Querida Mama,
Lucas me dijo que era una locura que entrara sola en ese patio para matarte. Para empezar, porque la rabia y el dolor me cegaban, de modo que era fácil que cometiera un error fatal que me costara la vida. Por otro lado, era un espacio reducido en el que iba a tener poco margen de maniobra para el ataque. Si fallaba el factor sorpresa, tenía todas las de perder. Durante varios días, trató de convencerme de que lo mejor era que él hiciera el trabajo por mí, pero no quise atender a razones. Había que cerrar el círculo y tenía que hacerlo yo. Finalmente, tiró la toalla y se limitó a darme un par de indicaciones sobre el uso del hacha que había decidido utilizar para liquidarte. Era tan pesado que apenas podía levantarlo, pero insistí en que ese era el arma que necesitaba… y Lucas sólo movió la cabeza con aire reprobador, añadiendo que si quería suicidarme había otras maneras.
Exactamente una semana después de que te descubriéramos, decidí pasar a la acción. Entré en la casa de al lado a primera hora de la mañana. Lucas me seguía de cerca, armado con un enorme cuchillo de cocina que habíamos encontrado en el mismo cuarto que mi hacha. Tras asegurarnos de que no había más zombis en la vivienda, nos acercamos sigilosos a la cocina, donde se hallaba la puerta de acceso al patio en el que caminabas dibujando un número infinito de círculos imaginarios.
Aunque creímos haber sido muy silenciosos, tu oído agudo y el hambre atroz que tenías jugaron en nuestra contra, así que adiós al factor sorpresa. Al poco estabas pegada a la puerta de la cocina, sin apartar la mirada de nosotros, gruñendo y pataleando como una loca rabiosa. Lucas me dijo que había que abortar la misión y tiró de mi brazo con todas sus fuerzas, pero mi determinación era tan grande que no consiguió moverme ni un centímetro. Le pedí que nos dejara a solas para que pudiera resolver aquel asunto familiar por mi cuenta.
En circunstancias normales habría estado muerta de miedo, le habría dicho a Lucas que nos olvidáramos del asunto y que nos fuéramos de allí cuanto antes. Pero tenía esas fotos tuyas con ese señor grabadas en mi mente, Mamá. Cada una de ellas. En una estabais cenando en un restaurante indio y tenías puesta una pulsera que te había hecho Sara y los pendientes azules que te había comprado Papá en el mercadillo medieval. Sonreías como si nada y parecías realmente feliz. Pero, ¿qué derecho tenías? ¿Qué mentira nos habrías contado aquella noche para justificar tu ausencia a la hora de la cena?
Recuerdo sólo retazos de todo lo que vino después del portazo que dio Lucas al dejarnos: mi mano izquierda girando el pomo de la puerta de acceso al patio, tu aliento nauseabundo en mi cara, el aire fresco de la mañana entrando en la cocina, tu cuerpo andrajoso precipitándose con tal fuerza hacia el interior de la cocina que me hizo tambalearme y caer al suelo de culo, mis manos vacías, el hacha junto a la nevera, fuera de mi alcance, tu cuerpo lanzándose sobre el mío, mis gritos y tus gruñidos incesantes, mis manotazos y pataleos, la sensación de asco casi insoportable, tu mirada amenazante, tus dientes hincándose en mi muñeca izquierda, el dolor intenso, tu boca llevándose mi mano de un mordisco, la sangre saliendo a borbotones de mi muñeca, el mareo, el rostro decidido de Lucas que reaparece como por arte de magia, mi hacha en sus manos levantándose por encima de nuestras cabezas, tu cabeza rodando por el suelo hasta acabar junto al lavavajillas, el reguero de sangre, la cara descompuesta de Lucas, el hacha que vuelve a elevarse, mis gritos implorándole que no me corte el brazo… y luego sólo oscuridad.
El dolor agudo me hizo despertar horas después en una habitación desconocida. Al descubrir que me faltaba medio brazo, me puse histérica. Empecé a gritar, maldiciendo mil veces a Lucas. Apareció al instante con sábanas limpias para cambiarme el vendaje que había tenido que improvisar.
—Y, ¿ahora qué? —le grité—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
A pesar de que el corte fuera limpio, no íbamos a ser capaces de detener la hemorragia… y aunque lo hiciéramos, necesitaría un médico, antibióticos, algo… y aquello dolía horriblemente, no lo iba a soportar más. Igual hubiera sido mejor que me cortara la cabeza a mí también. De hecho, igual ya tenía el virus, o lo que fuese, circulando por mi sangre… y todo ese dolor insoportable no habría servido para nada.
En un ataque de dramatismo le dije a Lucas que se marchara, que me olvidase e intentara salvarse, pero se negó en rotundo. De hecho, me comunicó que iba a salir para buscar antibióticos y que volvería con ellos costara lo que costara. Me pidió que luchase con todas mis fuerzas y le esperara aquí sin moverme. Me dejó unos trapos para renovar el vendaje, dos botellas de vodka con las que paliar el dolor y papel y lápiz para que escribiera una de mis estúpidas cartas, si es que me quedaban fuerzas.
—Para cuando hayas acabado de escribirla, ya estaré de vuelta —me dijo antes de desaparecer por la puerta.
Me ha llevado seis horas escribir esta carta y mi amigo aún no ha vuelto. Espero que no le haya pasado nada pues no me lo podría perdonar nunca. La buena noticia es que ya no me duele el brazo porque casi he acabado la primera botella de vodka. Sí, estoy muy borracha, pero ese es el menor de mis problemas ahora, ¿verdad? Tú ya no tienes ninguno.
Descansa en paz;
Alicia.