Alicia
05/Oct/2011
bloody hand
06

Querida mamá:

Tras la desaparición de papá, de la que te había hablado en mi última carta, decidimos que era hora de ir a la discoteca del tío de Miguel para discutir el tema con sus colegas, ¿recuerdas? Pues bien, Sergio, su amigo gordito, vino a recogernos a casa en una ambulancia a eso de las cinco de la tarde.

—¿Eres conductor de ambulancias? —le pregunté.

—No —me contestó—. Pero, ¿a que es una chulada?

—¿Es de un pariente tuyo? —insistí.

—No, mujer —me dijo sonriendo—. Estaba abandonada en mi calle desde hace días, así que hoy la he pillado al venir hacia aquí.

A eso en mi pueblo lo llaman “robar”, pero Miguel me dio un codazo para hacerme callar y todos nos subimos a la ambulancia que Sergio había tomado “prestada”. Primero recogimos a Luisa, que se alegró de poder salir de casa dado que el ambiente no era muy bueno desde la desaparición de su padre. A continuación nos dirigimos a casa de Loli, pero nadie respondía al telefonillo, así que entramos en su portal, que estaba abierto. Luego subimos a su piso, cuya puerta principal también estaba abierta de par en par. Allí no había un alma. En algunas paredes había manchas de sangre, e incluso creímos distinguir señales de lucha que me sobrecogieron. Entonces todos nos sobresaltamos al oír unos gritos provenientes del piso de arriba, como de una mujer a la que algo parecía estar atacándole. Miguel y su amigo sintieron la imperiosa necesidad de socorrer a la pobre desgraciada y subieron escopetados, dejándonos plantadas en el pasillo. No tardaron ni un minuto en bajar, cubiertos en sudor y pálidos como sábanas. Cuando les preguntamos que qué pasaba, no nos respondieron. Simplemente nos dieron un empujón para que bajáramos a toda leche. Al poner en marcha la ambulancia, no sé qué hostias hizo el dichoso Sergio, que le dio a la sirena y por más que Miguel intentó enmudecerla, ella seguía dale que te pego con su “ni-no-ni- no”, haciendo que nuestro paso por el pueblo fuera muy poco discreto. Como en ocasiones anteriores, apenas nos cruzamos con alguna persona por la calle, donde parecía que nuestro vehículo era el único circulando a todo gas, como si aquello fuera una ciudad sin ley sacada de una película futurista.

Aparcamos junto a las puertas de la discoteca pese al vado permanente (en poco menos de una hora debíamos de haber quebrantado varias leyes, pero a nadie parecía importarle mucho) y después de sudar la gota gorda para silenciar a la dichosa ambulancia, que se calló tras emitir un último gemido, nos dirigimos al local, donde reinaba un silencio sepulcral que me daba muy mala espina. En eso que se abrió la puerta principal de golpe y apareció uno de los colegas de Miguel y Sergio, con el rostro desencajado y la camisa rasgada cubierta de sangre. Cuando le preguntaron que qué estaba pasando, el pobre hombre no fue capaz de decir nada con sentido. Nos observó con la mirada perdida y echó a correr calle abajo sin mirar atrás. Adentro se oían gritos, gruñidos y golpes. Olía fuerte, como a podrido, a sangre, a sudor y miedo. Aunque Miguel y Sergio insistieron en que nos quedáramos fuera, nosotras les seguimos hasta dentro, hasta meternos en una película de miedo en que un grupo de seres desfigurados atacaban sin piedad a la docena de jóvenes que había por allí, gritando de dolor a causa de las mordeduras que les estaban infligiendo. Agarramos todo lo que pillamos a mano (sillas, fregonas, botellas) para tratar de ayudar a los colegas de nuestros amigos, pero no hubo manera. Aquellas bestias eran más numerosas que nosotros y su hambre era voraz, de modo que había que salir de allí pitando antes de que se ensañaran con nosotros también. Subimos a la ambulancia, perseguidos por varias de aquellas bestias. Sergio arrancó el motor sin poder evitar que volviera a sonar la sirena, causando el mismo escándalo de antes.

Apenas habíamos avanzado medio kilómetro en la dichosa ambulancia, cuando les vimos, mamá. A papá y al padre de Luisa, que caminaban por la calle junto con otros dos colegas. Todos tenían un aspecto deplorable, de hecho, parecían primos hermanos de los de la discoteca. Al padre de Luisa le faltaba un brazo y caminaba cojeando, pero no parecía importarle. Papá tampoco tenía muy buen aspecto, tenía un agujero en la cabeza y la cara algo desfigurada. Pero mamá, piénsalo bien, el hecho es que no está muerto, o al menos, no del todo.

Luisa pareció volverse loca. Empezó a gritar pidiendo que paráramos la ambulancia, decía que quería bajarse para hablar con su padre. Pero Sergio no hizo ni caso, ¿sabes? Pisó el acelerador, mientras Sara y yo tratábamos de calmar a Luisa, que lloraba como una histérica; Miguel no dejaba de gritar que se callara; y la sirena seguía dale que te pego con su “ni, no, ni, no”. Y si todo aquello no fuera suficiente, Sergio frena en seco para no atropellar a un tipo que se nos quedó mirando por un instante, para luego acercarse al coche y dar un contundente puñetazo al capó, que nos dejó a todos sin habla. Por un momento creí que iba a obligarnos a salir del vehículo para darnos una paliza a todos, pero, por suerte, pareció pensárselo mejor y siguió su camino, internándose en las calles oscuras. A Luisa se le debió de pasar la histeria, pues la oímos decir:

—Jo, chicas, ¿le habéis visto? ¡Qué bueno que estaba el tío!

De todos es sabido el mal gusto que tiene Luisa con los chicos, pero a éste al menos había que agradecerle que con un simple puñetazo hiciera callar a Luisa y a la dichosa ambulancia, cuya sirena había dejado de sonar de golpe y porrazo.

Mamá, si lees esto, ve a la Prensa, explícales lo que está pasando. Que nos manden médicos, helicópteros, bombarderos, super agentes especiales, lo que haga falta. Mientras tanto, te prometo que cuidaremos la una de la otra y que no dejaremos de estar pendientes de papá.

Besos,

Alicia.