Queridísimos Miguel y Sergio, donde quiera que estéis:
De repente estaban por todas partes. Debieron de percatarse de nuestra presencia al oír los disparos con los que habíamos abatido a María Eugenia. Habíais salido al jardín y apenas habíais tenido tiempo de sacar las palas para enterrarla (no era cuestión de dejar el cadáver pudriéndose a la intemperie), cuando un número indeterminado de compañeros suyos, hizo su aparición en escena. No saltaron la valla del jardín, sino que se la llevaron por delante, avanzando con lentitud pero gran determinación, como un grupo de marujas dispuestas a arrasar en las rebajas de agosto. Y teníamos la mala suerte de ser el producto estrella. Sara dio la voz de alarma, desde el dormitorio de arriba, donde Lucas y yo le estábamos enseñando las fotos que ilustraban el trágico final de María Eugenia.
—¡Salid de ahí cagando leches! —os gritó Sara, dejándome medio sorda.
De hecho, fue acabar de pronunciar la frase y percatarnos de que ya estabais rodeados por una docena de zombis hambrientos, prestos a abalanzarse sobre vosotros. Ambos levantasteis las palas al unísono, blandiéndolas como si de lanzas se trataran, dispuestos a librar batalla, pese a la inferioridad numérica que os convertía en presa fácil para aquel ejército de las tinieblas. Mientras empezabais a repartir los primeros palazos, Lucas sacó de nuevo la escopeta, disparando una, dos, tres veces… derribando a dos de aquellas bestias y dejando a una tercera bastante maltrecha, pero cuando fue a disparar de nuevo, se dio cuenta de que se había quedado sin munición.
—Pero, ¿se puede saber qué haces, tonta? —me preguntó Sara, histérica—. ¡Deja de sacar fotos y ayúdame a buscar munición!
De modo que los tres buscamos y rebuscamos, pero allí no había más balas. Mientras el círculo continuaba estrechándose en torno a vosotros, oímos un ruido de cristales procedente de abajo.
—¡Están entrando por la parte de atrás! —grité—. ¡Vienen a por nosotros!
Nos precipitamos escaleras abajo, tratando de llegar a la puerta principal antes de que los malditos zombis tuvieran el control de la casa, bloqueándonos la única salida posible. De hecho, dos de ellos corrieron hacia nosotros en cuanto nos vieron junto a la puerta de salida, tratando de hacer girar una llave con manos temblorosas.
—¿Quieres darte prisa? —me decía Sara.
Cuando la puerta se abrió al fin, me dio ganas de dejarla tirada ahí, por imbécil, pero evidentemente no era el momento de tomarla con nadie. Salimos por patas, sin mirar atrás, perseguidos por media docena de ellos. Podríamos habernos hecho los héroes, tratando de llegar al jardín de atrás para rescataros, pero, queridos míos, por donde quieras que miráramos, había zombis y más que un acto de heroísmo, habría sido una completa estupidez. Ni siquiera Sara, como novia de Miguel, se lo había llegado a plantear. Corrimos y corrimos por las calles de la zona residencial en la que estaba situada la casa de los tíos de Sergio. Finalmente, nos detuvimos tras un paredón para tratar de recuperar el aliento.
—¡Mierda! —soltó Lucas entonces—. ¡Ni siquiera tenemos un punto de reunión!
Sara se puso a llorar, me puse a llorar también. Supongo que por solidaridad, por desesperación, vaya una a saber por qué… Los muertos y desaparecidos ya empezaban a ser demasiado numerosos.
Finalmente, Lucas, que era el único que había logrado mantener la compostura, nos instó a callar y reanudamos la marcha. Era apenas mediodía, pero teníamos que encontrar cobijo antes de que cayera la noche.
Nos hemos instalado en una casa con piscina, donde no tienen ni una maldita conserva. Lucas dice que mañana tenemos que volver a la casa para buscaros, si es que todavía estáis ahí. No quiero ir, pero tampoco quiero quedarme sola. Tengo miedo. Allí había muchos zombis. Quizás os hayáis unido a la tropa y estéis esperándonos para darnos ese mordisco de gracia que pone fin a las pesadillas que pueblan mis noches.
Besos,
Alicia.