Carta 11

Querida Cristina;

Ya sólo quedamos cinco: la sra. María, un enfermero, una pareja de ancianos y yo misma. Fue horroroso hermana. La situación se nos escapó de las manos.

Nos resultó difícil coger a la sra. Concepción entre todos; no es que esté muy delgada, precisamente. La pusimos delante de la puerta donde habitan esos monstruos y se empezaron a escuchar golpes y gruñidos. Esas bestias tenían hambre de verdad. El problema vino cuando quisimos dejarlos sueltos. Creíamos que, aunque hubiera ya alguien medio muerto en el suelo, podrían abalanzarse contra nosotros, así que decidimos atar a la sra. Concepción a la pata de una mesa robusta que había al lado y protegernos con armas. Pero eso no fue suficiente. Por los barrotes pude ver a una de las enfermeras, ahora poseída, mirándome fijamente. Esos ojos amarillentos… no me los quito de la cabeza, hermana, y desde entonces que tengo pesadillas.

Llegamos a la conclusión de que el cebo no funcionaría; debía ser más apetecible. Así que empastillamos a la sra. Concepción. Tras un largo debate, acabé siendo yo la “afortunada” para cortarle un pie y echárselo a las bestias por los barrotes. La reacción fue instantánea. Creí que echarían abajo la puerta, y eso que es de metal, así que no tuvimos más remedio que abrirla.

Lo que pasó después lo recuerdo vagamente. Se echaron todos encima de la sra. Concepción, la pobre criatura chillando y suplicando ayuda. Uno de los ancianos que nos acompañaba, suponemos que cegado por la compasión, se acercó a intentar salvarla, pero supondrás lo que acabó ocurriendo. Entre esa jauría de cuerpos putrefactos vi el brillo de la llave de la puerta principal, colgando del cuello del enfermero jefe. A partir de ahí no recuerdo nada; sólo que me desperté en mi cama, con la llave de la puerta principal colgando del cuello y con todo el cuerpo ensangrentado.

La sra. María me contó que al oír los gritos, algunos de los ancianos que estaban en el comedor subieron a ver qué pasaba. Pudimos escapar utilizando los cuerpos de los moribundos como escudos, ya sabe, en vez de morder nuestro cuello, mordieron el pie o cabeza de algunos de nuestros compañeros recién caídos. Pero dos de esas bestias salieron escopeteadas detrás nuestro, matando al resto. Tuvimos muchos problemas para deshacerse de ellos y encerrar de nuevo a los muertos en la habitación del mal.


Por fin somos libres. Estamos planeando salir a las calles para finales de ésta misma semana; no creo que el exterior sea muy seguro viendo lo que pasa aquí dentro, así que es mejor que nos preparemos bien. Además, aún tengo un par de asuntos pendientes que resolver antes de marcharme.

Un beso.

Aurora

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Carta 12

Querida Cristina;

¿Por qué no me ha respondido? Llevo más de medio año escribiéndole y ni siquiera sé si sigue viva. ¿Tanto rencor tiene acumulado hacia mí? En fin…

Ahora mismo estamos en la calle y sin saber a dónde ir. No podemos volver al geriátrico porque esas bestias están ahí dentro, sueltas, deambulando en busca de comida. Parecen insaciables. Y eso que les di de comer a la mal nacida de mi enfermera. Abrí la puerta de su habitación, en donde la tenía secuestrada, y me alejé mientras la muy asquerosa pedía clemencia. Ni siquiera me inmuté.

Después, fuimos a la habitación del señor Roberto, que por lo visto se ha convertido en una bestia como Julián, su hermano, y los liberamos para que se ocuparan de esa perra. Los dos se abalanzaron hacia nosotros en cuanto nos vieron. Por suerte, estábamos protegidos por las mesas, y una vez que los muy cazurros aceptaron que no podían atravesarlas, se escuchó el grito ahogado de la enfermera y los dos salieron escopeteados hacia su habitación. Lástima de no haber visto la carnicería, pero deseé que mi risa fuera lo último que hubiese escuchado esa hija de Satanás.

Ni siquiera tenemos previsiones para una semana. El enfermero es el que lleva más peso, ya que con mi bastón en mano, lo único que puedo llevar es un pequeño bolso con todas las llaves que encontré ahí dentro, un par de latas de conserva junto a una libreta y un bolígrafo, y mis queridos cigarrillos. La señora María lleva una mochila con ropa dentro, y la pareja de ancianos que resta, un poco de agua y medicamentos, incluidos los que nos obligaban a tomar. Alguien en el pueblo sabrá de qué están hechos.

Estamos debatiendo qué camino tomar. Unos dicen que vayamos al cuartel de la policía para informar de lo que ha sucedido en estos meses; y otros que nos refugiemos en la iglesia, donde seguro que nos darán cobijo. Ninguna de las dos opciones me gusta, puesto que la policía poco podrá hacer al respecto viendo el estado en que se encuentra el pueblo; y nunca me gustaron las iglesias.

Creo que me separaré del grupo y volveré a mi casa. Seguro que los desagradecidos de mis hijos se encuentran en ella, disfrutando de mi chimenea.

Un beso.

Aurora

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Carta 13

Querida Cristina;

Estoy terminando el último cigarrillo que me queda. Con ésta última bocanada de humo se terminará lo único que me da vida en éste pueblo fantasma. Víctor nunca me dejó plantar un brote. Hace una semana visité su tumba, en el jardín, y estuve rezando porque en el Infierno le estuviesen castigando como se merece.

Estamos todos refugiados en mi casa. No pudimos acercarnos ni a la iglesia ni a la comisaría puesto que por la calle deambulan más bestias poseídas, como las del geriátrico. Cuando divisamos la iglesia tuvimos que volver a toda prisa, con tan mala suerte de que se me rompió el bastón, así que el enfermero tuvo que ayudarme para saltar la valla de mi casa para resguardarnos. Se me cayeron las llaves por el camino.

Visitaremos la iglesia el próximo domingo con toda la colección de espadas de Víctor (por lo menos tenía una afición bonita; aunque sabe que nunca aprobé su otra afición: la caza). María dice que tiene que ir a confesarse. Creo que ya no le hará falta, pues Dios hace meses que dejó de escuchar nuestras plegarias. Éste pueblo ha muerto y nosotros no tardaremos en hacerlo, estoy convencida.

En otro orden de cosas, cuando llegamos, los desagradecidos que tengo por hijos no estaban, y mi preciosa casa estaba sucia y destrozada, como si hubiera pasado un huracán. Puede que se hayan escondido, huido o les haya alcanzado alguna de esas criaturas. Si por un casual estuvieran con usted, hermana, hágamelo saber, por favor. Así sabré dónde mi alma deberá ir a buscarlos una vez yo haya muerto, para atormentarles de por vida. Y yo sin tabaco, ¿qué voy a hacer? Cuando me lo quitaron en el geriátrico, me fumé hasta los informes médicos; me produce ansiedad pensar que deberé volver a pasar por ello. Tampoco hay comida; sólo unos garbanzos en lata y poco más. El manzano que tengo en el jardín tampoco parece que esté de nuestra parte, así que estamos alimentándonos a base de zumo de limón y pan pasado. Ni siquiera el enfermero tiene fuerzas para andar.

Espero que nuestra visita a la iglesia sirva para algo. De momento, yo me guardo en la alcoba unas vitaminas que cogí del geriátrico y unas sardinas en lata que he apartado de la despensa. Ni por un momento piense que compartiré lo bueno que tengo con ellos, y más sabiendo que puedo morir en cualquier momento.

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Carta 14

Querida Cristina;

Nuestra visita a la iglesia será más pronto de lo que esperamos. Éste lugar ya no es seguro. Una de ésas bestias logró atravesar la puerta principal por un pequeño hueco que hay entre la verja y la pared.

Debería haberlo visto, hermana: iba arrastrándose por el agujero mientras emitía unos gemidos agudos. Como estaba muy alto se dejó caer al suelo y su cuello se partió en dos, pero él seguía avanzando, como si no hubiese sentido nada. Ni siquiera sé cómo sus mandíbulas terminaron en el tobillo de nuestro enfermero. Casi me siento culpable por no haber compartido mi pequeño botín de comida. Que se fastidie. Por su culpa ahora tenemos que dejar la casa.

Creo que fue mi rabia lo que me hizo coger una de las espadas de Víctor e incrustarla en la pierna de aquella bestia. Se quedó clavada en el suelo, pero lo peor de todo fue ver cómo esa cosa insistía en agarrarme sin percatarse de nada. Mientras tanto el pobre enfermero chillaba de dolor; le arrancó el talón y parte del pie. Tuve que abofetearle para que se calmara, menudo bujarrón. Casi se nos muere desangrado; luego le preguntaré qué cara tiene Dios, así podré darle forma a quien nos está causando tanto mal.

Los siguientes días no fueron a mejor. Logramos apaciguar a la bestia y lo quemamos. La pareja de ancianos tenía tanta hambre que propusieron comérnoslo en la cena, pero como comprenderá, hermana, hasta yo me di cuenta de que eso era una tontería y de que esa carne putrefacta sólo nos envenenaría a todos.

Ahora estamos haciendo el equipaje. Como esa bestia ha mordido al enfermero, no tardará mucho en volverse diabólico, así que le hemos atado de manos y pies a la cama de la habitación de invitados y le dejaremos ahí hasta que se pudra. ¿Para qué malgastar la poca comida que tenemos si va a morir igualmente?

De momento yo voy a por un bastón de repuesto, que me he acordado de que Víctor tenía uno guardado en su estudio. Cogeremos lo indispensable y los cuatro partiremos hacia la iglesia la semana que viene.

 

Recuerdos.

Aurora

P.D.: Ojalá haya algún cigarro esperándome entre los escombros. Lo necesito.

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Carta 15

A Cristina;

Hermana, he pecado. El demonio se ha extendido en mi interior y me ha hecho hacer cosas de las que nunca me voy a arrepentir.

Sí, llegamos a la iglesia. Tardamos una eternidad, puesto que tuvimos que escondernos en varias casas abandonadas para que esas bestias no nos alcanzasen. En una de ellas, dos criaturas nos persiguieron, obligándome a dejar allí las espadas que traje conmigo de mi casa. Ya sabe que yo no corro mucho con el bastón, así que eran las armas o yo. Mi bolsa ya pesaba lo suficiente con la comida y los medicamentos. La pareja de ancianos sólo llevaba mantas, y María un pequeño bolso de mano con todo lo que pudimos salvar de entre los escombros. Ni siquiera llego a comprender cómo pude correr tanto para librarme de ellos, con todo el petróleo que tengo en los pulmones. A veces sueño con tener una de esas botellas de oxígeno que venden en las farmacias, como si fuera una máscara, que dicen que ayuda a la respiración; pero en vez de oxígeno yo la compraría de humo de tabaco. Si salgo viva de esta pesadilla le juro que pagaré a alguna empresa para que me haga una.

María empezó a cambiar después de la primera casa que visitamos. Le observé alejarse durante la noche, vaya usted a saber para qué. Lo extraño es que despertaba con mucha más vitalidad por las mañanas. Al principio pensé que eran algunas de las vitaminas de mi bolsa o que se sentía incómoda si hacía sus necesidades delante nuestro y sólo buscaba intimidad.

En cambio, la pareja estaba cada vez más débil, ni siquiera podían andar durante más de media hora seguida. Y yo con unas ganas desmedidas de llevarme algo de tabaco a la boca. Ni siquiera sirven las colillas que vamos encontrando. Están todas podridas.

Por fin divisamos las puertas de la iglesia, pero resultó que las condenadas estaban muy bien cerradas. Tuvimos que rodearla hasta que por fin encontramos una puerta trasera. Estábamos a medio camino cuando nos embistieron. Cuatro de esas criaturas aparecieron de entre las sombras, como si el mismísimo Satanás las hubiera mandado en ese preciso instante. Fue entonces cuando me di cuenta de que no saldría con vida si no reaccionaba.

Caí al suelo con el bastón justo delante de la puerta. La pareja de ancianos salió en mi ayuda, esas bestias cada vez estaban más cerca. Agarré la mano que ella me ofrecía y le empujé hacia atrás, con tanta suerte de que una de esas bestias le agarró antes de que pudiese alcanzarme. Obviamente, su amado corrió a rescatarla, pero yo ya me había levantado y entreabría la puerta. La pareja intentaba librarse de esas criaturas y me miraron por última vez con pavor. Les dije: “Así aprenderéis a no fiaros del Diablo”, cerrando la puerta en sus narices mientras veía cómo se los comían. La atranqué con lo primero que vi, por si en un casual los vejestorios esos quedaban vivos y venían a buscarme. Se que no me queda mucho tiempo de vida, pero tengo claro que no voy a morir en manos de una de esas criaturas.

María estaba atónita, sin saber qué hacer, y cayó al suelo presa del pánico. El contenido de su bolso se desparramó por completo. Se levantó y empezó a correr iglesia para dentro, pero al llegar a la nave central frenó en seco y se giró, consciente del grave error que había cometido.

Mis ojos enseguida se clavaron en el paquete de cigarrillos que había entre una brújula y un par de fotografías. Vi que había uno a medio terminar. Por fin se esclareció el misterio, la muy ramera no se separaba del grupo para cagar a gusto, si no para fumar a mis espaldas mi querido tabaco. Me quedé petrificada durante un instante. Tiré el bastón al suelo y empecé a correr hacia ella, como si estuviera poseída, como si me hubiese convertido en una de esas bestias. Me daba igual el dolor de la pierna, no lo sentía. Le perseguí hasta que llegó al ábside y vio que no tenía escapatoria. Se quedó aterrorizada. Le agarré del cuello, arrastrándole hasta el altar. Empecé a presionar, pero la condenada no moría, mis manos carecían de la fuerza suficiente. Y encima tuvo la poca vergüenza de implorarme piedad entre quejidos. En el altar había una Biblia y un crucifijo. Agarré el crucifijo y se lo clavé en el ojo; una vez, y otra vez, y otra vez, y otra vez. No me acuerdo cuánto tiempo estuve deformándole la cara, manchándome con sangre de esa víbora, que me estaba arrebatando lo único que me hace sentir viva.

No paré hasta que escuché cómo alguien se acercaba por detrás. Ahí estaba el cura del pueblo, inmóvil, contemplando lo que estaba haciendo. Llevaba en la mano una botella de anís a medio terminar. Y yo que creía que los mensajeros de Dios no tenían vicios.

¿Tú también has venido a robarme el tabaco?”,  le solté enfurecida. Me acerqué a él cojeando, con el crucifijo ensangrentado apuntándole a la cara. Él, mirándome con indiferencia, lo único que hizo fue ofrecerme un trago. Fue entonces cuando volví en sí y me di cuenta de lo que acababa de pasar.

Me ayudó a enterrar a María en el pequeño cementerio que tiene la iglesia. Le enterramos desnuda, ya que yo me quedé su ropa impregnada de tabaco para olerla cuando se me terminase el paquete. Lo lamento hermana, pero no siento remordimiento alguno. Se lo merecían; la pareja por hacernos perder tiempo, y María por traicionarme. Pero no se preocupe, nadie más me engañará. Por si acaso,voy a observar de cerca al cura, ya lo verá. Nadie más me robará. Eso es pecado.

Le quiero, hermana.

Aurora.

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Carta 16

Querida Cristina;

Por fin he cogido fuerzas para escribirle una vez más. No sé si será la última, porque antes de que la Muerte venga a por mí, la locura llamará a mi puerta. De hecho, si leyó la anterior carta, sabrá que ya se ha asomado.

Debería haberme quedado en casa; la visita a la iglesia ha resultado ser una pérdida de tiempo y, encima, he tenido que soportar que el Padre estuviese más pendiente de un niño retrasado que de mí, una pobre anciana. ¿Es que ya no se respeta a la tercera edad? No es que le tenga mucha estima al cura, pero creí entender en la Biblia que la gente disminuida no debe vivir, puesto que Dios les ha concedido esa discapacidad porque no resultan útiles en la Tierra.

¿Será entonces verdad lo que decía nuestro padre en vida?: “Todo mal cuanto hagas a los demás, Dios te lo devolverá”.

Ahora me arrepiento de haberme marchado tan repentinamente esas Navidades, de no haber asistido al nacimiento de sus hijos ni de asistir al funeral de madre. Y por encima de todo, de haber venido a vivir a éste lugar. Me acuerdo de todas las malas acciones que hice en el pasado y ahora comprendo ésa frase. Odio que padre tenga razón, incluso después de haber fallecido.

Hace poco me quedé sin tabaco. Fui fumando hojas secas de los árboles próximos, pero no me daban la suficiente energía para seguir con ganas de vivir, así que estuve como loca buscando por la Iglesia a ver si encontraba algo decente. Sin darme cuenta acabé hurgando en la mochila del niño retrasado. ¡El muy descarado me descubrió y me apuntó con una escopeta! ¡A mí! ¿Se lo puede creer?

Le iba a dar su merecido cuando el cura se metió por medio. Me chilló y me dijo que me marchase inmediatamente, que ahí no era bien recibida. Dios sabe, hermana, que ya tendrán su merecido. Tarde o temprano esas criaturas acabarán con ellos como lo hicieron con todos los demás. Sólo espero poder estar presente para que lo último que escuchen sean mis carcajadas.

Decidí marcharme de ese lugar sin ni siquiera coger mis pertenencias, pero al abrir las puertas ahí estaban esas criaturas, como si hubieran sido llamadas en ese preciso instante. Sólo vislumbré cabezas en medio de un mar de criaturas putrefactas. Y entonces una de ellas me cogió del brazo.

Intenté liberarme a golpes de bastón, pero su mano estaba demasiado aferrada. Le juro, hermana, que en ese momento me arrepentí de mi acto tan insensato. Pero cuando me fijé, vi que esa mano no estaba llena de sangre y gusanos como las de los otros. Tenía un color carne apagado, un poco desgastado por la edad, pero vivo. ¡Estaba viva! Entre toda esa maleza, había una pequeña hebra verde.

El padre y el niño intentaban cerrar la puerta como podían, hasta que el cura cogió la escopeta. El muy zopenco quería disparar hacia las criaturas a bocajarro, matándonos a todos. Pero luego la bajó, arrastrándonos a las dos hacia dentro, y cerraron las puertas a cal y canto.

Cuando pude recobrar la calma, vi de quién se trataba. Ramona, la estanquera, una de las más cotillas del pueblo. No sé siquiera cómo pudo haber sobrevivido tanto tiempo, pero ahora somos uno más.

Qué suerte la mía, hermana. Seguro que lleva algo de tabaco encima.

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Carta 17

Hermana;

Éstas últimas semanas me han hecho enloquecer un poco más. Cuando descubrí que la Sra. Ramona, la estanquera, no trajo tabaco, estuve unos días sin poder levantar cabeza. Al principio me enfurecí con ella y no le hablé, culpándole de mi tragedia. Ahora comprendo, aunque no por eso comparto, que lo único que quería era ponerse a salvo. El inconveniente que ha acaecido es que hay una boca más que alimentar, por lo que mis dolores de tripa van en aumento al mismo tiempo que mi peso baja. Y, para colmo, ya no puedo andar ni diez minutos sin que mi pierna me recuerde lo vieja e inservible que soy.

El Padre debió haber disparado la escopeta cuando estuvo a tiempo, así se habría terminado éste suplicio de una vez por todas.

Siento que El Señor me ha abandonado. Ramona nos ha relatado toda su historia desde que salieron las primeras criaturas, y perfectamente se podría utilizar como un cuento para asustar a los más valientes. Gente desaparecida, niños comiéndose a mayores, animales que se vuelven locos, comida putrefacta esparcida por las calles, casas abandonadas y ni un alma viva en el pueblo.

No debí haberme ido de mi casa. Al menos me reconfortaba poder dormir en mi cama, cambiarme de ropa cada día y recordar tiempos mejores, mientras compartía una lata de conserva con esos carcamales que ya están junto a Dios. Hasta estoy empezando a echar de menos a mis hijos, que todavía no sé siquiera dónde están. Quizá mi ignorancia hacia ellos es lo que está haciendo que ahora sufra terriblemente.

Al que veo sufrir en silencio es al cura. Es quien manda aquí, lo reconozco, pero llevar un grupo de desgraciados a su cargo seguro que está dejando huella en él. Se pasea por la iglesia y no habla mucho. Creo que está maquinando algo, su mirada me hiela la sangre.

Hace pocos días nos dijo que sería mejor abandonar la iglesia, que ya no era un lugar seguro. Me lo pensé, hermana, y al principio lo encontraba una locura. Verme en medio del pueblo, con mi bastón, mientras alguna de esas criaturas me persiguen (las cuales, ya sabe que son más rápidas que yo), no me da muchas esperanzas.

Ahora lo veo hasta sensato. Casi no nos quedan provisiones, y creo que tanto el cura como yo no aguantaremos mucho más sin nuestros vicios. Además, la Sra. Ramona quiere ir al ambulatorio para ver si su hija desaparecida se encuentra allí.

Yo sólo deseo que no nos encontremos en una situación peliaguda y tenga que aplicar la misma medida que realicé hará unos meses, con los ahora «viejos amigos» del cementerio. Puedo estar coja, ser vieja y no muy fuerte para defenderme sola ante lo que hay ahí fuera, pero cuando se trata de sobrevivir…

Al menos rece por mi alma, hermana, porque no sé si voy a salir viva ésta vez.

Aurora.

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Carta 18

Querida Cristina;

Por fin llegó el día en que teníamos que abandonar la iglesia. Desde el primer momento sabía que esta «expedición» sería peligrosa y que podría acabar con un fatal destino para todos. Un escalofrío recorría mi espalda mientras empaquetaba unas cuantas cosas en un zurrón viejo y maloliente que encontré abandonado en un cuarto. Olía a comino y queso enmohecido. Ahora voy apestando allá donde voy, espero que esas bestias no se sientan atraídas por ello.

Salimos casi a hurtadillas de la puerta trasera de la iglesia, todos con nuestras armas y sin mucho equipaje. Yo me llevé mi cruz. Sí hermana, aquella con la que le asesté el golpe a María que la condujo ante Dios. Me gusta llevarla colgada de mi cuello, a pesar de que tiene un tamaño considerable, para recordarme lo que hice y que, pase lo que pase, lo único que debe importarme es sobrevivir. Porque ya sé que me moriré en éste pueblo infecto y que nadie vendrá a salvarnos. Además, es la mejor herramienta que tengo para rezar, aunque sepa que no sirve para nada, pues El Señor ya nos ha abandonado.

El paisaje era desolador. El aire estaba cargado de una niebla polvorienta y hacía mucho frío. Había sangre y cuerpos mutilados por todas partes, restos de nuestros seres queridos y coches estrellados contra farolas y establecimientos. Era el relato de una lucha encarnizada, lo podías oler en el aire.

«Una mujer corre a resguardarse detrás de un coche con su única hija en brazos, demasiado pequeña para andar. Está asustada y muerta de miedo. Ha tenido que matar a su propio marido hará tan solo una hora antes porque éste había enloquecido y quería comérselas. Su perro yacía agonizando en la entrada en un último intento por salvar a los dos miembros de su familia que quedaban cuerdos. Y ahora el padre estaba bebiendo de las entrañas de su propia mascota mientras la mujer huía.
La niña empieza a llorar y no tiene intención de callarse. Eso hace alertar a una de esas criaturas. La madre, en un intento de desesperación, huye carretera arriba con destino a casa de su prima, quien sabía que disponía de una escopeta para protegerse. A mitad de camino se encuentra con otra de esas criaturas que le cierra el paso; el que anteriormente fue su marido ahora les miraba fijamente, dispuesto a beber también de ellas como hizo con el perro. Y ella corre, corre hacia la calle más cercana. Sólo piensa en poner a salvo a su bebé.
Una luz cegadora, un pitido ensordecedor y un golpe en la espalda que le estampa contra una papelera. Un coche les ha atropellado, y ha partido a la pobre mujer en dos. ¿Su hija? Cayó diez metros más adelante. Los perros salvajes ya se encargaron de ella.»

Creo que estoy delirando, hermana. Pero ahí estaban, los restos de una mujer y el coche hecho pedazos, aún con las luces encendidas.

No queríamos estar en las calles durante mucho tiempo, así que aligeramos el paso como pudimos. Yo iba detrás, como sabrá, puesto que mi pierna estaba en uno de esos días en los que no quería responderme bien.

Decidimos primero ir a correos a tirar todas las cartas que habíamos escrito en las últimas semanas. Una pérdida de tiempo, estoy convencida, porque sé que no ha leído ni una sola de ellas. Si no, seguro que a estas alturas ya nos habrían rescatado. ¿Por qué seguir entonces? Quizás porque me hace sentir viva, saber que hay alguien más detrás de éste pueblo maldito, que el planeta aún rebosa vida, y que únicamente nosotros hemos sido castigados por pecadores.
Cuando habíamos echado la última carta, a Ramona no se le ocurrió mejor idea que pegar gritos. Suerte que el Padre es ágil en reflejos, y suerte de ella que no hubiese llegado a tiempo, porque ya tenía el bastón en alza. No me hacía mucha gracia que alguien, vivo o muerto, supiese dónde estábamos, y menos después de lo que habíamos visto. Cualquier ruido o gruñido nos exaltaba.

Después de eso nos separamos. Ellos querían ir al ambulatorio, pero como comprenderá, para mí lo más importante era poder acceder al estanco para abastecerme de cientos de cigarrillos. Así que mientras ellos tres fueron en busca de supervivientes y comida, yo ahora estoy de camino al estanco, arrastrándome por el suelo para pasar lo más desapercibida posible. Después de eso les he prometido ir a ayudarles, y así de pasada puedo echarle mano a alguna pastilla que me calme éste dolor que corre por mis venas. En unas semanas le volveré a contar cómo me ha ido.

Su hermana que le quiere;
Aurora.

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Carta 19

Querida Cristina;

 

Me he vuelto a quedar sola. Y para colmo, herida. Ahora mismo estoy asustada, sin poder andar ni saber qué hacer. No puedo gritar por miedo a que venga alguna de esas criaturas endemoniadas, pero por el contrario, si me quedo aquí, tarde o temprano moriré desangrada.

¿Que cómo ocurrió? Por culpa del último resquicio de bondad que habitaba en mi corazón y el cual desconocía. Por culpa de una insensatez, puede que ni siquiera llegue a echar ésta carta, y que nadie la lea para saber cuál fue mi fatal destino.

Cuando me separé del grupo del Padre, me dirigí hacia el estanco. No estaba muy lejos del lugar en donde nos desviamos; a tan sólo cinco calles se encontraba mi único motivo de vivir, mi tabaco. Emprendí la marcha lenta pero segura, agachándome entre los coches y preparando mi bastón al ruido más insignificante. Llegué a la entrada de una zona de recreo, con su tobogán, sus columpios, su fuente y sus bancos, para que los padres pudiesen sentarse a esperar a que sus hijos cayeran rendidos de tanta diversión. Algo llamó mi atención. Era un pequeño gatito, acurrucado al lado de un banco, intentando despertar a lamidos al que deducí que fue su dueño cuando el color de su piel era el de una persona viva. Que Dios ampare su alma.

Soy incapaz, y lo sabe hermana, de pensar en despedazar y comerme a un animalito tan sencillo y bondadoso como un gato, por mucha hambre que tenga. Así que me dirigí a consolarle y darle calor. Tenía un poco de pan mohoso en el zurrón, supondría que el pobre gatito no le haría ascos. 

Grave error.

Al acercarme aún más, vi que el gato no estaba lamiendo a su supuesto dueño. ¡Se lo estaba comiendo! Tenía ya devorada la mitad de su cara, con un ojo colgándole y tan ensangrentado que ni siquiera pude reconocer quién era. Justo en ese momento se relamía de los restos de una lengua que yacía ya a la mitad en el suelo. 

Se giró bruscamente hacia mí, sus ojos eran de un color amarillo reluciente, y me bufó a la vez que se le erizaba el pelo. Ni siquiera lo pensé. Alcé mi bastón y, cuando estaba dispuesta a asestarle el golpe que lo haría volver al infierno, algo chocó contra mi cabeza y me hizo caer al suelo. Alguien me había tirado una piedra.  

«No le toques, es mi Bolita».

Al incorporarme, pude ver a una niña de no más de diez años de edad, sosteniendo una bolsa de plástico en una mano y una piedra en la otra.

«No le hagas daño o te tiro otra piedra».

¿Quién, en su sano juicio, querría salvar a una criatura demoníaca? Pero a lo mejor me equivocaba, hermana, porque los gatos, cuando tienen hambre, son capaces de comerse cualquier cosa, y si ese pequeño gatito hacía semanas que no comía, no creo que le importase de quién o qué era la carne que había en el suelo. Así que intenté calmar a la niña diciéndole que no quería hacerle daño y que lo sentía. Se llamaba Claudia y llevaba dos semanas sola, después de que un zombie de esos acabase con el último superviviente de su familia. Encontró el gato hacía tan solo dos días, justo en la misma situación en la que lo encontré yo, devorando a alguien.

Se acercó al lado de los columpios a recoger una jaula de plástico improvisada, un palo con un aro en uno de los extremos y otra bolsa con, eso creí, ropa o comida.

«Apártate, que tengo que coger a Bolita».

No me equivoqué, hermana. El gato estaba endemoniado, se veía en sus movimientos, pero parecía que Claudia no lo veía. Supongo que la soledad le hizo perder la cabeza y buscar compañía en un caso de desesperación extremo.

Una vez que había metido el gato en la jaula, se emperró en acompañarme al estanco. De camino, me contó que una vez al día dejaba libre a «Bolita» para que comiese algo. Un tanto arriesgado, a decir verdad, porque nadie le aseguraba que ésa cosa no se le echase encima.

Llegamos al estanco y, después de comprobar que no había nadie dentro, cerramos y atrancamos la puerta mientras revolvíamos todos los cajones en busca de cualquier cosa que nos fuese útil. Por fin, hermana, pude conseguir mi preciado tabaco. La mitad de las cajas estaban ya podridas, pero salvé a unos cuantos. Podré aguantar algunos meses. Pero lo mejor de todo es que… ¿se acuerda del rumor del estanquero? ¿El que guardaba una escopeta en la trastienda por miedo a que volviese su mujer a llevarse el poco dinero que le quedaba, aún cuando había sido ella quien le había abandonado? Pues es verdad, al menos lo de la escopeta, porque la encontré en una caja fuerte ya abierta junto a un montón de dinero. Sólo había siete cartuchos, así que cargué dos en la escopeta y guardé el resto en el zurrón.

Lo que vino a continuación pasó tan rápido que ni yo misma doy crédito. 

«Bolita» se movía en exceso dentro de la jaula, y Claudia le abrió la puerta porque pensaba que lo único que quería era «jugar un rato». En menos de diez segundos, el gato se abalanzó sobre Claudia y le mordió el cuello. Ella se asustó tanto que ni siquiera pudo gritar, sólo tumbarse en el suelo e intentar sacarse esa cosa de encima. Mientras el gato intentaba comerse al único ser vivo que le había cuidado y protegido todo éste tiempo, yo alcé el bastón y le asesté un golpe mortal en su cabeza. De echo, tuve que reventársela, porque al primer impacto no murió.

Claudia me miraba con ojos de desesperación, suplicándome con la mirada que le salvase. Qué necia ella. Yo no estoy loca, y sé diferenciar entre el bien y el mal. Sabía que tarde o temprano se volvería a levantar y tendríamos a otra de esas criaturas rondando por el pueblo. Así que cogí la escopeta del estanquero, le apunté a la cara y disparé. Lo que no sabía, hermana, era que dicha arma tenía el gatillo muy suelto, con lo que cuando Claudia dejó de moverse, el arma se disparó sola, con tan mala fortuna para mí que la bala rebotó y me impactó en la pierna mala. El dolor fue indescriptible.

Y ahora me encuentro como en el principio. Sola, herida y desolada. Ésta vez sí necesito ayuda de verdad.

Aurora.

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Carta 20

Querida hermana;

Ahora sé que tengo a los ángeles de mi parte, pues no me dejaron morir en el estanco. Aún cuando creí que todo estaba perdido, y cuando la inconsciencia estaba a punto de mellar mi interior, vi claramente que mi destino no era irme al cielo. Aún no.

Estuve a punto de morir rodeada de aquello que más quería, y no fue hasta entonces cuando me di cuenta de que eso justamente era lo que no me habría permitido la entrada al Cielo, de que ése era el origen de mi malhumor, de mi temperamento y de mis pocas ganas de vivir. Creía que el tabaco era mi salvación, pero en realidad era mi condena, algo que he arrastrado toda mi vida. Y ahora sé que debo cambiar.

Aún así, hermana, Dios no me ha perdonado, pues he tenido que pagar un precio muy alto a tan gratificante revelación. He perdido mi pierna derecha. Y necesito rápidamente algún medicamento que me suavice el inmenso dolor que estoy sufriendo en estos momentos. Ahora mismo estoy sentada en el suelo de una parada de autobús. Por fortuna para mí, tengo un coche que me hace de escudo y me permite ver si alguien se acerca, así que antes de que ellos me vean, yo ya habré tenido tiempo suficiente para marcharme. Le voy a relatar por encima cómo ocurrió todo.

Me estaba desangrando en el estanco, tirada en el suelo y rezando para que mi hora llegase cuanto antes. Los cadáveres de la pobre Claudia y su gato, «Bolita», yacían en el suelo, inertes. Sentí cómo mi vida iba pasando en imágenes borrosas mientras intentaba detener la hemorragia con una de mis medias y un poco de alcohol que tenía en mi zurrón. Hasta pensé en suicidarme, teniendo aún el arma en la mano y con cinco balas más en los bolsillos. Lo único que me echó para atrás fueron los recuerdos, y el verme rodeada de aquello que tanto amaba: mis cigarros.

No alcanzaba al mostrador, sentada como estaba en el suelo, así que durante un instante creí enloquecer. Tan próximos pero a la vez inalcanzables, mis cigarrillos no iban a librarme del mal ni del dolor. Pero en esos momentos la suerte estaba de mi lado, porque a pocos centímetros de mí vi una cajita de madera con bordeados verdes, abierta de par en par, y que contenía unas cuantas de esas maravillas. No tenían marca, sólo un forro de papel de color blanco y una forma un tanto abombachada. Pero en esos momentos me dio igual, porque con las cerillas que aún conservaba, pude fumarme uno de esos cigarrillos mientras notaba el amargo sabor de la sangre en mis manos.

Fue en esos momentos cuando le vi. La visión es demasiado abrumadora, pero sólo puedo recordar un brillo intenso y a alguien mirándome. Al principio creí que era Claudia, que había vuelto de entre los muertos para rematarme, pero lo descarté de inmediato cuando me fijé en lo que parecían un par de alas plateadas.

Sí, hermana, vi un ángel. No tenía rostro, y el humo del cigarro me emborronaba la visión, pero lo era. Olía muy bien, y extendía una de sus manos hacia mí. Fue entonces cuando lo comprendí todo. El tabaco, el por qué yo estaba ahí, y la explicación de que Dios me hubiese privado de una de mis piernas.

Me levanté como pude y tiré al suelo todos los cigarrillos que anteriormente había guardado en el zurrón. Recuperé el aliento y, armándome de valor, me preparé para volver a la calle, buscar más supervivientes, y juntos salir de éste infierno.

Eso sí, antes debo pasar por el ambulatorio a ver si puedo volver a reunirme con el Padre y arrancarme ésta pierna, que ya ha resultado ser inservible del todo.

Alabado sea Dios, hermana.

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