Carta 07

Hola prima:

Esta pesadilla no hace más que continuar.

Por la noche, el silencio es perturbado; se escuchan sonidos de gemidos ininteligibles que provienen de todas partes. Me tapé los oídos, no quería seguir escuchándolos, esos murmullos se metían en mi cabeza y las imágenes de gente masticando carne se instalaban en mis neuronas.

Vi a uno de ellos pasar por delante del escaparate. Se movía despacio, como si cada paso fuera un esfuerzo demasiado agotador. Movía la boca como si estuviera masticando algo, un líquido negro le escurría por la barbilla. Se quedó parado olfateando el aire; movía la cabeza a los lados buscando algo que se escapaba de mi visión. Se giró hacia el escaparate y se abalanzó sobre la verja, la agarró con fuerza e intentó moverla torpemente. Mi nuevo compañero y yo observábamos atónitos, acojonados por el miedo. Después de mucho esfuerzo el zombie se rindió y siguió su camino.

Despuntaba el alba cuando conseguí dormir brevemente. Un sonido metálico del exterior despertó a mi compañero, tenía los ojos hinchados. Sentimos como alguien abría la puerta y encendía las luces. Nos pusimos en pie de un salto y buscamos un objeto con el que defendernos; un gancho para mover cajas y un pequeño martillo (era patético). El intruso comenzó a silbar, entonces nos dimos cuenta que los intrusos éramos nosotros. Guardamos las armas y salimos despacio aprovechando que la persona estaba en el baño.

Prima, creí que aquel hombre saldría del baño con un arma gritando: “Ladrones”. Mi corazón parecía jugar en una noria loca.

El desconocido y yo empezamos a andar siguiendo la carretera. De mis ojos brotaron lágrimas ácidas sin ningún motivo. Él puso su mano en mi hombro sano; en ese momento nos derrumbamos y nos echamos a llorar. Él, como buen hombre intentaba hacerse el duro, pero al final acabó sucumbiendo a la tragedia.

Cuando nos tranquilizamos, se presentó como Jesús. Vivía en la casa de donde lo vi salir corriendo.

Su cuñado estuvo muy enfermo durante unos días, no había médico que pudiera atenderles a causa de la pandemia que azotaba el pueblo. Había más pacientes que personal en el hospital; además, varios médicos se encontraban enfermos.

Estaban toda la familia en casa cuando el cuñado expiró. Lloraban su pérdida, esperando que la funeraria se encargara de recoger el cuerpo, cuando este apareció en la sala con el rostro atravesado por una terrible vena palpitante. Su hermana corrió junto su marido, le agarró el rostro mientras lloraba de felicidad. Su llanto se convirtió en un grito y un charco de sangre se formó a sus pies: fue la primera en morir. Atacó a todos los miembros de la familia. Jesús consiguió escapar mientras el zombie-cuñado devoraba a la abuela. En ese momento fue cuando me encontré con él.

Reanudamos el camino cuando nos encontramos más tranquilos. Tenía que llegar al laboratorio ese mismo día, pues la herida volvía a desprender un olor desagradable. Mi carne seguía pudriéndose.

En la carretera nos adelantaron varios vehículos; sus ocupantes, la mayoría familias, conducían como locos llevando sus bártulos en maleteros abiertos, aguantados por una mísera cuerda con doble nudo. Se dirigían a las afueras del pueblo buscando una vía de escape.

Recordé la valla electrificada que me había impedido salir del pueblo con Elisa. No sabía si estaba por todo el pueblo o solo por la zona del bosque que había visto; pero, si había militares, pronto declararían la cuarentena.

El olor de la herida empeoraba y con ello empecé a sentir como la garganta se me secaba, era una sensación angustiante. Le dije a Jesús que paráramos en una pequeña casa-taberna, las típicas que solo los dueños y dos vecinos de la zona visitaban. El suelo estaba tan gastado que no sabias si estaba limpio o sucio; se escuchaba la típica cuadrilla de ancianos discutiendo por la partida de tute. Se quedaron mirándonos con desconfianza mientras preguntaba por el baño. Jesús se quedó en la barra tomando una cerveza.

La herida de mi hombro estaba asquerosa. El pus había vuelto y la carne se había podrido hasta la mitad del omóplato. Dos venas palpitantes serpenteaban por el brazo y amenazaban con ir hacia la espalda.

Cogí el brebaje de mi mochila, que Jesús había rescatado del coche, y tomé un trago. Tuve que llevarme las manos a la boca para ahogar un grito de dolor. Me temblaba el pulso, tenia que verter el líquido en la herida, no tenía otra opción. Metí un pañuelo en la boca y lo mordí con fuerza; sin embargo, no pude evitar expulsar un agonizante quejido. Jesús y uno de los ancianos entraron asustados, por suerte ya había tapado la herida con una gasa. Mi rostro expresaba lo que me negaba a contarles, porqué me abrazó tiernamente intentando calmarme.

Este secreto prima, es tuyo y mío. No quiero que nadie sepa en qué me estoy convirtiendo. Encontraré una cura cueste lo que me cueste.

 

Te hecho de menos.

Iria

 

P.D.: Voy a mandarte la carta anterior y esta. Perdóname por tardar tanto en escribirte. Tq.

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Carta 07

A quien quiera leerlo:

¿Qué coño es esto, un puto pueblo fantasma?

Estaba flipando, no se veía un alma, las tiendas estaban cerradas a cal y canto, con carteles de: «Cerrado por enfermedad» por todos lados. Por suerte, el súper aún estaba abierto. Cuando entré, mi indignación creció aún más. Busqué con la mirada a mi novia, que trabaja aquí como dependienta. Estaba leyendo con manos temblorosas una revista de moda detrás de la caja. Me acerqué dando grandes y sonoras zancadas hacia ella.

—Jeni, cariño, ¿qué cojones es esto? —la dije mientras señalaba las estanterías casi vacías.

Ella se encogió ante mi cabreo, mirándome con ojos de corderita.

—Yo… —balbuceó—. Yo no sé, hace días que no llegan los nuevos pedidos.

La cogí de la barbilla para que me mirara directamente a los ojos.

—Mi hermano necesita comer, ¿sabes, Jeni? Búscame algo —dije.

Mientras mi chica iba al almacén cogí lo poco que pude encontrar, como unos rollos de papel higiénico, unas salchichas medio aplastadas y una bolsa de patatas fritas que parecía como si un elefante se hubiera sentado sobre ella. Sólo me topé con un anciano que me miraba de soslayo mientras hacía acopio de los restos de comida. Fui directo hacia él, dispuesto a preguntarle si sabía que cojones estaba pasando. Éstas momias andantes siempre se saben todos los chismorreos del pueblo. Justo antes de abrir la boca, Jeni me chistó desde la puerta del almacén.

—¿Has visto al viejales ese? Parecía a punto de echarse a llorar según me acercaba a él —comenté.

Jeni no respondió, se limitó a cogerme de la mano y guiarme al interior del almacén. Allí me dio dos bolsas con comida.

—Es todo lo que he podido encontrar, lo guardaba el jefe para ocasiones de emergencia ­—susurró—. Pero hace tiempo que no viene por aquí.

—¿Que está pasando aquí? Nunca te he visto así de nerviosa.

—Yo… —balbuceó de nuevo—. El pueblo está loco, están pasando cosas muy raras. La gente está desapareciendo y encima anoche un vagabundo se me echó encima. Creí que iba a violarme, pero en vez de eso intentó morderme. ¿Te lo puedes creer? ¡Morderme! —dijo al borde de las lágrimas.

—Chist, chist. Tranquila, no llores —la dije mientras la abrazaba contra mi pecho y la daba unas palmaditas en la espalda. Arrancó a llorar. Esperé en silencio a que se calmara.

Cuando los sollozos se fueron apagando poco a poco, la aparté de mí y la tendí un trozo del papel higiénico para que se limpiara.

—Voy a buscar a éstos y ya veremos qué hacer, ¿vale? Tu de momento quédate aquí y ya vendré a buscarte con ellos.

—Va… vale.

La besé en la boca mientras la agarraba del culo. Me iba a marchar justo cuando me acordé de algo.

—Ah, por cierto —dije—, ¿no sabrás nada de Alex? Hace días que no lo localizo. Si tienes noticias suyas llámame.

Jeni se me quedó mirando con una mano en los labios y la otra medio levantada en mi dirección, como si no quisiera que me marchara. El miedo que se reflejó en sus ojos me hizo dudar, pero acabé cruzando la puerta.

Metí toda las bolsas en el coche y salí en busca de mis amigos.

Cuando llegué a la casa del Sebas, vi su moto medio caída sobre su puerta, pero nadie respondía. Dichoso Sebas, nunca está cuando se le necesita.

No tuve mucha más suerte en la casa del Suko. Ni en la del Rule, ni siquiera en la casa del Paji, que siempre suele estar en casa viciándose a la Play o pajeándose con Internet.

Ya estaba anocheciendo cuando me rendí y decidí volver a casa. De camino vi cómo un cura dejaba unas cartas en correos, me pareció buena idea y decidí depositar lo que llevaba escrito de mi diario en el buzón. Es la única forma que se me ocurre de que se sepa que está pasando en el pueblo, a ver si las autoridades hacen algo al respecto.

Iba abstraído en mis pensamientos cuando noté una presencia que me miraba desde un balcón. Era una niña. Estaba asomada de cuclillas entre medias de los barrotes del balcón. Me hacía señas con la mano para que me acercara. Tenía los ojos de un color amarillo intenso y vi que llevaba el brazo vendado. Me acerqué curioso, pero enseguida algo en su sonrisa me perturbó y me quedé plantado a medio camino. Empecé a caminar de espaldas sin dejar de mirarla. Cuando ya estaba lejos de ella me despidió con su otra mano, pero me pareció más grande de lo normal, como si llevara algo sujeto. Abrí los ojos como platos al descubrir que sostenía el brazo de un hombre adulto, arrancado de su cuerpo y aún con la sangre fresca deslizándose por la zona amputada.

Salí corriendo calle abajo.

—Ñiiiiiiiiiiiiick —una estridente ambulancia frenó en seco justo a mi lado. Me giré enrabietado y solté toda mi furia en forma de un puñetazo. Del golpe que le di al capó de la ambulancia, ésta calló de repente. Tomé aire mientras miraba al interior del vehículo, donde unos chavalines con cara de susto me miraban a través de los cristales. En ese momento me acordé de Abel y salí escopetado hacia el coche.

Espero que no le haya pasado nada malo en mi ausencia.

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Carta 07

Querida Teresa:

Acabo de escribirte una carta y ahora empiezo otra. Luego te mandaré las dos, o al menos eso creo.

Lo que hice estuvo mal, pero ya no me importa, debería sentirme culpable, y no es así. Había matado a otra mujer, de una forma cruel. Estaba endemoniada y quería comerme, pero eso da igual, yo solo quería la botella de vino. Cuando salí de la casa del señor Beltrán me aferré a ella como a mi propia vida y la apuré sin dejar una gota dentro.

Las mayores locuras se ven con más claridad bajo el cálido manto del bendito licor.

Estuve paseando por el pueblo, no sé cuanto tiempo, ni lo recuerdo muy bien. Allí estaba yo, tan campante, por las mismas calles que hace dos días me aterraban. Pude ver a un grupo de harapientos, dando tumbos y arrastrándose como yo. Parecían más muertos que borrachos y no se fijaron en mí. Es lo que pasa cuando eres un don nadie.

No sé como ni por qué, me encontré tirado delante de la comisaría. Estaba quemada y había soldados fuera. Uno de ellos me despertó a tortazos, era el oficial del mostacho.

—Padre, ¿está usted bien?

Me miró por encima de las gafas de sol, nunca pensé que pudiera tener ojos detrás de aquellos cristales oscuros.

—¿No le da vergüenza?

Chasqueó los dedos junto a mi oreja, produciendo un ruido estremecedor.

—Hágase un favor y vuelva a su iglesia —me regañó.

Me ayudó a levantarme dándome un empujón.

—Pero, ¿qué pasa? —pregunté.

—¡A casa! —ordenó dándome la espalda.

 

Cuando llegué a la capilla se me pasó la borrachera de golpe. Había tres personas dentro, estaban demacrados, sentados como si rezaran. No eran monstruos ni demonios, eran zombis. ¡Si señor, ya va siendo hora de qué alguien llame a las cosas por su nombre! No sé por qué estúpida razón me puse a decir misa, a veces el miedo nos empuja a hacer cosas raras.

Sus ojos ensangrentados me miraban con hambre, pero se quedaban quietos ante la palabra de Dios. La situación era muy tensa, en cualquier momento podrían atacarme y tuve que acortar el Evangelio. Cuando dije: “Podéis ir en paz”, arrastraron sus pies a la salida. Una vez fuera, corrí a atrancar las puertas, necesité unos minutos para recuperar la respiración.

 

Pero la cosa no terminó ahí. Al entrar a la sacristía me llevé otro susto. Había un niño escondido, con la cara desencajada. Era Miguelín, creí que se había vuelto uno de ellos y quería vengarse por no haberle dado la comunión. Casi le atizo con el fichero de los bautizos.

—¡No, padre, que soy Miguel! —gritó, mirándome con sus ojos de mongolito.

El pobre estaba asustado. Intentó explicarme lo que había pasado, pero el jodío cuando hablaba parecía haberse tragado un polvorón y me levantaba dolor de cabeza. Le hice calmarse y le mandé a revisar la iglesia, a ver si había alguien más, escondido.

 

Le he dejado dormir en el sofá del despacho. Ya me contará luego lo que sea. Hoy estoy muy cansado y no puedo pensar con claridad. Mañana cuando despierte veré que hacer.

Por favor, hermana, no te olvides de mí.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D: Por favor, Padre, protege a ese pobre infeliz, creo que los que estaban en la iglesia eran su familia que venían a por él.

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Carta 07

Buenas,

Me han dicho Sara y Miguel que si quiero seguir arriesgando inútilmente mi vida para echar estas estúpidas cartas en el buzón de Correos, que por ellos bien. Después de todo, nadie puede negar que vivir en una ciudad con zombis es algo bastante estresante. Así que si esto es lo que necesito para no volverme loca, pues adelante. Pero también me han dicho que si voy a seguir echando estas cartas, que por lo menos sea un poco realista y que acepte el hecho de que, si alguna vez alguien las lee, fijo que no va a ser mi madre. Porque si el pueblo está bloqueado, si no hay internet, ni teléfono, ni autoridad ninguna… Pues está claro que tampoco puede haber servicio de correos, ¿no? Cabría preguntarse entonces a quién demonios le estoy escribiendo estas líneas, pero eso no creo que nunca llegue a saberlo.

Esta mañana a la hora del desayuno Sergio vino en su ambulancia para llevarse de expedición a Miguel, con quien quería comprobar si hay forma humana de salir de este pueblucho. Justo antes de marcharse, Miguel nos dedicó una mirada severa a Sara y a mí, tras lo cual nos ordenó que nos quedáramos en casa durante su ausencia. Sin embargo, no le hicimos ningún caso, pues tanto mi hermana como yo necesitábamos ver a nuestro padre. Salimos armadas con los palos de golf y nos llevamos unos prismáticos para no tener que acercarnos mucho a los zombis. Como ya era habitual, en la calle no había nadie, avanzábamos despacio y con cuidado, procurando pasar desapercibidas. El corazón me latía deprisa y se aceleraba aún más cada vez que creía distinguir algún ruido fuera de lo habitual. Nos llevamos un buen susto al cruzarnos con un chucho gris que se había refugiado en un portal de camino a la discoteca. Al vernos, se abalanzó sobre nosotras embargado de alegría. A Sara no se le ocurrió otra cosa que darle una barrita de cereales rancia que apareció en uno de los bolsillos de su chaqueta. Craso error, pues ya no hubo forma humana de sacarse de encima al animal, que nos seguía a todas partes, moviendo la cola, babeando y despidiendo un olor nauseabundo que prefiero no recordar.

A mi padre le encontramos un poco más allá de la discoteca, en las inmediaciones de la Plaza de Toros, donde participaba en una especie de concentración de zombis. No pudimos evitar que el perro saliera corriendo hacia el grupo de concentrados, aproximadamente dos docenas de seres andrajosos y maltrechos, que caminaban en círculos al tiempo que emitían sonidos guturales. La presencia del perro no pasó desapercibida, pues un buen número de asistentes interrumpieron la actividad en la que estaban enfrascados para tratar de darle caza, aunque de forma tan torpe que al perro no parecía que le costara esquivarles.

—¿No crees que deberíamos hacer algo? —me preguntó Sara.

—¿Te refieres a arriesgar nuestras vidas para salvar a un chucho desconocido?

—No —replicó ella—. Me refiero a que quizás papá tenga hambre y que deberíamos ayudarle a cazar al perro.

Gracias a Dios, no fue necesario. Fue terminar de decir su frase y oir el aullido lastimero del perro, seguido de una especie de alarido victorioso proferido por el zombi que había logrado atraparle. A continuación sus compañeros (papá incluído) se abalanzaron sobre el chucho, iniciándose una carnicería, cuyos detalles no quisimos pararnos a ver por no perder el respeto a nuestro padre. Habíamos ido a verle y estaba claro que estaba bien, así que nos volvimos a casa con el estómago algo revuelto, a causa del espectáculo que acabábamos de presenciar.

Son las cinco y Miguel y Sergio aún no han vuelto. Por mí que no vuelvan, pero sé que Sara está preocupada porque ha empezado a comerse las uñas.

Un saludo,

Alicia.

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Carta 07

Querida Cristina;

El diablo ha entrado en esta casa. Y es más terrorífico de lo que nos habíamos imaginado. La Bíblia parece un cuento para niños comparado con lo que nos encontramos detrás de esa puerta.

¿Se acuerda, hermana, que siempre nos reíamos en la iglesia cuando el Padre empezaba a hablar de exorcismos? Pues le juro por nuestra difunta madre que ahí dentro hacen falta más de uno. Están todos poseídos. Mejor le cuento cómo ha sido, porque ahora sí que estoy asustada y no se lo que puede ocurrir.

Decidimos ir a abrir la puerta los cuatro ancianos más jóvenes; Julián, María, Concepción y yo, ya que somos los que disponemos de mejor movilidad, a pesar de que yo necesite de mi bastón para andar. Los gruñidos, junto a unos gemidos sordos, se oían como siempre. Durante unos días pensábamos que tendrían encerrado a algún perro guardián, pero no fue hasta que al sr. Julián le pareció escuchar el llanto de una mujer, cuando decidimos abrirla.

Lo primero que nos vino fue un hedor insoportable; no había luz y el interruptor no funcionaba, así que el sr. Julián fue a buscar un par de linternas; pero regresó con su hermano, Roberto, ¿recuerda? El pobre ya casi ni se sostenía en pie, pero el amor de hermanos es muy intenso. Yo me quedé detrás con una linterna y la sra. María entró con la otra, seguida de la sra. Concepción. El sr. Julián tuvo que volver; su hermano empezó a delirar, temblando y echando espumajaros por la boca (pobre criatura), y tuvieron que llevárselo enseguida de allí. Así que nos quedamos las tres solas y entramos.

Enfocamos la habitación, una especie de despensa que más bien parecía un vertedero de tantos trastos inútiles que había; desde comida caducada hasta las antiguas correas que se usaban anteriormente para atar a los ancianos a las camas. Las mismas que usó la canalla de mi enfermera cuando me inmovilizaba. Lo peor vino después.

La sra. María soltó un grito desgarrador cuando enfocó hacia una esquina de la habitación. Un cadaver. Un cuerpo desnudo sin vida que no parecía llevar mucho tiempo descomponiéndose. Estaba boca arriba, con las manos sujetas por una cuerda a una mesa cercana. Creo que se trataba de uno de los enfermeros que cuidaba a la sra. Paquita, que a decir verdad hace tiempo que ni la veo por el patio.

La sra. Concepción sacó su rosario y empezó a rezar desesperadamente para ver si aún podía salvar su alma errante; pobre infeliz, su alma ya estará bien lejos de aquí. La sra. María se desmayó, así que la linterna cayó al suelo, enfocando otra esquina de la habitación.

Era la srta. Carla.

Mi enfermera querida, la única que me dió un soplo de vida cuando pensaba que ya nadie me quería. Estaba atada de manos a la pared con unas cadenas, con la cabeza gacha y muy desatendida. Se la veía más delgada y por el olor que desprendía no debía de haberse duchado en, por lo menos, dos meses. Cuando quise reaccionar corrí hacia ella con mi bastón en mano, sin mirar siquiera lo que había en el resto de la habitación, y empecé a zarandearle y a gritarle. No sabía si estaba muerta o viva, pero me horroricé al ver una herida muy profunda en su cuello, como si algo le hubiese mordido. Ya no sangraba, pero tenía un color morado que no me gustó demasiado. Yo creo que es cangrena.

Pero aquí no acaba la cosa. Cuando me tranquilicé un poco enfoqué el resto de la habitación, y pude ver al lado de la srta. Carla una puerta de metal roñosa, con unos barrotes pequeños y un candado de proporciones descomunales. Sólo enfoqué durante dos segundos a su interior. Un chillido, seguido de por lo menos diez manos, salieron de entre los barrotes. Ahí es donde guardan el mal. Salimos las tres lo más rápido que pudimos, con el alma encogida.

Estoy muy asustada hermana. No tenemos valor para decirle a los demás lo que hemos visto ahí arriba. No tengo las llaves de los candados así que no puedo liberar a la srta. Carla, pero en cuando envíe esta carta subiré a limpiarla un poco y a darle algo de comer. Rezo por que siga viva y nos pueda contar quienes y por qué le han hecho esto.

P.D.: Aprovechando la comida que encontré en la ‘habitación del mal’, he cogido un puré de garbanzos, caducado desde hace más de seis meses, junto a unas cuantas pastillas y un laxante, y se lo he hecho tragar a la embustera que tengo atada a la cama. Hablará, ya lo creo que hablará.

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Carta 08

Prima:

 

Me siento sola en un mundo de caos. Mi acompañante se ha ido y yo escribo estas palabras en una habitación del laboratorio.

Seguimos por el camino hablando sobre cosas sin importancia cuando escuchamos unos gritos. Yo me quedé de piedra. El salió del camino y corrió hacia la voz sin pensar que podría haber detrás de los gritos.

Bajó por un terraplén improvisado, señal de que algo había caído por allí. Me asomé y vi un coche verde fosforito en mitad de unos arbustos; del capo y por debajo de las ruedas delanteras salía humo, parecía una señal india de localización.

Jesús abrió, a base de patadas, la puerta del conductor. De un bolsillo sacó una navaja multiusos. Desde donde estaba no podía ver lo que estaba pasando y eso me angustiaba. Los gritos habían cesado, pero él no subía.

Escuché un coche que circulaba por el camino, levanté las manos y pedí ayuda. El vehículo pasó a tal velocidad que tuve que apartarme para que no me embistiera. Intentaban sobrevivir, aunque a esa velocidad pronto se convertían en el aperitivo de alguien.

Cuando me giré, Jesús subía la cuesta con una chica apoyada en su hombro. Estaba ensangrentada y amorotonada; tenía varias heridas abiertas e infectadas que me hicieron entrar en estado de pánico. Le grité a Jesús que dejara a esa mujer en el suelo. El se quedó atónito sin entender lo que le decía. Mis palabras, de los nervios, se me atascaban en la garganta y en lugar de hablar parecía que vomitaba.

—Es mi prima —me gritó con los ojos vidriosos—. No puedo abandonarla.

—La han mordido —titubeé—, pronto será un monstruo.

—¿Qué…? —él sabía lo que quería decir pero no lo aceptaba.

—Esta infectada —dí un paso hacía delante—, debas alejarte de ella.

—No —era un leve quejido que venía de la mujer—, no me abandones.

Ante esa súplica todas mis explicaciones y mis porqués fueron ignoradas. Comenzamos una discusión sin fin. La prima empezó a vomitar sangre, varias venas verdes palpitantes se entrecruzaban en piernas y brazos. La muchacha estaba condenada.

Los ojos preocupados de Jesús me rompían el alma. Me sentía culpable. Podía darle mi brebaje, podía vendarla con las vendas, pero sería inútil; las venas ya habían aparecido. Incluso la idea de darle mi brebaje tenía que descartarla, pues no quedaría suficiente para analizar en el laboratorio.

Me quedé callada, sintiendo como la culpa crecía sobre mí. Me mordí el labio y me dije a mi misma que había hecho lo mejor, aunque no me lo creía.

Observé como Jesús y su prima volvían hacia el bar. Cabizbaja y callada les dí la espalda. Lo lamentaba pero tenía que pensar en mí y en la gente que debía curar. Cada paso era una losa en mi pecho. Sabía que hacía lo correcto, pero me sentía sucia y malvada por no haber intentado ayudarla. Mil dudas y preguntas entraban como ladrones en mi mente haciéndome sentir más culpable de lo que ya estaba.

La pequeña puerta de madera estaba enfrente de mí, pertenecía una casa cutre con un gigantesco invernadero. Los vecinos del pueblo creían que era un almacén de flores, que después eran llevadas a las floristerías.

Una cosa es la que veía y otras la que escondía. Cuando se abre la puerta de madera, te encuentras en una pequeña sala, donde en su interior se esconde una estructura de hormigón y detrás de una puerta de acero se esconde el laboratorio. En su interior había dos plantas, la 1º para los investigadores y la 2º un gigantesco laboratorio subterráneo que aprovechaba el agua del río.

La puerta de madera se abrió. Un chico joven, alto y con gafas me observaba atentamente.

—La doctora esta esperándole —decía inseguro.

—Pues vamos —respondí.

Pasé por la enorme puerta de acero macizo y bajé en el ascensor. Me llevaron directamente a este cuarto, para que me duchara y descansara. Prima, tú y yo sabemos que mi reloj tiene una cuenta atrás y no puedo perder el tiempo.

Me duche y salí al pasillo principal, no me había dando cuenta de que todas las puertas tenían un teclado numérico. Hacía años que no pisaba el laboratorio.

Mientras espero a la gran jefa de laboratorio, aprovecho para escribirte estas líneas. He visto un buzón aquí cerca, solo espero que recibas mis cartas a tiempo.

 

Un abrazo

 

Iria

 

P.D.: Estoy preocupada por Jesús; si la prima le muerde su final está marcado. No podré llegar a tiempo para ayudarle.

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Carta 08

Querida Teresa:

Creo que Dios ya no está con nosotros. Las cosas que están pasando lo demuestran. Debí darme cuenta cuando los feligreses dejaron de venir a la iglesia. Todo porque me negué a darle la comunión al pequeño Miguel. Estaba claro que siendo subnormal no entendería lo que eso significaba, pero el señor Beltrán y los demás fanáticos se me echaron encima. Me llamaron cosas terribles, hasta la señora Claudia me escupió en la cara. ¡Qué vergüenza!

Y ahora ese niño vuelve a mi parroquia, como si fuera un castigo del Señor o una burla del Diablo.

Fue la última borrachera lo que me hizo recordar todo aquello.

 

Desperté con la intención de buscar alguna botella en los escondites habituales, pero me encontré con Miguel en la sacristía. Había preparado unos huevos como desayuno, tenía incluso unos cuscurros de pan duro para mojar.

—Lo siento, no me queda leche —se disculpó.

—¿De donde has sacado eso? —pregunté.

—De casa de la Gerarda —dijo con su voz de mongolito—, ya no hay nadie ahí.

Le regañé, le dije que robar está mal, pero antes de terminar el sermón, yo ya estaba comiendo como un poseso.

El niño me contó que había una enfermedad que convertía a la gente en monstruos, que no se podía salir del pueblo, que había una valla que daba calambres y unos soldados fuera que no dejaban salir. Dijo que la gente estaba como loca y algunos robaban comida del supermercado. Dijo que los chicos se reunían en la discoteca y hablaban de escaparse y otras cosas. Me contó como su familia le estaba esperando en casa. Querían comérselo.

Para ser tontito, el chico estaba muy bien informado. Le dije de ir a la discoteca a pedir ayuda. Él negó con su enorme cabezota.

—Mejor que no, ya no es un sitio seguro.

Decidí tenerle entretenido para no pensar y nos pusimos a limpiar la iglesia.

He de reconocer que el chaval es muy eficaz. Cuando terminamos, ya era la hora de comer. El jodío tenía en la mochila una barra de chorizo picantón y una bolsa de patatas fritas sabor a queso.

—Lo siento, ya no me queda más —se volvió a disculpar.

—No importa —contesté—, el hambre lo perdona todo.

Y es verdad, en circunstancias normales no me habría comido esas patatas chuchurrías, pero me supieron a gloria.

Ya estábamos preparados para echarnos una siesta, cuando la campana sonó. Alguien o algo la había golpeado.

Un cuervo entró por el campanario. Parecía endemoniado, tenía los ojos amarillos y se iba dando contra los muros. Venía a por mí.

—¡Cuidado, padre —gritó Miguel—, es uno de ellos, no dejes que te pique!

Corrí desesperado por los pasillos de la parroquia. Sus graznidos eran terroríficos. Tropecé y caí a los pies del Cristo crucificado. Era el final, sus ojos me miraban con piedad. Cuando el cuervo estaba a punto de picarme, aquel niño de cara grotesca salió de la nada, saltando como en las películas americanas. Atravesó al pájaro con el atril. Al caer al suelo se hizo sangre en la ceja.

Cuando recuperé el aliento me levanté. Le limpié la herida de mala manera y le puse una tirita. Ni siquiera le dí las gracias.

Miguel guardó el cuervo, con mucho cuidado, en una bolsa de basura. Se sacó un mechero del bolsillo y desinfectó el atril, insistió en que podría ser contagioso. Enterramos al maléfico ave en el patio.

 

Ha sido un día muy raro, otro más. Nos hemos echado un rato a descansar. Ahora vamos a salir en busca de comida. Aprovecharé la ocasión para mandarte esta carta. El tonto de Miguel le ha escrito una a su tía Micaela y quiere que se la mande también. Ha puesto un montón de tonterías, que si todo va bien, que no se preocupe, pero que venga el tío Miguel, que es guardia civil en Cuenca. Incluso le manda un dibujo la mar de feo. ¡Pobrecito!

A lo mejor el chico tiene razón, deberías avisar a alguien y contar lo que está pasando en el pueblo. Aunque dudo que nadie te crea, me conformo con saber que aún estoy vivo y espero que tú estés bien y no te veas metida en un lío como este.

Si no nos vemos nunca, que sepas que te quiero.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Con un poco de suerte este niño sabrá donde encontrar más vino.

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Carta 08

A ti, seas quien seas.

Los chicos no volvían. Habían salido por la mañana en la ambulancia para averiguar si había forma humana de salir del pueblo y cuando ya anochecía aún no sabíamos nada de ellos. A Sara ya no le quedaban más uñas que morderse. De hecho, tenía los dedos en carne viva. Desde hacía horas, no se movía de la ventana de la habitación de mi padre, desde donde vigilaba la calle, en espera del regreso de los dos expedicionarios. Yo me había puesto a planchar (como si a alguien le pudiera importar en aquel momento si llevábamos la ropa arrugada o no) y, entre prenda y prenda, no podía dejar de pensar en todas aquellas películas en que bastaba que el grupo de amigos se separara para que se cepillaran a alguno de ellos. Pero una cosa sí que estaba clara: en aquella escena los que llevaban todas las de perder eran Miguel y Sergio.

A las diez de la noche obligué a mi hermana a cenar algo y mientras jugueteábamos con la comida, sin ser capaces de probar bocado, nos sobresaltamos al oír el sonido familiar de la sirena de nuestra ambulancia. Corrimos escaleras abajo para dar la bienvenida a nuestros amigos. Venían con Luisa, que bajó del coche con un macuto.

—No os importará que me mude aquí, ¿verdad? —nos preguntó a gritos, pues al ruido de la sirena había que sumarle la paliza que Miguel y Sergio le estaban dando a la ambulancia para que se callara—. ¡Mi madre creo que se ha vuelto loca! ¡Hace días que no la veo!

Traía la mano vendada y al preguntarle cómo se había hecho daño, nos aseguró que no había sido ningún zombi.

—Fue sólo un chuco que me atacó en la calle —nos explicaba en el preciso momento en que un golpe certero de Sergio conseguía silenciar la sirena—. ¡Por suerte es sólo un rasguño!

Sara y yo intercambiamos unas miradas algo inquietas y supe que se hacía las mismas preguntas que yo: ¿Sería posible que fuera el mismo chucho? ¿Y si los chuchos también pudieran convertirse en zombis? ¿Y si aquel rasguño era suficiente para contagiarle a Luisa aquella enfermedad? Y nos hubiéramos hecho muchas más preguntas, de no ser porque justo entonces Miguel pareció ver algo a lo lejos que no le gustó mucho. Nos metió en la casa de un empujón, mientras Sergio se apresuraba a coger una bolsa rosa de la parte de atrás de la ambulancia. Cuando todos estábamos dentro de casa, Miguel cerró la puerta y nos hizo una señal para que permaneciéramos en silencio. Al poco se oyó un pequeño tumulto que pasaba por delante de casa. Oímos cómo los zombis aporreaban la puerta, la ambulancia, soltaban gruñidos, aullidos, rompían cristales, avanzaban calle abajo, se alejaban… y todos seguimos quietos hasta que no escuchamos nada más. Luego subimos a la cocina, sin decir ni una sola palabra.

—¿Puedo ir al baño? —preguntó Luisa, rompiendo el silencio.

Mientras Sergio y Miguel se zampaban la cena, nos contaron que sus pesquisas de aquel día les habían llevado a la conclusión de que era imposible salir de la comarca. Es decir, habían podido constatar que había una enorme valla electrificada instalada alrededor de nuestro pueblo y un par de pueblos vecinos. Aunque no tardaron en comprender que no era posible sortear aquel muro metálico sin disponer de un equipo muy sofisticado, habían pasado el día yendo de un lado a otro, tratando de averiguar si aquella dichosa valla tenía algún punto débil, pero si lo tenía, no lograron encontrarlo. Tanto en el centro como en los alrededores, e incluso en otros pueblos, el panorama siempre era el mismo: las calles desiertas, sucias, las casas silenciosas, cerradas a cal y canto o con las puertas abiertas de par en par, algunas tiendas saqueadas, coches abandonados… Entre las pocas personas que se habían cruzado, había un compañero del instituto, Lucas, que les había dicho que se había refugiado con su familia y unos vecinos en un supermercado. Aunque a regañadientes, les había dejado que se llevaran unas conservas, las que habían traído en la bolsa rosa de la ambulancia.

—Había muchos grupos de zombis en el bosque —nos dijo Sergio—. Algunos son muy rápidos.

Nos contó que esos zombis corrieron largo rato tras la ambulancia, atraídos por el sonido de la sirena, que se había puesto en marcha al pasar un bache… y no consiguieron perderles de vista hasta que varios kilómetros después volvieron a internarse en el pueblo.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó entonces Luisa, a la que no habíamos visto volver. Apretaba su mano vendada contra el pecho. Sara y yo volvimos a mirarnos sin decir nada.

No sé, ¿qué vamos a hacer?

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Carta 08

A quien quiera leerlo:

—¡Abel! —grité nada más entrar en casa.

No recibí respuesta, por lo que volví a insistir.

—Abel, deja la consola y vístete, nos vamos.

De nuevo el silencio me dio la bienvenida. Fui derecho al salón. La video consola emitía la musiquita del Super Mario Bros mientras en la televisión aparecían las palabras de game over. No había ni rastro de Abel.

—Abel, no estoy para jueguecitos, sal ya —grité a pleno pulmón.

Me quedé en silencio, esperando oír, como en las otras ocasiones que jugaba al escondite, su risilla detrás del armario. Empecé a ponerme muy nervioso y dando grandes zancadas recorrí toda la casa buscándole, dispuesto a soltarle una buena regañina en cuanto le encontrara. Regresé al salón casi sin aliento. Me apoyé contra el marco de la puerta que daba hacia la calle, intentando pensar con claridad. Sentía como si mi cabeza fuera un volcán a punto de estallar. Me pareció distinguir algo blanco tirado en el suelo. Cuando me acerqué tuve que reprimir un grito y di un puñetazo al suelo. Era Minchi. Me temblaban las manos cuando lo recogí y noté como algo viscoso estaba adherido al peluche, era sangre. Lo abracé contra mi pecho mientras sofocaba las lágrimas que pugnaban por salir. La imagen de la niña sonriente de ojos amarillos inundaba mi mente.

No sé cuánto tiempo pasó antes de que pudiera respirar con normalidad. Sólo recuerdo que fui directo a mi habitación. Cogí mi bate de beisbol, la navaja que usé contra Alex y mi puño americano. Lo metí todo en una mochila, junto con Minchi, que asomaba su cabecita por fuera de la cremallera.

Salí de casa e investigué los alrededores en busca de huellas o de alguna pista sobre el paradero de Abel. Cerca del portón vi pisadas que no reconocí en un principio. Al fijarme con más detalle, me di cuenta de que procedían de botas militares. Recordé al soldado de las gafas de sol y me volví a estremecer como aquella vez. Si ese cabrón le ha tocado un solo pelo a mi hermano va a saber quién soy yo.

Ya era noche cerrada cuando cogí el coche, camino del puesto militar.

Mientras quemaba el motor del coche por la carretera ya no tenía ninguna duda, lo de Alex no fue fruto de la casualidad, algo muy gordo está pasando.

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Carta 08

Querida Cristina;

La situación se nos escapa de las manos. Ni siquiera el dulce sabor del tabaco puede ya tranquilizarme. El duro invierno se acerca y casi no nos queda comida. No podemos salir porque seguimos sin encontrar la llave de la puerta principal, y ninguno de nosotros tiene la suficiente fuerza para saltar por la ventana. Los pocos enfermeros que quedan se dedican a cambiar pañales y dar falsas esperanzas a los ancianos. El poder nos cegó y ahora el Señor nos está castigando por ello.

Creo que nadie vendrá a por nosotros. Ya no se oyen gritos ni coches en el pueblo, y hace meses que dejó de venir el transportista con comida y material nuevo. Las mantas no son suficientes para resguardarnos del frío, y tuvimos que atar al sr. Roberto, el hermano enfermo del sr. Julián, a una silla, porque del hambre que tenía se abalanzó hacia su propio hermano. No le mordió de milagro. Lo extraño es que cuando le intentamos dar de comer puré ni siquiera tragaba, sólo balbuceaba e intentaba alcanzar al enfermero. Ahora mismo lo están trasladando a la enfermería, a ver si le pueden dar algo para calmarse. Empiezo a sospechar que hay algo oculto, pues cuando le preguntas al sr. Julián por su hermano, éste siempre evita el tema y arguye que sólo está enfermo.

En cuanto le envié la anterior carta subí a ver a la sta. Carla. Lo cogí como rutina desde que le rescatamos de aquel infierno. Le limpié la cara con un trapo húmedo y junto a dos compañeros intentamos cambiarle la ropa y ponerle una manta encima para que no pasara frío. Aún no hemos podido quitarle las cadenas puesto que no encontramos la llave. La semana pasada por fin se despertó. Levantó lentamente la cabeza y abrió su ojo izquierdo; el otro lo tenía desgarrado, pobrecita mía. Durante un segundo pude ver un brillo y una leve sonrisa, pero no pudo articular una sola palabra. No importa el tiempo que pase antes de que pueda volver a hablar, es mi ángel y voy a protegerlo. Eso sí, cada vez que me acerco me da un vuelco el corazón cuando escucho los gritos provenientes de la puerta de metal.

Toda mi rabia y tristeza acumulada la estoy liberando contra la pendón que tengo atada a la cama. Como suponí, la mezcla de puré con pastillas y laxante surgió efecto, pero la muy asquerosa aún no se digna a soltar prenda. Y eso que desde entonces ni siquiera le he cambiado las sábanas. Ahora le estoy haciendo heridas en los pies con mis tijeras y echándole sal. Que sufra, se lo merece.

P.D.: Para colmo me ha empezado a doler la pierna horrores y ya casi no puedo andar; esas pastillas que nos daban deben de tener algún efecto secundario. Estuve toda la tarde del lunes rebuscando entre los cajones del despacho del director por si había algún prospecto que nos indicara de qué estaban hechas.

Hermana, necesitamos ayuda urgente.

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