Carta 14

Querida prima, no conozco este mundo:

 

Anduve por los caminos escondiéndome detrás de cada arbusto, esperando pasar desapercibida por los… ¿Cómo llamarlos? Infectados, zombies. No puedo evitar pensar, que un día, si no encuentro un antídoto, pasaré a formar parte de esos seres sin alma.

Los veo pasar por el camino. Su andar es lento, sin prisa, porque a ningún lugar tienen que ir. Sólo existe su comida y ellos, no tienen otro fin.

Cada vez que los veo no puedo soportar la idea de su existencia antinatural. Los órganos internos se pudren lentamente, entrando en un periodo de descomposición que no puede detenerse ni retroceder; así lo demuestra su nauseabundo olor. Aun así, viven, por decirlo de alguna manera.

Si pudiera hacerme con uno de ellos vivo y llevarlo al laboratorio sería un gran avance. Podríamos ver como funcionan sus órganos, saber por que sigue en pie aunque su cuerpo se este pudriendo. Carmen nunca aprobaría esa medida. Sin medios de contención, el sujeto podría escapar y destruir todo, nosotros incluidos. Quizás debería hacerlo yo misma. Podría ir al centro de salud y coger el instrumental médico necesario. ¡Que tonterías pienso! Yo sola no podría atrapar a uno de ellos.

Con cada paso me acercaba más al pueblo. Tenía que pensar en qué lugar se esconderían los supervivientes. Empecé a buscar cualquier casa o local que tuviera tapiadas las ventanas. Los garajes me parecieron lugares seguros, solo tienen una entrada y eso podría salvarte la vida o llevarte a una ratonera.

Dentro del pueblo tuve que sortear varios coches que había en medio de la carretera y subidos a las aceras. En el interior había restos de comida, ropa, objetos desperdigados por doquier y manchas de sangre en todas partes, no solo dentro de los vehículos, también sobre el pavimento; sin embargo no hay ni un sólo cadáver. Debió ser todo un banquete para esos monstruos.

Mi pulso se volvía loco cada vez que veía a uno de esos seres andando con los restos de su carne colgando, como si fueran harapos.

Me colé dentro de una casa. Me moví lentamente intentando hacer el mínimo ruido, no sabía que podía encontrarme en el interior. Me refugie en el primer lugar que vi, un pequeño ropero. Esperé y esperé. Dentro de aquel lugar pequeño y oscuro los minutos eran horas.

Un ruido me alteró. Parecía que alguien o algo arrojaba objetos al suelo. Escuchaba pisadas rápidas, como si estuvieran corriendo. No era posible, estaba segura de que esos zombies eran lentos, no podían subir unas escaleras ni abrir puertas. ¿Es que acaso me equivocaba?

Las pisadas se acercaban a mi puerta. Preparé el arma, no estaba segura de a donde tenía que apuntar ya que no veía nada. Pegué mi espalda a la pared, la ropa colgada me servía para ocultarme. Pequeñas lágrimas asaltaban mis ojos. Mis manos sudorosas no aguantaban con el peso del arma. Este no era el momento ni el lugar oportuno para sufrir una crisis de ansiedad.

Algo agarró el pomo, vi como giraba dentro de mi mente. Cogí el arma con más fuerza. Un pinchazo me golpeo en la parte baja del vientre; ahora sé lo que siente una persona antes de mearse de miedo, literalmente.

La puerta se abrió de golpe. La luz me cegó durante unos segundos. Quise apretar el gatillo, quise hacerlo, pero no fui capaz. La pistola pesaba tanto que resbaló entre los dedos doloridos.

Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la luz. Entre chaquetas y abrigos había un cañón apuntándome directamente a la cara. No conseguía ver quién estaba al otro lado, mis lágrimas enturbiaban la imagen. El cañón se alejó despacio y una pequeña mano se extendió hacia mí con la palma mirando hacia arriba, ofreciéndome su ayuda.

Agarré aquella mano con desesperación, y me impulse hacia delante, esperando poder abrazar al hombre que me ofrecía gentilmente su hombro donde llorar. Sin embargo no fue un hombre al que vi, si no un niño; un muchacho de ojos vivos y fuertes.

Estaba tan animado por haberme encontrado que no paraba de hablar. Casi no podía entender lo que me decía. Observé sus facciones, las típicas de gente con algún tipo de retraso. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue preguntarme como alguien como él había sobrevivido a este infierno.

Me arrodillé y abracé al niño con fuerza mientras lloraba como una tonta. Pensé en lo irónica que parecía la situación; debería ser al revés, yo era la adulta, debía ser quien consolara al niño.

Cuando lo solté, me ofreció una lata de conservas. Eso era lo que estaba haciendo en la casa, buscaba comida.

Me agarró de la mano, esbozo una sonrisa y me dijo: “Tenemos que ir a contárselo al padre Tomás, se va a poner muy contento”.

Prima, creo que se refiere al cura que intentaron echar hace un par de meses por estar continuamente borracho. No veo a ese hombre cuidando a un niño, no sabe ni cuidarse a si mismo.

Prima espero verte pronto, te hecho tanto de menos.

Iria

P.D.: Espero encontrar, entre los supervivientes, alguien que me ayude abrir a uno de esos zombies. Cuanto más lo pienso, mejor me parece la idea.

No Comments |

Carta 14

Querida Teresa:

Miguel se ha vuelto a escapar. Cuando desperté, no estaba. Se ha ido sin decir nada, no ha dejado ni una nota.

Al principio me puse nervioso y empecé a buscarlo por todas partes, pero solo de pensar que tendría que subir al campanario, terminé buscando vino.

¡Maldita sea mi estampa y esta cruz que me ha cargado el señor!

Cada vez lo hace más a menudo, dice que va a por comida, pero es mentira, tenemos la despensa llena gracias al padre Leandro. Lo que pasa es que al jodío le gusta explorar y hace lo que le da la gana.

Creía que la gente como él se quedaba en un rincón, babeando o haciendo lo que sea que hacen, pero éste no se está quieto. Aprovecha cuando me duermo para salir a buscar aventuras, o yo qué sé. No se da cuenta de que la calle es peligrosa.

¡Y yo sin encontrar ningún licor que echarme al gaznate!

El pobre tonto piensa que ya he superado todo eso, pero no sabe que todavía busco en los escondites de siempre, aunque nunca encuentre nada.

Debería estar triste, por las noches le oigo llorar entre pesadillas, pero se despierta alegre y animoso, soltando memeces de la Biblia, que si Yahvéh irá contigo a donde sea, que si la lanza del malvado se quebrará a favor del débil…

¡Chorradas!

Sí, ya sé que lo que te cuento es terrible, pero estas cosas no se las puedo decir a Dios, por eso te escribo a ti.

Perdóname, os he fallado a todos, sobre todo a ese muchacho.

No sé que hora es, hace mucho que se me paró el reloj, pero se está haciendo de noche.

No dejo de preguntarme donde andará, con la escopeta descargada, a merced de esos monstruos.

¡Y yo aquí, lamentándome como un cobarde!

 

Por fin ha llegado. Llevo todo el día atacado de los nervios, y el niño se presenta con una chica, como si fuera un amigo que viene a merendar.

No recuerdo haber visto su cara en la iglesia. No me gusta como me mira.

Estaba dispuesto a echarles una bronca del demonio.

—¿Se puede saber donde estabas?

—¿Es que no sabes la hora que es?

—¿Y quien narices es esta mujer?

Pero el puñetero sabe como aplacar mi furia. Me ha traído una botella de anís.

Se la he quitado de golpe y me ido a mi habitación, dando un portazo. Ni siquiera he cenado.

No sé qué ha pasado, ni lo quiero pensar. Me beberé esta botella y mañana Dios dirá.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, por favor, no mires.

No Comments |

Carta 14

Querida Mamá:

Hace un par de días que no pronuncio palabra. Esta mañana Sergio ha venido a traerme papel y bolígrafo. Me ha dicho que escriba a quien quiera, a Dios si es preciso, pero que lo haga pronto porque necesitan que vuelva a la Tierra. Creo que tiene razón, que esto es lo que necesito para salir del pozo al que me ha empujado ese zombi gordo y seboso, cuya cara desfigurada tengo grabada en la mente.

Cuando te lo quitan todo, cuando ya nada te importa… entonces es cuando dejas de llamarte Alicia y te conviertes en … esto.

¿Por dónde empezar? Supongo que por esa mañana en que Lucas, Sara y yo salimos de una casa cualquiera para volver a esa otra en la que habíamos perdido la pista a Sergio y Miguel. He dicho una casa cualquiera. No, no era una casa cualquiera, porque resultó ser la vivienda de mi profe de matemáticas, que se había ganado tan mala reputación gracias a sus exámenes enrevesados. Mientras desayunábamos unas galletas rancias y té sin azúcar, estuvimos estudiando un par de fotos en que aparecía sonriente junto a su esposa y dos hijos algo más pequeños que nosotros. Viéndole en esas instantáneas, rodeado de los suyos, resultaba difícil creer que ese tipo hubiera podido amargarle la existencia a tantos adolescentes… ¿Pero dónde estarían ahora todos ellos? ¿Se habrían sumado a las filas de los zombis? ¿O quizás se encontraran al otro lado de la valla, preguntándose por qué no les dejaban volver a casa?

Partimos hacia la casa de los tíos de Sergio un poco después de las diez de la mañana. Llovía. Aunque hubiese jurado que la distancia entre las dos casas no era grande, tardamos una eternidad en alcanzar nuestra meta. Por un lado, porque no conocíamos el barrio, cuyas calles nos parecían todas iguales, con sus casitas de piedra anticuadas y sus jardincitos rodeados por enormes muros de arizónicas; pero también porque intentábamos ser muy precavidos, evitando los grupillos de zombis que avanzaban tambaleándose por doquier, unos más desvencijados que otros. Sara y yo procurábamos no mirarles a la cara para no descomponernos, pero Lucas parecía atravesarles con la mirada, concentrado en la búsqueda de nuestro objetivo.

Cuando al fin logramos encontrar la dichosa casa, procedimos a rodear su muro de arizónicas, asomándonos por las zonas en que la vegetación era menos densa.

—¿Les veis? —repetía Sara, ansiosa—. ¿Veis algo?

Había zombis en el jardín, dando vueltas en corro; otros se daban un festín con lo que parecían ser los restos de un perro pequeño o de un gato grande; un tercer grupo se ensañaba con unos rosales. Dentro de la casa no parecía haber el más mínimo rastro de nuestros amigos: las ventanas de la cocina estaban rotas, pero dentro no parecía haber nadie; arriba en las habitaciones, reinaba la oscuridad más absoluta; más adelante, en el salón, quizás unas sombras que no presagiaban nada bueno. Finalmente, llegamos a la altura de la entrada principal y allí, en la puerta, había algo escrito con letras temblorosas:

«Os espero a las 13 en la esquina de la calle Valverde con la calle…»

El resto aparecía emborronado. Sara rompió a llorar porque estaba segura de que aquella no era la letra de Miguel. Y si el autor del texto había sido Sergio, no entendía porque había puesto la frase en segunda persona del singular. Lucas intentó tranquilizarla, diciéndole que era posible que los dos amigos hubiesen tenido que separarse y que el mensaje de Sergio fuera para todos nosotros, incluido Miguel. Sara no dejaba de llorar, eran la doce del mediodía, no sabíamos donde estaba la calle Valverde y no teníamos ni pajolera idea de en qué esquina nos podrían estar esperando, si es que nos estaba esperando alguien.

Cuando Lucas y yo nos disponíamos a marcharnos de allí para tratar de encontrar el punto de encuentro, ocurrió. Fue cosa de segundos, te lo juro. Sara estaba allí, justo a mi lado… y de repente ya no estaba. Salió corriendo hacia la casa, convencida de que había reconocido a alguien, a Miguel, cuyo disfraz de militar le hacía inconfundible pese a permanecer de pie, dándonos la espalda. Cuando Sara estaba a punto de llegar a su altura, ese zombi gordo y apestoso, vestido con traje y pajarita, ojos saltones inyectados en sangre y brecha en la cabeza, se abalanzó sobre ella, propinándole un enorme mordisco en el hombro. Te juro que quise gritar, pero no pude. Caí de rodillas al suelo sin poder articular palabra, presa del pánico, la desesperación. ¡Sara! Era como si me hubiesen partido algo por dentro. A continuación oí los disparos del arma de Lucas, que hizo retroceder dos pasos al gordo. Sara gritaba de dolor, con la mirada fija en Miguel, que se dio la vuelta y se abalanzó sobre ella también, mordiéndola en el cuello, arrancándole un brazo. Lucas ya no sabía a dónde disparar… y entonces todo se emborronó.

No recuerdo qué paso durante los horas siguientes, ni sé cómo llegamos hasta aquí. Cuando desperté al fin, podían haber pasado dos días o cinco semanas. Era una mañana soleada y me puse a llorar cuando Lucas y Sergio entraron por la puerta. Seguía llorando cuando varias horas después me trajeron algo para comer. No quería pan rancio, ni fabada de bote, ni palabras de ánimo, sólo quería ver a Sara, pero ella ya no estaba.

Aunque Sergio y Lucas me dicen que no ha sido culpa mía, siento que te he fallado, Mamá. Ya no tiene arreglo. He sido una imbécil, la tenía ahí al lado y dejé que se fuera para siempre. Lo mismo que con papá. Quizás algún día me puedas perdonar, pero nunca me perdonaré a mí misma.

Si algún día se vuelven a cruzar nuestros caminos, es probable que no logres reconocerme: Alicia murió en ese jardín en el preciso instante en que Sara dejó de ser Sara. Sólo espero que un día encuentres esta carta para que puedas comprender qué es lo que ocurrió conmigo antes de convertirme en… una sombra de mí misma. ¿Es esto a lo que llaman madurar?

Adiós, Mamá. Te quiero.

No Comments |

Carta 14

A quien quiera leerlo:

Sólo el dolor lacerante de mis piernas marcaban las horas que llevaba caminando, adentrándome más y más en el bosque. Y, al igual que en mi sueño, sentía como si los árboles me fueran aprisionando a cada paso que daba.

Unos ruidos en la distancia me pusieron en alerta. ¿Acaso hay algún zombi tan desesperado como para llegar tan lejos del pueblo? Saqué con cuidado el bate y me parapeté tras los árboles.

Distinguí una figura medio agachada. Emitía un murmullo ininteligible. Me acerqué sigilosamente. Crunch, crunch. El ruido de sus mordiscos silenciaba mis pisadas.  Me lancé a por él.

―Disfruta de tu última cena, cerdo ―dije.

La figura se volvió gritando:

―¡No, tío, no!

Frené el bate a escasos centímetros de la cabeza del Paji. Atónito.

―Maldito gordo, ¿otra vez comiendo a escondidas? ―le reproché recuperando el aliento.

―¿Gabriel? ―preguntó antes de salir corriendo―. Tíos, tíos, venid. ¡Es Gabriel! ―gritaba escupiendo trozos de nachos.

Guardé mi bate, aún sorprendido. El Sebas se abrió paso hasta mí.

―Cabrón. ¿Donde coño te habías metido? ―me dijo empujándome.

―No me jodas Sebas ―le respondí con otro empujón.

Empezó a reírse con nerviosismo y nos abrazamos.

―Me alegro de volver a verte, tío ―dijo.

―Y yo de veros sanos y salvos ―respondí.

Sebas se separó de mí, incómodo, observando de reojo a sus espaldas. Miré por detrás de él y, apartándole, me dirigí al claro. Cuando llegué, apreté los dientes y desvié la mirada con impotencia.

El Suko estaba apoyado contra un árbol, medio tumbado. Le faltaba una pierna, amputada por encima de la rodilla. Temblaba y sudaba.

―Ostia puta tío. Por fin apareces ―me reprochó.

―Si, creíamos que habías pasado a formar parte de uno de ellos ―dijo el Rulas apareciendo por detrás del árbol. Encendió un porro con el fuego de su cigarrillo y se lo dio al Suko, que lo cogió como pudo y se lo llevó a la boca sin dejar de tiritar.

―Lo mismo pensé yo de vosotros ―repliqué.

Les conté mi infructuosa búsqueda, lo que pasó con Alex y Jeni, lo cual no pareció extrañarles mucho; pero cuando llegué a la parte de Abel, se miraron entre ellos.

―¿Qué pasa? ¿Sabéis algo de mi hermano? ―pregunté nervioso.

Todos bajaron la mirada con aire distraído. Fue Sebas quien me respondió:

―Cuando íbamos a buscarte a tu casa, nos pareció ver corriendo a una chica con dos niños. Me recordaron a Abel. Estaban muy lejos y no podía estar seguro, pero ahora con tu historia… todo encaja.

Maldije dando un puñetazo al árbol, provocando que cayeran a nuestro alrededor un montón de hojas secas. Les pregunté airado cómo era posible que no hubieran ido detrás de ellos; alegaron que unos ruidos y gritos procedentes de mi casa les alertó. Cuando se acercaron, vieron a un grupo numeroso de militares que parecían arrastrar unos cadáveres. Entonces, un zombi les atacó por sorpresa, mordiendo al Suko en la pierna. Tuvieron que salir corriendo antes de que les encontraran los soldados. Finalmente se escondieron en éste refugio.

―Aquí donde le ves, al gordo se le ocurrió amputarle la zona en donde le habían mordido ―dijo el Rulas señalando con el cigarrillo al Paji.

―Lo vi en una peli ―se sonrojó el aludido.

―El caso es que desde entonces ha ido a peor. Gracias a la moto hemos ido aprovisionándonos de comida yendo y viniendo al pueblo, pero no podemos llevar al médico al Suko, eso es un hervidero de monstruos. Al menos, el rulas lo mantiene medio sedado con sus hierbas mágicas ―terminó diciendo el Sebas con una sonrisa apagada.

Me puse de pie, respiré hondo y cerré los ojos.

―Muy bien, esto es lo que haremos: Mañana a primera hora, Sebas y yo nos agenciaremos un cacharro grande para ir a pillar algo con lo que curarle. Después, buscaremos todos juntos a mi hermano. ¿Alguna duda? ―pregunté.

―El jefazo ha llegado ―tosió el Suko con media sonrisa y un rastro de sangre en sus labios.

Abel, ahora que he encontrado a mi grupo, iremos a buscarte. Con ellos a mi lado me siento más fuerte. Pero dime, si no estás con los militares, ¿dónde estás? Y sobre todo, ¿quién es ella y por qué está contigo? Como te haya hecho algo malo, juro que va a saber quién soy yo.

No Comments |

Carta 14

Querida Cristina;

Nuestra visita a la iglesia será más pronto de lo que esperamos. Éste lugar ya no es seguro. Una de ésas bestias logró atravesar la puerta principal por un pequeño hueco que hay entre la verja y la pared.

Debería haberlo visto, hermana: iba arrastrándose por el agujero mientras emitía unos gemidos agudos. Como estaba muy alto se dejó caer al suelo y su cuello se partió en dos, pero él seguía avanzando, como si no hubiese sentido nada. Ni siquiera sé cómo sus mandíbulas terminaron en el tobillo de nuestro enfermero. Casi me siento culpable por no haber compartido mi pequeño botín de comida. Que se fastidie. Por su culpa ahora tenemos que dejar la casa.

Creo que fue mi rabia lo que me hizo coger una de las espadas de Víctor e incrustarla en la pierna de aquella bestia. Se quedó clavada en el suelo, pero lo peor de todo fue ver cómo esa cosa insistía en agarrarme sin percatarse de nada. Mientras tanto el pobre enfermero chillaba de dolor; le arrancó el talón y parte del pie. Tuve que abofetearle para que se calmara, menudo bujarrón. Casi se nos muere desangrado; luego le preguntaré qué cara tiene Dios, así podré darle forma a quien nos está causando tanto mal.

Los siguientes días no fueron a mejor. Logramos apaciguar a la bestia y lo quemamos. La pareja de ancianos tenía tanta hambre que propusieron comérnoslo en la cena, pero como comprenderá, hermana, hasta yo me di cuenta de que eso era una tontería y de que esa carne putrefacta sólo nos envenenaría a todos.

Ahora estamos haciendo el equipaje. Como esa bestia ha mordido al enfermero, no tardará mucho en volverse diabólico, así que le hemos atado de manos y pies a la cama de la habitación de invitados y le dejaremos ahí hasta que se pudra. ¿Para qué malgastar la poca comida que tenemos si va a morir igualmente?

De momento yo voy a por un bastón de repuesto, que me he acordado de que Víctor tenía uno guardado en su estudio. Cogeremos lo indispensable y los cuatro partiremos hacia la iglesia la semana que viene.

 

Recuerdos.

Aurora

P.D.: Ojalá haya algún cigarro esperándome entre los escombros. Lo necesito.

No Comments |