Querida mamá,
Estés donde estés, debes saber que Sara y yo te echamos mucho de menos. Aunque ella no entienda por qué estoy perdiendo el tiempo escribiéndote estas cartas (Miguel insiste en que no hay servicio de correos y para ella lo que dice Miguel va a misa), excepcionalmente me ha pedido que te haga saber que ella también te echa de menos y que le gustaría que estuvieras aquí con nosotras en estos momentos. De hecho, lo que estoy a punto de contarte no te va a gustar nada, porque lo diga como lo diga nunca usaré las palabras apropiadas: creemos que papá ha muerto. No se mueve, ni respira y está muy frío. Sí, debe de estar muerto, mamá. Sara dice que todo es culpa mía, que deberíamos de haber entrado en su habitación antes para darle algo de comer o beber, pero ninguno de los tres nos habíamos atrevido, mamá. Después de lo del padre de Luisa, papá podía pasarse horas aporreando la puerta de su habitación, soltando alaridos, o diciendo cosas en un idioma que debía de haberse inventado. Ha estado así cuatro días enteros, durante los cuales apenas hemos podido pegar ojo al pensar que los vecinos le estarían oyendo y que nos denunciarían, consiguiendo que nos metieran a todos en la cárcel. Sin embargo, desde ayer por la tarde ya no oímos nada, lo que nos daba muy mala espina, y ha sido por fin esta mañana cuando Miguel y Sara decidieron entrar en la habitación armados con los palos de golf del abuelo, mientras que yo iba justo detrás de ellos llevando una bandeja con un bocadillo de tortilla de patatas y una botella de agua mineral (ya no nos queda del vino que le gustaba a papá). Como las persianas de la habitación estaban echadas, aquello era como una cueva con un intenso olor a rancio, a pis y otras cosas innombrables. Sara le dio al interruptor de la luz y entonces no pudimos evitar dejar escapar un grito, al verle ahí, tendido en el suelo, completamente desnudo, con la cara demacrada, el pelo revuelto y pareciendo veinte años más viejo que la última vez que le habíamos visto. No era él, no sé lo que era, pero no era él. Miguel le dio un par de golpecitos con el palo de golf y como vimos que no reaccionaba, entre los tres le subimos a la cama porque nos parecía lo más correcto. Olía fatal, mamá, y pesaba muchísimo.
—Está muerto —repetía Sara una y otra vez—. Está muerto, está muerto, está muerto…
Yo le dije que se callara de una vez y ella empezó a gritarme, echándome en cara mil cosas como si el hecho de que yo fuera la hermana mayor me convirtiera en culpable de todo. Yo, que no pude quedarme callada, le tuve que decir que la que no había querido llevarle al hospital era ella, no yo. Y entonces nos enzarzamos en una de esas discusiones interminables que a papá y a ti os molestan tanto, sólo que tú no estabas allí para ponerle fin y papá sí que estaba, pero ya sólo era un cuerpo inerte que no podía decir ni hacer nada al respecto.
—¿Pero queréis dejarlo de una vez? —nos dijo Miguel haciéndonos callar a las dos de golpe—. Vuestro padre está muerto y vosotras os comportáis como dos estúpidas.
Miguel tenía razón, mamá. No sé qué hacíamos allí, gritándonos la una a la otra, en lugar de abrazarnos y llorar desconsoladamente porque le habíamos dejado morirse solo. Creo que nunca me lo perdonaré. Permanecimos un rato más junto al cuerpo, en silencio, sin atrevernos a mirar al cadáver, cabizbajos. Luego Sara empezó a comerse las uñas y aquello fue la señal para ponerse en movimiento. Volvimos a apagar la luz y cerramos la puerta de la habitación, dejando a papá allí.
En unos minutos saldremos a la calle, mamá. Sara dice que tenemos que ir a la iglesia para ver al cura porque si alguien tiene que saber qué se hace con un cadáver, ése tiene que ser él; Miguel insiste en decirnos que no, que el cura no es más que un patético viejo borracho, que hace semanas que nadie le ve porque se ha encerrado en su iglesia. Sin embargo, está dispuesto a acompañarnos, sobre todo porque justo después tenemos que pasar por el supermercado para buscar provisiones. Yo me he empeñado en aprovechar el paseo para echar esta carta y esta vez ni Miguel ni Sara me se han atrevido a meterse conmigo por hacerlo.
Espero que no te hayas enfadado con nosotras, mamá. Lo hemos hecho muy mal, lo sé, pero no hemos sabido hacerlo de otra forma. Te echamos tanto de menos…
Besos,
Alicia.