizo ademán de acercarse para pedirme algo, probablemente una limosna, pero yo no paraba de correr, con las historias del gordito aún rondando por mi cabeza. Cuando llegué a casa eran más de las doce y… entonces le vi. A papá, zampándose medio pollo crudo que habíamos dejado descongelándose en la nevera de la cocina.

—Pero, ¿qué haces? —le dije.

Y sólo me respondió con un sonido gutural que no parecía suyo. Me dio miedo, mamá, te lo juro. Entonces corrí hacia la habitación de Sara y cerré la puerta tras de mí, echando el pestillo. Cuando me volví, la descubrí en la cama, abrazada a Miguel, el de la fiesta.

—Pero, ¿qué coño hacéis?

No sé si me fastidió más que Sara no me hubiese contado nada al respecto, o el hecho de constatar que mi hermana menor se había echado novio antes que yo. En fin, puedes estar orgullosa de mí porque me tumbé entre los dos y al menos esa noche no pasó nada.

Mamá, normalmente no te contaría todas estas cosas, ya lo sabes. Pero esto se está descontrolando mucho y necesito que vuelvas cuanto antes. ¿Qué hacemos con papá? Cualquier noche se encuentra con que no hay carne cruda en la nevera y viene a por nosotras. Ya sé que es una locura, pero estoy empezando a pensar cosas muy raras.

Un beso,

Alicia.

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Carta 03

Querida mamá,

Hace unos días pasó algo horrible. El padre de Luisa se presentó en casa por la mañana sin previo aviso y entró directamente en la habitación de papá para echarle un vistazo. Sara y yo nos quedamos sentadas en el salón, esperando a que saliera para darnos el veredicto.

—Se lo van a llevar, Alicia —me dijo ella entre sollozos—. Se lo van a llevar y no le volveremos a ver nunca más, como le ha pasado a Miguel con sus padres.

Esperamos cinco largos minutos sin que pasara aparentemente nada. Sara empezó a comerse las uñas y yo me puse a releer una de tus revistas del corazón, deteniéndome en cada foto varias veces, tratando de decidir si me gustaba o no el modelito que lucían las famosas retratadas. De repente, oímos un grito de dolor y los pasos del padre de Luisa, precipitándose hacia el salón. Le vimos emerger de la habitación de papá con el rostro sudoroso y desencajado, presionando su mano sangrienta contra el pecho.

—¡Me ha mordido! —nos dijo—. ¡El muy capullo me ha mordido!

Sin darnos tiempo a reaccionar, el hombre nos ordenó que le ayudáramos a colocar un mueble delante de la puerta de la habitación para asegurarnos de que “aquel salvaje no saliera de allí”. Sara le dio el mantel de la abuela para que envolviera la mano, le ofrecí un vaso de agua… y al poco se fue diciéndonos que si no llamábamos al ejército que lo haría él mismo porque estaba claro que papá necesitaba tratamiento médico inmediato. Cuando la puerta se cerró tras él, Sara se puso a llorar como una loca, mientras papá aporreaba la puerta de su habitación al tiempo que emitía unos gruñidos extraños que le asemejaban más a un león que a una persona.

—No lo entiendo —me dijo Sara—. ¿Qué le pasa a papá? Normalmente nunca habría mordido a nadie…

Esa misma noche Miguel se instaló en casa con nosotras. En circunstancias normales yo habría opuesto resistencia, mamá, pero estando papá así, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Después de cenar nos sentamos en el salón para ver la peli de vaqueros que estaban poniendo en la tele, pero ninguno de nosotros prestaba mucha atención a la historia porque esperábamos que el ejército irrumpiera en casa de un momento a otro para llevarse a papá, que de vez en cuando dejaba escapar un alarido que me recordaba a los que habíamos oído en casa de Luisa el día de la fiesta. Debía de tener hambre, mamá, pero ninguno de los tres nos atrevíamos a apartar el mueble para entrar en su habitación. Nos quedamos dormidos frente a la tele, donde la vida parecía seguir su curso, dando la espalda a este pueblo y a todos nosotros, aislados del mundo por esta enfermedad que te convierte en un vampiro, o lo que sea. A la mañana siguiente, nos despertamos sobresaltados cuando alguien llamó al timbre de casa a eso de las nueve. Los tres nos pusimos en pie de un salto, alarmados, temiendo lo peor. Volvieron a llamar dos veces antes de que nos diera tiempo a abrir la puerta. Pero allí no estaban ni el ejército, ni el FBI, ni la CIA, ni Scotland Yard, mamá. Eran sólo Luisa y su madre, que traían cara de descompuestas.

—Hola —nos dijo la madre con voz temblorosa—. ¿No habréis visto a Jose? Ayer nos dijo que pasaría por aquí para…

No fue capaz de acabar la frase, simplemente se puso a llorar. Fue Luisa quien nos explicó que su padre había salido de casa a primera hora de la mañana y que no había vuelto desde entonces. Recuerdo que Miguel, Sara y yo nos miramos en silencio y nos encogimos de hombros. Finalmente, les confirmé que el veterinario había pasado por casa, pero que se había marchado sin decir a dónde se iba, lo que era cierto. Pero no les dije nada de la mordedura, mamá, no me atreví.

—Por cierto —nos dijo Luisa señalando a Miguel—. ¿Qué hace éste aquí?

¿Tú crees que hemos hecho mal, mamá? ¿Crees que deberíamos haberles dicho lo de papá? Pero, ¿por qué se comporta así? ¿Qué le habrá pasado al padre de Luisa?

Me gustaría mucho que estuvieras aquí.

Besos,

Alicia.

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Carta 04

Querida mamá,

Estés donde estés, debes saber que Sara y yo te echamos mucho de menos. Aunque ella no entienda por qué estoy perdiendo el tiempo escribiéndote estas cartas (Miguel insiste en que no hay servicio de correos y para ella lo que dice Miguel va a misa), excepcionalmente me ha pedido que te haga saber que ella también te echa de menos y que le gustaría que estuvieras aquí con nosotras en estos momentos. De hecho, lo que estoy a punto de contarte no te va a gustar nada, porque lo diga como lo diga nunca usaré las palabras apropiadas: creemos que papá ha muerto. No se mueve, ni respira y está muy frío. Sí, debe de estar muerto, mamá. Sara dice que todo es culpa mía, que deberíamos de haber entrado en su habitación antes para darle algo de comer o beber, pero ninguno de los tres nos habíamos atrevido, mamá. Después de lo del padre de Luisa, papá podía pasarse horas aporreando la puerta de su habitación, soltando alaridos, o diciendo cosas en un idioma que debía de haberse inventado. Ha estado así cuatro días enteros, durante los cuales apenas hemos podido pegar ojo al pensar que los vecinos le estarían oyendo y que nos denunciarían, consiguiendo que nos metieran a todos en la cárcel. Sin embargo, desde ayer por la tarde ya no oímos nada, lo que nos daba muy mala espina, y ha sido por fin esta mañana cuando Miguel y Sara decidieron entrar en la habitación armados con los palos de golf del abuelo, mientras que yo iba justo detrás de ellos llevando una bandeja con un bocadillo de tortilla de patatas y una botella de agua mineral (ya no nos queda del vino que le gustaba a papá). Como las persianas de la habitación estaban echadas, aquello era como una cueva con un intenso olor a rancio, a pis y otras cosas innombrables. Sara le dio al interruptor de la luz y entonces no pudimos evitar dejar escapar un grito, al verle ahí, tendido en el suelo, completamente desnudo, con la cara demacrada, el pelo revuelto y pareciendo veinte años más viejo que la última vez que le habíamos visto. No era él, no sé lo que era, pero no era él. Miguel le dio un par de golpecitos con el palo de golf y como vimos que no reaccionaba, entre los tres le subimos a la cama porque nos parecía lo más correcto. Olía fatal, mamá, y pesaba muchísimo.

—Está muerto —repetía Sara una y otra vez—. Está muerto, está muerto, está muerto…

Yo le dije que se callara de una vez y ella empezó a gritarme, echándome en cara mil cosas como si el hecho de que yo fuera la hermana mayor me convirtiera en culpable de todo. Yo, que no pude quedarme callada, le tuve que decir que la que no había querido llevarle al hospital era ella, no yo. Y entonces nos enzarzamos en una de esas discusiones interminables que a papá y a ti os molestan tanto, sólo que tú no estabas allí para ponerle fin y papá sí que estaba, pero ya sólo era un cuerpo inerte que no podía decir ni hacer nada al respecto.

—¿Pero queréis dejarlo de una vez? —nos dijo Miguel haciéndonos callar a las dos de golpe—. Vuestro padre está muerto y vosotras os comportáis como dos estúpidas.

Miguel tenía razón, mamá. No sé qué hacíamos allí, gritándonos la una a la otra, en lugar de abrazarnos y llorar desconsoladamente porque le habíamos dejado morirse solo. Creo que nunca me lo perdonaré. Permanecimos un rato más junto al cuerpo, en silencio, sin atrevernos a mirar al cadáver, cabizbajos. Luego Sara empezó a comerse las uñas y aquello fue la señal para ponerse en movimiento. Volvimos a apagar la luz y cerramos la puerta de la habitación, dejando a papá allí.

En unos minutos saldremos a la calle, mamá. Sara dice que tenemos que ir a la iglesia para ver al cura porque si alguien tiene que saber qué se hace con un cadáver, ése tiene que ser él; Miguel insiste en decirnos que no, que el cura no es más que un patético viejo borracho, que hace semanas que nadie le ve porque se ha encerrado en su iglesia. Sin embargo, está dispuesto a acompañarnos, sobre todo porque justo después tenemos que pasar por el supermercado para buscar provisiones. Yo me he empeñado en aprovechar el paseo para echar esta carta y esta vez ni Miguel ni Sara me se han atrevido a meterse conmigo por hacerlo.

Espero que no te hayas enfadado con nosotras, mamá. Lo hemos hecho muy mal, lo sé, pero no hemos sabido hacerlo de otra forma. Te echamos tanto de menos…

Besos,

Alicia.

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Carta 05

Querida mamá,

En mi última carta lo había dejado en que, tras la muerte de papá, habíamos decidido salir a la calle, ¿recuerdas? Hacía días que no lo hacíamos y te juro que el pueblo parecía otro. Tenía la sensación de estar paseando por el escenario de una película postapocalíptica, pues la poca gente que nos cruzamos por la calle iba cargada de bolsas, caminando deprisa, sin levantar la vista; el tráfico habitual era historia; muchas tiendas estaban cerradas y los parques estaban desiertos; las casas, que tenían las persianas bajadas, permanecían inquietantemente silenciosas. Además, cuando llegábamos al supermercado estuvimos a punto de tropezarnos con una docena de vagabundos que caminaban muy despacio, como en una procesión. Por suerte, Miguel, siempre alerta, se dio cuenta a tiempo y pudimos esquivarles sin que nos vieran.

—He oído historias raras sobre esos zombis —nos comentó Miguel—. Dicen que pueden ser muy agresivos, así que mejor no arriesgarnos.

Sé que esto te sonará a locura de las mías, mamá, pero hubiera jurado que había visto a papá caminando entre ellos. Sin embargo, me callé porque sabía que aquellos dos no me creerían y además, dados los recientes acontecimientos, yo misma dudaba de la fiabilidad de mis impresiones.

El supermercado estaba abierto, pero tenía un aspecto muy desangelado, con las estanterías medio vacias. No pudimos conseguir ni la mitad de las cosas de mi lista, pero como andábamos tan mal de provisiones, pillamos lo que encontramos: algo de pasta, arroz, un par de cartones de leche desnatada, dos docenas de huevos caducados (Sara insiste en que no pasa nada si nos los comemos, aunque no sé si creerla), chocolate, salchichas y unas conservas… todo lo cual no llegaba a llenar nuestras mochilas. El viejo de la tienda, tan antipático como de costumbre, no dijo ni pío cuando fuimos a pagarle, pero creo que no le hizo gracia que le diéramos tanta chatarra.

La siguiente parada fue en la iglesia, cuyas puertas estaban abiertas de par en par, pero del cura ni rastro y eso que le buscamos por todas partes. Adentro hacía frío y estaba muy oscuro, pues la nave apenas estaba iluminada por la luz que entraba a través de las vidrieras y alguna que otra vela encendida junto a las estatuillas de Santos y Vírgenes. Miguel y yo miramos en la Sacristía, mientras Sara echaba un vistazo en el mismísimo despacho del religioso, de donde salió con algo de embutido y una amplia sonrisa en su cara.

—Había una cesta con comida sobre la mesa y no pude resistirme —nos dijo—. No creo que le importe, ¿verdad?

Y fue justo entonces cuando oímos un ruido extraño proveniente del fondo de la iglesia (ninguno de los tres nos habíamos atrevido a explorar esa región recóndita) y salimos por patas. Así fue como Miguel, que es un poco bestia, tropezó con la pila bautismal, que cayó derribada al suelo haciendo un ruido estrepitoso que debió de oirse por lo menos a medio kilómetro a la redonda. Nosotros corrimos como locos, sin mirar atrás, hasta que creímos estar a salvo, ya cerca de la oficina de Correos, a donde llegamos sin aliento. Y como si lo de la pila bautismal no hubiera sido suficiente, Miguel nos montó otra escenita cuando al echar mi carta, constató que alguien debía de estar recogiendo la correspondencia (al asomarse por la estrecha abertura del buzón, había creído distinguir apenas media docena de cartas). Fue entonces cuando intentó forzar la puerta de la oficina, cerrada a cal y canto, tras lo cual empezó a aporrearla al tiempo que exigía al cartero a gritos que saliera a la calle para dar la cara como un hombre. Pero allí no parecía que hubiera nadie, o si lo había, pasaba totalmente de nosotros.

—Seguro que ahí adentro hay un degenerado que se divierte leyendo tus cartas… —me dijo cuando se dio por vencido—. ¡Tú verás lo que haces!

Cuando llegamos a casa eran casi las tres y estábamos agotados. Me fui directa a la cocina a guardar la compra en la nevera y apenas había empezado a hacerlo cuando se oyó un grito procedente de la habitación de papá.

—¡Se lo han llevado! —se oyó decir a Sara—. ¡No está, papá no está!

Al abrir la puerta de su habitación se había encontrado con la ventana abierta de par en par, pero ni rastro del cadáver. No entendíamos nada. O había alguien que se dedicaba a robar cadáveres, o papá se había ido por su propio pie y era uno de esos vagabundos que nos habíamos cruzado en la calle, pero de nuevo no dije nada por miedo a asustar a Sara, que estaba sentada en el suelo, llorando, mientras Miguel se asomaba por la ventana, mirando calle arriba y calle abajo, por si veía algo.

Me alegro de que estés en la India, mamá. No vuelvas.Como dice Miguel, aquí pasan cosas muy raras y no nos cuentan nada al respecto. Esto no puede ser una simple gripe. Sara y yo nos hemos prometido dejar de tener discusiones estúpidas e intentar cuidar la una de la otra, así que no te preocupes por nosotras. Averiguaremos lo que ha pasado con papá, te lo prometo. Esta noche Miguel nos llevará a una de esas reuniones semanales que celebra con sus amigos en la discoteca de su tío. Espero que Loli se venga también, ahora cuando vayamos a Correos a echar esta carta, pasaremos por su casa para decírselo. Y quizás también avisemos a Luisa porque, aunque sea un poco tonta, su padre ha desaparecido.

Espero que la próxima vez que te escriba tenga mejores noticias que darte y que el señor de Correos sea legal y te haga llegar esta carta.

Besos,

Alicia.

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Carta 06

Querida mamá:

Tras la desaparición de papá, de la que te había hablado en mi última carta, decidimos que era hora de ir a la discoteca del tío de Miguel para discutir el tema con sus colegas, ¿recuerdas? Pues bien, Sergio, su amigo gordito, vino a recogernos a casa en una ambulancia a eso de las cinco de la tarde.

—¿Eres conductor de ambulancias? —le pregunté.

—No —me contestó—. Pero, ¿a que es una chulada?

—¿Es de un pariente tuyo? —insistí.

—No, mujer —me dijo sonriendo—. Estaba abandonada en mi calle desde hace días, así que hoy la he pillado al venir hacia aquí.

A eso en mi pueblo lo llaman “robar”, pero Miguel me dio un codazo para hacerme callar y todos nos subimos a la ambulancia que Sergio había tomado “prestada”. Primero recogimos a Luisa, que se alegró de poder salir de casa dado que el ambiente no era muy bueno desde la desaparición de su padre. A continuación nos dirigimos a casa de Loli, pero nadie respondía al telefonillo, así que entramos en su portal, que estaba abierto. Luego subimos a su piso, cuya puerta principal también estaba abierta de par en par. Allí no había un alma. En algunas paredes había manchas de sangre, e incluso creímos distinguir señales de lucha que me sobrecogieron. Entonces todos nos sobresaltamos al oír unos gritos provenientes del piso de arriba, como de una mujer a la que algo parecía estar atacándole. Miguel y su amigo sintieron la imperiosa necesidad de socorrer a la pobre desgraciada y subieron escopetados, dejándonos plantadas en el pasillo. No tardaron ni un minuto en bajar, cubiertos en sudor y pálidos como sábanas. Cuando les preguntamos que qué pasaba, no nos respondieron. Simplemente nos dieron un empujón para que bajáramos a toda leche. Al poner en marcha la ambulancia, no sé qué hostias hizo el dichoso Sergio, que le dio a la sirena y por más que Miguel intentó enmudecerla, ella seguía dale que te pego con su “ni-no-ni- no”, haciendo que nuestro paso por el pueblo fuera muy poco discreto. Como en ocasiones anteriores, apenas nos cruzamos con alguna persona por la calle, donde parecía que nuestro vehículo era el único circulando a todo gas, como si aquello fuera una ciudad sin ley sacada de una película futurista.

Aparcamos junto a las puertas de la discoteca pese al vado permanente (en poco menos de una hora debíamos de haber quebrantado varias leyes, pero a nadie parecía importarle mucho) y después de sudar la gota gorda para silenciar a la dichosa ambulancia, que se calló tras emitir un último gemido, nos dirigimos al local, donde reinaba un silencio sepulcral que me daba muy mala espina. En eso que se abrió la puerta principal de golpe y apareció uno de los colegas de Miguel y Sergio, con el rostro desencajado y la camisa rasgada cubierta de sangre. Cuando le preguntaron que qué estaba pasando, el pobre hombre no fue capaz de decir nada con sentido. Nos observó con la mirada perdida y echó a correr calle abajo sin mirar atrás. Adentro se oían gritos, gruñidos y golpes. Olía fuerte, como a podrido, a sangre, a sudor y miedo. Aunque Miguel y Sergio insistieron en que nos quedáramos fuera, nosotras les seguimos hasta dentro, hasta meternos en una película de miedo en que un grupo de seres desfigurados atacaban sin piedad a la docena de jóvenes que había por allí, gritando de dolor a causa de las mordeduras que les estaban infligiendo. Agarramos todo lo que pillamos a mano (sillas, fregonas, botellas) para tratar de ayudar a los colegas de nuestros amigos, pero no hubo manera. Aquellas bestias eran más numerosas que nosotros y su hambre era voraz, de modo que había que salir de allí pitando antes de que se ensañaran con nosotros también. Subimos a la ambulancia, perseguidos por varias de aquellas bestias. Sergio arrancó el motor sin poder evitar que volviera a sonar la sirena, causando el mismo escándalo de antes.

Apenas habíamos avanzado medio kilómetro en la dichosa ambulancia, cuando les vimos, mamá. A papá y al padre de Luisa, que caminaban por la calle junto con otros dos colegas. Todos tenían un aspecto deplorable, de hecho, parecían primos hermanos de los de la discoteca. Al padre de Luisa le faltaba un brazo y caminaba cojeando, pero no parecía importarle. Papá tampoco tenía muy buen aspecto, tenía un agujero en la cabeza y la cara algo desfigurada. Pero mamá, piénsalo bien, el hecho es que no está muerto, o al menos, no del todo.

Luisa pareció volverse loca. Empezó a gritar pidiendo que paráramos la ambulancia, decía que quería bajarse para hablar con su padre. Pero Sergio no hizo ni caso, ¿sabes? Pisó el acelerador, mientras Sara y yo tratábamos de calmar a Luisa, que lloraba como una histérica; Miguel no dejaba de gritar que se callara; y la sirena seguía dale que te pego con su “ni, no, ni, no”. Y si todo aquello no fuera suficiente, Sergio frena en seco para no atropellar a un tipo que se nos quedó mirando por un instante, para luego acercarse al coche y dar un contundente puñetazo al capó, que nos dejó a todos sin habla. Por un momento creí que iba a obligarnos a salir del vehículo para darnos una paliza a todos, pero, por suerte, pareció pensárselo mejor y siguió su camino, internándose en las calles oscuras. A Luisa se le debió de pasar la histeria, pues la oímos decir:

—Jo, chicas, ¿le habéis visto? ¡Qué bueno que estaba el tío!

De todos es sabido el mal gusto que tiene Luisa con los chicos, pero a éste al menos había que agradecerle que con un simple puñetazo hiciera callar a Luisa y a la dichosa ambulancia, cuya sirena había dejado de sonar de golpe y porrazo.

Mamá, si lees esto, ve a la Prensa, explícales lo que está pasando. Que nos manden médicos, helicópteros, bombarderos, super agentes especiales, lo que haga falta. Mientras tanto, te prometo que cuidaremos la una de la otra y que no dejaremos de estar pendientes de papá.

Besos,

Alicia.

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Carta 07

Buenas,

Me han dicho Sara y Miguel que si quiero seguir arriesgando inútilmente mi vida para echar estas estúpidas cartas en el buzón de Correos, que por ellos bien. Después de todo, nadie puede negar que vivir en una ciudad con zombis es algo bastante estresante. Así que si esto es lo que necesito para no volverme loca, pues adelante. Pero también me han dicho que si voy a seguir echando estas cartas, que por lo menos sea un poco realista y que acepte el hecho de que, si alguna vez alguien las lee, fijo que no va a ser mi madre. Porque si el pueblo está bloqueado, si no hay internet, ni teléfono, ni autoridad ninguna… Pues está claro que tampoco puede haber servicio de correos, ¿no? Cabría preguntarse entonces a quién demonios le estoy escribiendo estas líneas, pero eso no creo que nunca llegue a saberlo.

Esta mañana a la hora del desayuno Sergio vino en su ambulancia para llevarse de expedición a Miguel, con quien quería comprobar si hay forma humana de salir de este pueblucho. Justo antes de marcharse, Miguel nos dedicó una mirada severa a Sara y a mí, tras lo cual nos ordenó que nos quedáramos en casa durante su ausencia. Sin embargo, no le hicimos ningún caso, pues tanto mi hermana como yo necesitábamos ver a nuestro padre. Salimos armadas con los palos de golf y nos llevamos unos prismáticos para no tener que acercarnos mucho a los zombis. Como ya era habitual, en la calle no había nadie, avanzábamos despacio y con cuidado, procurando pasar desapercibidas. El corazón me latía deprisa y se aceleraba aún más cada vez que creía distinguir algún ruido fuera de lo habitual. Nos llevamos un buen susto al cruzarnos con un chucho gris que se había refugiado en un portal de camino a la discoteca. Al vernos, se abalanzó sobre nosotras embargado de alegría. A Sara no se le ocurrió otra cosa que darle una barrita de cereales rancia que apareció en uno de los bolsillos de su chaqueta. Craso error, pues ya no hubo forma humana de sacarse de encima al animal, que nos seguía a todas partes, moviendo la cola, babeando y despidiendo un olor nauseabundo que prefiero no recordar.

A mi padre le encontramos un poco más allá de la discoteca, en las inmediaciones de la Plaza de Toros, donde participaba en una especie de concentración de zombis. No pudimos evitar que el perro saliera corriendo hacia el grupo de concentrados, aproximadamente dos docenas de seres andrajosos y maltrechos, que caminaban en círculos al tiempo que emitían sonidos guturales. La presencia del perro no pasó desapercibida, pues un buen número de asistentes interrumpieron la actividad en la que estaban enfrascados para tratar de darle caza, aunque de forma tan torpe que al perro no parecía que le costara esquivarles.

—¿No crees que deberíamos hacer algo? —me preguntó Sara.

—¿Te refieres a arriesgar nuestras vidas para salvar a un chucho desconocido?

—No —replicó ella—. Me refiero a que quizás papá tenga hambre y que deberíamos ayudarle a cazar al perro.

Gracias a Dios, no fue necesario. Fue terminar de decir su frase y oir el aullido lastimero del perro, seguido de una especie de alarido victorioso proferido por el zombi que había logrado atraparle. A continuación sus compañeros (papá incluído) se abalanzaron sobre el chucho, iniciándose una carnicería, cuyos detalles no quisimos pararnos a ver por no perder el respeto a nuestro padre. Habíamos ido a verle y estaba claro que estaba bien, así que nos volvimos a casa con el estómago algo revuelto, a causa del espectáculo que acabábamos de presenciar.

Son las cinco y Miguel y Sergio aún no han vuelto. Por mí que no vuelvan, pero sé que Sara está preocupada porque ha empezado a comerse las uñas.

Un saludo,

Alicia.

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Carta 08

A ti, seas quien seas.

Los chicos no volvían. Habían salido por la mañana en la ambulancia para averiguar si había forma humana de salir del pueblo y cuando ya anochecía aún no sabíamos nada de ellos. A Sara ya no le quedaban más uñas que morderse. De hecho, tenía los dedos en carne viva. Desde hacía horas, no se movía de la ventana de la habitación de mi padre, desde donde vigilaba la calle, en espera del regreso de los dos expedicionarios. Yo me había puesto a planchar (como si a alguien le pudiera importar en aquel momento si llevábamos la ropa arrugada o no) y, entre prenda y prenda, no podía dejar de pensar en todas aquellas películas en que bastaba que el grupo de amigos se separara para que se cepillaran a alguno de ellos. Pero una cosa sí que estaba clara: en aquella escena los que llevaban todas las de perder eran Miguel y Sergio.

A las diez de la noche obligué a mi hermana a cenar algo y mientras jugueteábamos con la comida, sin ser capaces de probar bocado, nos sobresaltamos al oír el sonido familiar de la sirena de nuestra ambulancia. Corrimos escaleras abajo para dar la bienvenida a nuestros amigos. Venían con Luisa, que bajó del coche con un macuto.

—No os importará que me mude aquí, ¿verdad? —nos preguntó a gritos, pues al ruido de la sirena había que sumarle la paliza que Miguel y Sergio le estaban dando a la ambulancia para que se callara—. ¡Mi madre creo que se ha vuelto loca! ¡Hace días que no la veo!

Traía la mano vendada y al preguntarle cómo se había hecho daño, nos aseguró que no había sido ningún zombi.

—Fue sólo un chuco que me atacó en la calle —nos explicaba en el preciso momento en que un golpe certero de Sergio conseguía silenciar la sirena—. ¡Por suerte es sólo un rasguño!

Sara y yo intercambiamos unas miradas algo inquietas y supe que se hacía las mismas preguntas que yo: ¿Sería posible que fuera el mismo chucho? ¿Y si los chuchos también pudieran convertirse en zombis? ¿Y si aquel rasguño era suficiente para contagiarle a Luisa aquella enfermedad? Y nos hubiéramos hecho muchas más preguntas, de no ser porque justo entonces Miguel pareció ver algo a lo lejos que no le gustó mucho. Nos metió en la casa de un empujón, mientras Sergio se apresuraba a coger una bolsa rosa de la parte de atrás de la ambulancia. Cuando todos estábamos dentro de casa, Miguel cerró la puerta y nos hizo una señal para que permaneciéramos en silencio. Al poco se oyó un pequeño tumulto que pasaba por delante de casa. Oímos cómo los zombis aporreaban la puerta, la ambulancia, soltaban gruñidos, aullidos, rompían cristales, avanzaban calle abajo, se alejaban… y todos seguimos quietos hasta que no escuchamos nada más. Luego subimos a la cocina, sin decir ni una sola palabra.

—¿Puedo ir al baño? —preguntó Luisa, rompiendo el silencio.

Mientras Sergio y Miguel se zampaban la cena, nos contaron que sus pesquisas de aquel día les habían llevado a la conclusión de que era imposible salir de la comarca. Es decir, habían podido constatar que había una enorme valla electrificada instalada alrededor de nuestro pueblo y un par de pueblos vecinos. Aunque no tardaron en comprender que no era posible sortear aquel muro metálico sin disponer de un equipo muy sofisticado, habían pasado el día yendo de un lado a otro, tratando de averiguar si aquella dichosa valla tenía algún punto débil, pero si lo tenía, no lograron encontrarlo. Tanto en el centro como en los alrededores, e incluso en otros pueblos, el panorama siempre era el mismo: las calles desiertas, sucias, las casas silenciosas, cerradas a cal y canto o con las puertas abiertas de par en par, algunas tiendas saqueadas, coches abandonados… Entre las pocas personas que se habían cruzado, había un compañero del instituto, Lucas, que les había dicho que se había refugiado con su familia y unos vecinos en un supermercado. Aunque a regañadientes, les había dejado que se llevaran unas conservas, las que habían traído en la bolsa rosa de la ambulancia.

—Había muchos grupos de zombis en el bosque —nos dijo Sergio—. Algunos son muy rápidos.

Nos contó que esos zombis corrieron largo rato tras la ambulancia, atraídos por el sonido de la sirena, que se había puesto en marcha al pasar un bache… y no consiguieron perderles de vista hasta que varios kilómetros después volvieron a internarse en el pueblo.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó entonces Luisa, a la que no habíamos visto volver. Apretaba su mano vendada contra el pecho. Sara y yo volvimos a mirarnos sin decir nada.

No sé, ¿qué vamos a hacer?

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Carta 09

Hace cosa de una semana mis compañeros y yo nos reunimos en la cocina de mi casa para celebrar una asamblea en la que básicamente se trataba de decidir qué hacer con nuestras vidas. Sí, era genial no tener que vivir bajo el yugo de las dictaduras paternas, pero vivir en democracia también podía ser duro, sobre todo porque había que pararse a pensar de vez en cuando. No tardamos en percatarnos de que bajo aquel techo había dos posturas enfrentadas: Luisa y yo votábamos por quedarnos en casa y resistir aquella invasión zombi como buenamente pudiéramos, limitándonos a hacer pequeñas incursiones para conseguir provisiones, mientras esperábamos a que nos rescataran; sin embargo, Miguel, Sergio y Sara, que habían formado piña, insistían en que había que largarse del centro del pueblo cuanto antes y procurar cargarnos al mayor número posible de zombis, al tiempo que tratábamos de encontrar una forma de saltar la valla electrificada.

—Pensadlo bien —nos dijo Miguel—. ¿Realmente queréis que nos quedemos aquí encerrados? ¿Haciendo el qué? ¿Mirándonos los caretos? ¿Viendo la tele?

—¿Es que créeis que alguien va a molestarse en salvarnos? —añadió Sara—. Está claro que si han puesto la puta valla alrededor del pueblo es porque quieren dejar que nos pudramos aquí adentro… ¿Es que vamos a quedarnos cruzados de brazos?

—Además —dijo Sergio—, tarde o temprano no podremos conseguir más comida… y, ¿entonces qué? ¿Nos comeremos los unos a los otros?

Traté de resistirme a sus argumentos, pero reconozco que lo de la tele fue decisivo, pues últimamente la programación era pésima.

—De todos modos —les dije antes de dar mi brazo a torcer—, quiero que conste que esto no es una democracia, sino una dictadura encubierta: ¡aquí siempre acabamos haciendo lo que dice Miguel!

En cuanto a Luisa, se limitó a ponerse a llorar, pero no sé si era porque tenía miedo a salir de casa o por su brazo, que pintaba fatal. Sara y yo le habíamos pedido que nos lo enseñara aquella misma mañana y ella lo hizo, tras hacernos jurar que no se lo contaríamos a los chicos.

—Me estoy convirtiendo en uno de esos zombis, ¿verdad? —nos dijo mientras mi hermana y yo tratábamos de mantener la compostura ante aquel amasijo maloliente de pus, gangrena, o lo que diablos fuera aquello—. ¡Tengo miedo!

Quizás sea un error ocultarle esto a Miguel y Sergio, pero Luisa es mi amiga y me da igual si es humana, medio zombi, o zombi del todo: siempre estará en mi equipo. Igual que papá, o Loli y su familia, que también deben de haber enfermado, o mis compañeros de clase y los profes (menos la de Latín, a la que nunca he tragado). Me da lo mismo lo que me diga Miguel: no sólo no me los cargaré nunca, sino que tendrán que pasar sobre mi cadáver para hacerlo. Sara no dice nada, pero sé que piensa igual. Además, ¿qué pasa si un día encuentran una cura, eh? ¡No nos lo perdonaríamos nunca!

Ahora estamos organizándonos un poco, ¿sabes? No puedes salir a lo tonto y a lo loco y ponerte a matar zombis así como así… porque entonces lo más probable es que el que acabe muerto seas tú. Para empezar, todos los días jugamos una media de dos horas a los videojuegos de zombis de Sara; también salimos a la calle en parejas para aprovisionarnos de comida, buscar armas y observar al enemigo; finalmente, Luisa, que es la única que no sale de casa, se ha puesto a cosernos trajes a todos porque si vamos a ser superhéroes, tendremos que ir vestidos para la ocasión. Según Miguel, aún nos queda la prueba de fuego:

—¡Tenemos que matar a nuestro primer zombi!

Porque está claro que una cosa es matarlo sobre el papel… y otra bien distinta es encontrarte frente a uno y clavarle una estaca en el corazón.

—¡Que no son vampiros! —me dice Sergio con aire burlón.

Es igual, sean lo que sean, ¡allá vamos! ¡Temblad, malditos!

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Carta 10

Queridísima Luisa:

Estábamos casi listos. De hecho, todo estaba saliendo de perlas, pero bastaron apenas unos minutos para que las cosas se torcieran y salieran como salieron, es decir, muy mal… Y si esta es la primera y última carta que te escribo es porque la que saliste peor parada fuiste precisamente tú. Espero que sepas lo mucho que lo siento. Te quiero y siempre te querré. No lo olvides nunca, por favor.

En el barrio, las cosas no hacían más que empeorar de día en día. Un grupo de zombis, entre ellos mi propio padre, se había instalado en el edificio de enfrente, como si se trataran de unos vulgares “okupas”. Nos vino bien porque no teníamos que salir a la calle para observarles, pero, evidentemente, tenerles tan cerca limitaba mucho nuestras salidas, pues aquello era un continúo trasiego de zombis, calle arriba, calle abajo… para acabar metiéndose en las casas de nuestros vecinos de enfrente, donde lo único que hacían era caminar en círculos como imbéciles. Aunque lo peor no era eso, sino el hecho de que todas las noches mi padre se acercara a casa a eso de las diez para ponerse a aporrear la puerta principal, como si viniera a cenar después de jugar su partida de mus. Sara y yo nos poníamos de los nervios, de veras.

—Hay que largarse de aquí cuanto antes —nos dijo Miguel una noche mientras cenábamos.

Después de aporrear la puerta durante un rato, parecía que a mi padre se le olvidaba para qué había venido, porque daba media vuelta para meterse en el edificio de enfrente, donde suponíamos que se unía a alguno de los corros que formaban sus amigos. Sólo lo intuíamos porque los zombis no sabían darle al interruptor de la luz, así que en cuanto se ponía al sol, vivían en un mundo de tinieblas.

Nuestros trajes de super héroes estaban listos y eran de lo más chulos. El mío era rosa y llevaba una capa con unos volantes super monos, que le causaron mucha risa a Sara, que iba embutida en un mono amarillo muy poco discreto que le marcaba las dos curvas escasas que tenía. Miguel y Sergio preferían ir en plan militar; y tú te hiciste un vestido rojo precioso, que resaltaba tu palidez enfermiza.

—¿Pero a dónde vas con eso? —te preguntó Sergio, siempre tan sútil.

Ya teníamos localizado al zombi con el que íbamos a estrenarnos, un tipo bajito y con barba que me recordaba mucho a Chuck Norris. Los chicos tenían la teoría de que la única forma de acabar con un zombi era cortándole la cabeza, así que Sergio se había agenciado un hacha; mientras que Miguel optó por una sierra y Sara por un juego de cuchillos que le habían regalado a mi madre justo antes de irse a la India. Como no te sentías bien y te seguías negando a salir, decidí quedarme en casa contigo. En cuanto al amigo Chuck, nos lo había puesto bien fácil, pues todas las mañanas pasaba a las ocho en punto por delante de nuestra casa para irse a por churros al bar frente a la iglesia.

—Mañana dará su último paseo —nos anunció Miguel con un aire solemne.

A las siete de la mañana ya estaban los tres listos, ataviados con tus trajes, discutiendo estrategias mientras acababan de tomarse el café. A las ocho y cinco les vi marcharse tras Chuck y cerré la puerta con llave. Me puse a lavar los platos de la cocina y cuando estaba acabando oí un ruido, como de algo pesado que caía al suelo. Luego un silencio sepulcral y al poco unos golpes que provenían de tu habitación, Luisa. Pensé que un “okupa” había entrado y te estaba atacando. Miré alrededor, buscando un posible arma. No estaba preparada para aquello. ¿Una sartén? ¿El cuchillo del jamón? ¿Un martillo? Opté por lo último y me dirigí a tu habitación, llamándote. ¿Luisa?

Los latidos de mi corazón sonaban más fuertes que los golpes que propinaban a tu puerta, ante la cual me paré en seco. ¿La abría? ¡Mierda! Y, ¿por qué la iba a abrir? ¿Luisa?

Aquel maldito martillo no iba a servirme de nada. Uno, dos, tres… Abrí la puerta y di tres pasos hacia atrás. Y al otro lado, al otro lado… estabas tú, pero no eras tú. Eras una especie de monstruo, con olor a podrido, un líquido verduzco saliendo por tu boca, los ojos desorbitados, el rostro blanquecino surcado por venas oscuras, el pelo revuelto, el vestido rojo despedazado… Te abalanzaste sobre mí y de repente olvidé que éramos amigas, sólo pensaba en salvar el pellejo, en evitar que me mordieras, en correr y poner tierra de por medio. Me precipité escaleras abajo y tú me seguías de cerca, tan de cerca. Mierda, Luisa, eras tú o yo. Pero el martillo ya no estaba, lo había perdido por el camino. Piensa, Alicia, piensa. Abajo, en el garaje, las herramientas, algo habría. Y tú pisándome los talones, alargando los brazos para tirar de mi bata y atraparme. Cuando entré en el garaje, cerré la puerta tras de mí. Te quedaste afuera aporreando como una bestia y yo que no encontraba el interruptor de la luz. Entonces abriste la puerta, no sé cómo. Y te oía respirar y hablar en ese idioma gutural, como mi padre. Te acercabas, estaba perdida. Podía sentir tu aliento. Para cuando te abalanzaste sobre mí, tratando de morderme, ya me había acostumbrado a la oscuridad y podía adivinar el contorno de tu cara desfigurada. Luchamos durante un minuto o dos, una eternidad. Me estaba quedando sin fuerzas y sabía que pronto llegaría el momento en que me darías ese primer bocado fatal. Fue entonces cuando se encendió la luz de golpe, cegándonos a las dos por un instante. Cuando quise darme cuenta, estabas tendida a mi lado, desprovista de la cabeza, que rodaba hacia la puerta del garaje, en cuyo umbral se encontraban Sergio, Miguel y Sara.

—¡Y ya van dos! —dijo Sergio eufórico.

—¡Imbécil! —le dije entre sollozos—. ¡Te acabas de cargar a Luisa!

Hemos recogido todo, en breve partimos hacia a las afueras. En el centro del pueblo ya sois demasiados y si hay alguna forma de salir de esta pesadilla, no está aquí, sino a las afueras, junto a esa puta valla que nos mantiene presos.

Lo siento, pero eras tú o yo… Espero que nos perdones.

Siempre tuya,

Alicia.

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