Alicia
29/Jun/2014
bloody hand
26

Querida Mamá,

El sonido de los disparos que había oido desde el instituto me llevó a un barrio residencial de clase media a las afueras del pueblo, pero una vez allí no supe hacia dónde seguir y me culpé por haberme dejado llevar por un impulso estúpido que podía costarme bien caro. La buena noticia era que había dejado atrás a los zombis y las ratas, la mala era que no tenía ni la menor idea de cómo salir de aquel laberinto de chalets adosados.

Tenía tanta hambre y sueño que empezaba a desvariar. Caminaba por las calles desiertas arrastrando los pies y hablando sola, entraba en un par de casas donde ya no había nada que saquear, gritaba de rabia, rompía un jarrón para vengarme del mundo, volvía a salir tropezando con algún escalón, me sentaba junto a un árbol o un muro para recuperar fuerzas, me dormía y cuando despertaba casi ni sabía quién era. Luego vuelta a empezar.

En una de aquellas ocasiones desperté en un parque, donde había una fuente de la que brotaba agua fresca. Me quedé mirándola un buen rato, embobada, tratando de decidir si era real o sólo un producto de mi fantasía. Finalmente, me acerqué a ella renqueando y al notar el agua fría en mis manos, me convencí de que era de verdad. Bebí litros y litros de agua, lo que me hizo sentirme bastante mejor. Al volver mi mirada hacia el árbol de donde había venido, me sobresalté al descubrir una figura andrajosa, que igual llevaba una eternidad descansando a mi lado, sin que me hubiera percatado hasta entonces. ¡Lucas! ¡Lucas con una mochila roja colgando de su hombro!

Sin pensarlo dos veces, me abalancé sobre la mochila y la abrí para ver si contenía algo comestible. Efectivamente, había un trozo de salchichón, un par de latas de sardinas, un frasco con pepinillos e incluso media tableta de chocolate con almendras. Cuando me estaba acabando el salchichón, me di cuenta de que Lucas me miraba fijamente. Su cara me asustó tanto que no quise saber lo que tenían que anunciarme sus labios. Con manos temblorosas, le señalé la fuente, a donde se acercó para asearse un poco y calmar la sed. Volvió al árbol y nos quedamos allí dormidos. Cuando volví a abrir los ojos estaba anocheciendo y Lucas me seguía mirando en silencio.

—No tienes la culpa de que se haya muerto —le dije tragando saliva—. Nadie tiene la culpa de nada

—Te equivocas, sí que tengo la culpa —me contestó con un hilo de voz.

Me hizo retroceder al día en que nos perdimos la pista, cuando llegamos al pueblo al frente de su ejército zombi. Según me contó, la cosa se nos complicó bastante debido a la aparación de nuevos zombis que no le reconocieron como líder, consiguiendo que los nuestros se dispersaran. A mí debió de entrarme un ataque de pánico, ante lo cual Sergio inició una discusión con Lucas que acabó en el momento en que un grupo de zombis desconocidos se dispuso a atacarnos. Ignorando mi llanto desconsolado, los dos amigos se defendieron como pudieron, propinando palos y emitiendo rugidos. Tras una larga batalla, consiguieron que el enemigo se retirara y que un centenar de amigos andrajosos volviera al redil. Sin embargo, aquella pequeña victoria tuvo un precio muy alto: Sergio había recibido un mordisco en el brazo, que le había obligado a sentarse en el suelo, preso del dolor y de la rabia. Fue sólo entonces cuando se percataron de mi ausencia.

—Quédate aquí sin perder de vista a estos imbéciles —le dijo Lucas a Sergio señalando a lo que quedaba de su ejército—. Sé a dónde ir para conseguir comida y algo con que curarte esa herida. También puedo pasar por casa de Alica, si quieres.

—¿Lo prometes? —le había dicho Sergio, clavándole la mirada.

Lucas se lo prometió, aunque no sabía dónde estaba mi casa, ni se molestó en pedirle la dirección. De hecho, se limitó a acercarse al piso de unos tíos, donde encontró un botiquín vacío y un par de cosas comestibles que metió en su mochila. Cuando pasó junto a la puerta de una farmacia, se preguntó si debía entrar para buscar unas vendas o algo, pero una rata enorme le hizo cambiar de opinión. Cuando volvió junto a Sergio, le contó que me había visto pero que ya era tarde para mí, improvisó un vendaje para el brazo y le ayudó a ponerse en pie para proseguir la marcha. Sergio, que se había quedado pálido con la noticia, siguió a Lucas en silencio, como un zombi más.

La idea era escapar por la verja, haciendo que los zombis se amontonaran junto a ella para usarles de rampa hacia el exterior. Una vez montada, ya sólo era cuestión de caminar sobre ella para salir de allí echando leches. Sin embargo, la mala suerte, o la extremada eficiencia del ejército, quiso que una patrulla militar apareciera de repente, iniciando un tiroteo sin previo aviso. Los cuerpos de los zombis y de los soldados caían derribados al suelo a montones. Lucas echó a correr, sin pensar más que en sí mismo. No había puesto suficiente tierra de por medio, cuando creyó oir a su amigo pidiendo clemencia. Al volverse pudo ver cómo el jefe militar le agarraba por el pescuezo y le metía una bala en la cabeza sin inmutarse. Nunca olvidaría sus gafas oscuras, ni ese enorme bigote bajo la nariz aguileña.

—Salí corriendo de allí —me dijo Lucas con voz entrecortada—. Conseguí traerme esto.

Me puso una pistola en la mano. La miré, le miré.

—Dispárame si quieres —me dijo—. Me da igual y nadie te culparía.

En ese momento, una ráfaga de imágenes pasó por mi cabeza: mi padre atacando al veterinario, la cara de Luisa y su madre cuando vinieron preguntando por él, el silencio con el que les respondimos Sara, Miguel y yo; mi padre agonizando en su habitación, sin recibir los cuidados necesarios a causa de nuestros miedos; Sergio encerrado en un armario mientras dejaba que los zombis acabaran con la vida de su mejor amigo; yo misma matando a la versión zombi de mi hermana con mis propias manos. Hacía ya una eternidad que en el pueblo no había culpables ni inocentes, sólo éramos un pequeño grupo de personas tratando de sobrevivir a costa de lo que fuera.

Le abracé fuerte y nos pusimos a llorar por todo y por nada. Seguimos así, abrazados, hasta que caí en la cuenta de que al menos había un culpable en toda esta historia.

—Lucas, ¿cómo decías que era ese militar que se cargó a Sergio?

No sé, Mamá, empiezo a creer que nada de lo que pienso o hago tiene sentido. Sólo sé que tenemos una pistola con cuatro balas y que hay un militar por ahí suelto que está pidiendo a gritos que se las metamos en la cabeza. Eso y salir de aquí pitando son las únicas dos razones que tengo para levantarme cada mañana. No me queda más.

Un beso muy grande de tu hija que te quiere.