Carta 05

Sigo viva:

 

No lo comprendo. Se suponía que después de haber tomado la belladona caería en un sueño del que no me despertaría jamás.

Esta mañana abrí los ojos. Me senté en la cama y observé a mí alrededor; pensé que era el cielo, pero nunca me imaginé que fuera tan desordenado.

Sufrí un ataque de histeria, no paraba de reír. Tenía que estar muerta. Me dormí con lágrimas de dolor bañándome las mejillas pensando que jamás volvería a ver a la gente que amaba y amé. Sin embargo, sigo aquí.

Prima, que siga cuerda y viva; no significa que me haya curado milagrosamente. Cuando me levanté, fui al baño a limpiarme la herida. El pus había menguado pero la carne que la rodeaba estaba pudriéndose, pequeños trozos viscosos se pegaba a la gasa. Me dieron arcadas. Tuve que espantar varias moscas que se volvían locas con el apestoso olor.

Me preparé un cataplasma antiinflamatorio y regenerante. Cogí unas pinzas para retirar la carne podrida; no hace falta que te describa lo asqueroso que fue. Unas venas hinchadas recorren mi brazo, se mueven al compás del latido de mi corazón; las sigo viendo y sintiendo por mucho que intente ocultarlas bajo las vendas.

Estuve pensando seriamente en ir al laboratorio. Sé que es una tontería, pero es lo único que puedo hacer. No hay médicos, ni nadie que pueda decirme por que sigo viva. Debo descubrir como ralentice la enfermedad.

Ir al laboratorio significa tener que verle la cara a esa mujer, esa arpía ladrona que me usurpó mi puesto. Desde que ocurrió aquel incidente no volvimos a dirigirnos la palabra. Ahora, ella trabaja en el laboratorio y yo en la clínica del pueblo, señalada como bruja. Qué retorcida puede ser la vida.

No me asusta aparecer en el  laboratorio y suplicar a esa oportunista que me deje hacer unas pruebas. Lo que realmente me asusta es salir de casa. Tengo que ir al otro lado del pueblo, donde se esconde el laboratorio, y eso me da pavor.

Si aquí las cosas están mal siendo las afueras, ¿qué pasará en el centro? Allí viven cientos de personas; algunas estarán enfermas y otras en el estado de Elisa antes de que la matara.

No sé que hacer. No quiero moverme de casa, aquí me siento segura, protegida; pero si no salgo, moriré, mi cuerpo se pudrirá lentamente y no creo que sea un bonito recuerdo que llevar a la tumba. Además, tengo la esperanza de encontrar una cura o ayudar a los que, como yo, siguen escondidos.

Cualquier héroe de película se sacrificaría y lo intentaría. Yo no soy una heroína y no lo quiero ser. Sé lo que debería hacer, pero no quiero hacerlo, no quiero ser yo la que tome esa decisión. ¿Por qué no me morí cuando debía? ¿Por qué no estoy en el infierno quemándome por el asesinato de Elisa? No quiero estar aquí, no quiero vivir este momento.

Prima, ¿qué debo hacer?

 

Iria

 

P.D.: He tomado una decisión. Si sigo viva es por algo, no creo en casualidades ni coincidencias. Sigo en esta mierda de mundo, así que intentaré hacerlo lo mejor que pueda. TQ

 

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Carta 05

A quien quiera leerlo:

Estaba hambriento, así que me dirigí a la cocina. Puse a calentar un poco de leche para mí y mi hermano. Cuando estaba cogiendo los «Chocos» me di cuenta de la hora que era.

—Pero que cojo… —salí disparado dejando que se cayeran algunos cereales al suelo. Se me había hecho tardísimo, apenas faltaban minutos para el amanecer.

Cuando llegué al lugar donde enterré a Alex me fallaron las fuerzas, tuve que apoyarme entre dos árboles, con forma de V, para evitar caer de rodillas al suelo. Toda la zona estaba removida, pero lo peor no era eso. Me agaché a observar con detenimiento y me di cuenta de que la tierra no había sido desplazada de un lugar a otro, como se haría en el caso de desenterrar algo, sino que parecía como si la hubieran empujado desde dentro.

—No es posible —susurré para mis adentros.

Un sol ascendiente iluminaba, a través de los árboles deformados, la zona en donde me encontraba. El sueño tan real que tuve anoche llegó con violencia a mi mente. No tuve tiempo para reponerme, pues el chillido ensordecedor de unas sirenas rompieron el silencio del bosque. Limpié a toda prisa la tierra de mis manos antes de salir corriendo hacia mi casa.

Una columna de humo eclipsó el sol. Al reparar en ella, vi que salía de casa. Cuando llegué, había un camión de bomberos estacionado enfrente de ella. Un bombero estaba a punto de tirar el portón abajo cuando grité:

—¡No lo haga!

El bombero se giró sobresaltado.

—Es mi casa, ahora mismo le abro —balbuceé casi sin aliento.

Cuando entramos vi que el humo procedía de la cocina. El cazo estaba negro como el hollín con toda la leche en forma de espuma alrededor suya.

—Lo siento, tuve que atender un asunto urgente mientras preparaba el desayuno —dije ante la mirada de reproche del bombero—. Se ve que se me olvidó apagar el fuego.

—Uala hermanito, la que has liado —interrumpió Abel al bombero cuando éste fue a decirme algo.

Apareció enfundado en su pijama, con cara legañosa, el pelo alborotado y su «Minchi» cogido de la mano, un gatito de peluche.

El bombero se quedó mirándolo, con un dedo levantado en mi dirección y una palabra que no terminó de salir de su boca. Se giró de nuevo hacia mí.

—Está bien por esta vez, pero que no vuelva a pasar.

—Claro —respondí.

—Últimamente están pasando cosas muy raras en el pueblo —me interrumpió—. Algunos de nuestros compañeros han desaparecido cuando acudían a llamadas de socorro, así que no nos den más trabajo del que sea necesario.

—Uala, yo quiero ese casco.

—Abel, cállate —reprendí a mi hermano—. Por supuesto señor, le prometo que no volverá a pasar —dije al bombero mientras le acompañaba al portón exterior.

Cuando el coche de bomberos se alejó cuesta abajo, sentí como si llevara años sin dormir.

—Yo de mayor quiero ser bombero y llevar ese casco tan chulo y conducir un coche que hace naaaaaaano naaaaaaaano.

—Si Abel, si ­—le dije mientras volvíamos adentro—. Ponte a jugar a la consola si quieres, que yo tengo que hacer unos recados en el pueblo.

—Uala, ¿sí? Gracias hermanito —saltó de alegría mi hermano mientras iba derechito al salón a encender la tele y la videoconsola.

Me fui directo al baño a darme una buena ducha y adecentarme un poco.

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Carta 05

Querida Teresa:

Como puedes ver, sigo vivo. Tras una larga noche de pesadillas, desperté. En verdad no sé si fue una noche o varios días, pero por fin descansé y me levanté más positivo. Cuando la luz del sol entra por las vidrieras, las cosas se ven de otro color.

Por alguna razón el calentador no funcionaba, pero una ducha fría me sentó bien. Todavía tenía leche para desayunar, y unas pastas chuchurrías. Lavé la sotana, que estaba hecha un cristo. Me puse a barrer y fregar. La sacristía, ahora lucía como en los buenos tiempos. Cuando entré en la capilla, vi las manchas de sangre por todas partes y el destrozo ocasionado por la lucha. Me estremecí, no había sido un mal sueño.

Seguí limpiando. Salí al patio y comprobé que la tumba de Rocío seguía ahí. Las otras tumbas permanecían abiertas, daba la impresión de que los muertos habían salido de ellas. El miedo se apoderó de mi cuerpo y busqué vino en los escondites habituales, pero solo encontré botellas vacías.

Tenía que salir de allí, tenía que entregarme a la policía, tenía que confesar mi crimen. Pero ante todo, tenía que enviarte las cartas.

Salí corriendo de la iglesia. Esta vez el panorama era distinto, el sol brillaba en lo alto del cielo, las ventanas seguían cerradas, pero se veía a la gente pasar por la calle, cargados con bolsas. Parecía un día normal, pero estaban asustados y corrían hacia sus casas. Ni siquiera saludaban. Me crucé con Martín, el del bar. Llevaba un extraño paquete y no quiso parar.

—¡Hola, padre, me alegro de verle vivo! —dijo mientras se alejaba.

No me dio tiempo de preguntarle si tenía alguna botella de sobra.

Todo aquello era muy extraño.

La oficina de correos continuaba cerrada, así que dejé las cartas en el buzón. Me acordé del militar de las gafas de sol y me fui, por si acaso. Era el momento de entregarme a la policía.

Iba por las calles convenciéndome a mí mismo de que era lo que tenía que hacer. El bar de Sebas parecía estar abierto, aunque no se veía a nadie. Pensé en entrar, pero allí no me fiaban, además tenía que cumplir con mi cometido.

Cuando llegué a la comisaría estuve más de dos horas decidiéndome a pasar, y cuando le eché valor vi a un guardia civil salir corriendo.

Era Leocadio, al que llamaban «Pichabrava», nunca lo había visto gritar de esa manera. Me quedé perplejo, no sabía qué hacer. Se acercaba la noche y la gente desaparecía de las calles.

Al rato salió otro guardia civil de la comisaría, era el bueno de Matute, tenía un mordisco enorme en el brazo.

Asustado, me fui como alma que lleva el diablo, de vuelta a la iglesia. Una vez más, me la había dejado abierta. Entré corriendo y cerré las puertas a cal y canto.

Había entrado alguien, la pila bautismal estaba tirada en el suelo y los bancos descolocados. Registré la iglesia de cabo a rabo, comprobé que la tumba de Rocío seguía allí y que nadie había profanado las otras.

Me estoy volviendo loco. Me han robado la comida, solo me queda un cuscurro de pan duro y el taper de las lentejas.

No quiero asustarte, prefiero no pensar. Creo que me voy a acostar, y si mañana me levanto, ya veré.

Por favor, Teresa, no me olvides, necesito saber si has perdonado lo que te hice.

 

Tu hermano que te quiere.

 

P.D: Padre, si voy a morir, no me des la extrema unción, dame un trago de vino.

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Carta 05

Querida mamá,

En mi última carta lo había dejado en que, tras la muerte de papá, habíamos decidido salir a la calle, ¿recuerdas? Hacía días que no lo hacíamos y te juro que el pueblo parecía otro. Tenía la sensación de estar paseando por el escenario de una película postapocalíptica, pues la poca gente que nos cruzamos por la calle iba cargada de bolsas, caminando deprisa, sin levantar la vista; el tráfico habitual era historia; muchas tiendas estaban cerradas y los parques estaban desiertos; las casas, que tenían las persianas bajadas, permanecían inquietantemente silenciosas. Además, cuando llegábamos al supermercado estuvimos a punto de tropezarnos con una docena de vagabundos que caminaban muy despacio, como en una procesión. Por suerte, Miguel, siempre alerta, se dio cuenta a tiempo y pudimos esquivarles sin que nos vieran.

—He oído historias raras sobre esos zombis —nos comentó Miguel—. Dicen que pueden ser muy agresivos, así que mejor no arriesgarnos.

Sé que esto te sonará a locura de las mías, mamá, pero hubiera jurado que había visto a papá caminando entre ellos. Sin embargo, me callé porque sabía que aquellos dos no me creerían y además, dados los recientes acontecimientos, yo misma dudaba de la fiabilidad de mis impresiones.

El supermercado estaba abierto, pero tenía un aspecto muy desangelado, con las estanterías medio vacias. No pudimos conseguir ni la mitad de las cosas de mi lista, pero como andábamos tan mal de provisiones, pillamos lo que encontramos: algo de pasta, arroz, un par de cartones de leche desnatada, dos docenas de huevos caducados (Sara insiste en que no pasa nada si nos los comemos, aunque no sé si creerla), chocolate, salchichas y unas conservas… todo lo cual no llegaba a llenar nuestras mochilas. El viejo de la tienda, tan antipático como de costumbre, no dijo ni pío cuando fuimos a pagarle, pero creo que no le hizo gracia que le diéramos tanta chatarra.

La siguiente parada fue en la iglesia, cuyas puertas estaban abiertas de par en par, pero del cura ni rastro y eso que le buscamos por todas partes. Adentro hacía frío y estaba muy oscuro, pues la nave apenas estaba iluminada por la luz que entraba a través de las vidrieras y alguna que otra vela encendida junto a las estatuillas de Santos y Vírgenes. Miguel y yo miramos en la Sacristía, mientras Sara echaba un vistazo en el mismísimo despacho del religioso, de donde salió con algo de embutido y una amplia sonrisa en su cara.

—Había una cesta con comida sobre la mesa y no pude resistirme —nos dijo—. No creo que le importe, ¿verdad?

Y fue justo entonces cuando oímos un ruido extraño proveniente del fondo de la iglesia (ninguno de los tres nos habíamos atrevido a explorar esa región recóndita) y salimos por patas. Así fue como Miguel, que es un poco bestia, tropezó con la pila bautismal, que cayó derribada al suelo haciendo un ruido estrepitoso que debió de oirse por lo menos a medio kilómetro a la redonda. Nosotros corrimos como locos, sin mirar atrás, hasta que creímos estar a salvo, ya cerca de la oficina de Correos, a donde llegamos sin aliento. Y como si lo de la pila bautismal no hubiera sido suficiente, Miguel nos montó otra escenita cuando al echar mi carta, constató que alguien debía de estar recogiendo la correspondencia (al asomarse por la estrecha abertura del buzón, había creído distinguir apenas media docena de cartas). Fue entonces cuando intentó forzar la puerta de la oficina, cerrada a cal y canto, tras lo cual empezó a aporrearla al tiempo que exigía al cartero a gritos que saliera a la calle para dar la cara como un hombre. Pero allí no parecía que hubiera nadie, o si lo había, pasaba totalmente de nosotros.

—Seguro que ahí adentro hay un degenerado que se divierte leyendo tus cartas… —me dijo cuando se dio por vencido—. ¡Tú verás lo que haces!

Cuando llegamos a casa eran casi las tres y estábamos agotados. Me fui directa a la cocina a guardar la compra en la nevera y apenas había empezado a hacerlo cuando se oyó un grito procedente de la habitación de papá.

—¡Se lo han llevado! —se oyó decir a Sara—. ¡No está, papá no está!

Al abrir la puerta de su habitación se había encontrado con la ventana abierta de par en par, pero ni rastro del cadáver. No entendíamos nada. O había alguien que se dedicaba a robar cadáveres, o papá se había ido por su propio pie y era uno de esos vagabundos que nos habíamos cruzado en la calle, pero de nuevo no dije nada por miedo a asustar a Sara, que estaba sentada en el suelo, llorando, mientras Miguel se asomaba por la ventana, mirando calle arriba y calle abajo, por si veía algo.

Me alegro de que estés en la India, mamá. No vuelvas.Como dice Miguel, aquí pasan cosas muy raras y no nos cuentan nada al respecto. Esto no puede ser una simple gripe. Sara y yo nos hemos prometido dejar de tener discusiones estúpidas e intentar cuidar la una de la otra, así que no te preocupes por nosotras. Averiguaremos lo que ha pasado con papá, te lo prometo. Esta noche Miguel nos llevará a una de esas reuniones semanales que celebra con sus amigos en la discoteca de su tío. Espero que Loli se venga también, ahora cuando vayamos a Correos a echar esta carta, pasaremos por su casa para decírselo. Y quizás también avisemos a Luisa porque, aunque sea un poco tonta, su padre ha desaparecido.

Espero que la próxima vez que te escriba tenga mejores noticias que darte y que el señor de Correos sea legal y te haga llegar esta carta.

Besos,

Alicia.

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Carta 05

Querida Cristina;

Lo he conseguido. Por fin me he vengado de esa canalla. Ahora ya puedo irme de esta cárcel. Creo que el servicio de autobuses ha sido cancelado, pero no importa. Aunque sea andando yo saldré de este pozo de depravados. Ya me veo con mis sobrinitos, ¡qué alegría!

Tampoco es que quede mucho aquí, mis compañeros se han alzado contra esos sinvergüenzas y les han sacado las castañas del fuego. Yo no era la única que sufría maltrato. Me han contado que, en la hora de la comida, los pocos que estaban reunidos en el comedor cogieron el hilo dental y lo ataron entre las sillas, colocándolo a modo de trampa. Me hubiera gustado estar ahí para ver cómo caían uno a uno al suelo. Luego cogieron sus bastones, o lo que tuvieran en mano, y empezaron a golpearles hasta dejarles inconscientes. Incluso el sr. Roberto, que corría el rumor que estaba muy enfermo, también se unió, y cuando le desataron de la silla se abalanzó contra uno de los médicos que yacía en el suelo. Pobrecito, debió sufrir tanto que no me sorprende que intentara matarlo.

Ahora el geriátrico es nuestro.

En el pueblo tampoco ha habido mucha actividad. Se supone que por esta época hacen una fiesta de inicio de curso donde organizan bailes, pero no tenemos constancia de que este año se haya celebrado. En fin, las cosas están cambiando mucho. Ya deseo poder volver a comer un chuletón bien grande, aunque se me caigan los pocos dientes que me quedan.

¡Oh! Pero me olvido de contarle cómo me he vengado de la fresca esa. Se sentirá orgullosa de mí, hermana.

Como el resto de ancianos se rebelaron y yo no pude estar con ellos, quise contribuir de alguna manera. Para colmo, últimamente la zorra esa ni siquiera salía de mi cuarto, así que imagínese lo que he tenido que aguantar.

Aprovechando que se fue al baño me liberé. Me ató tantas veces que ya conozco su técnica; un nudo en ocho. El desgaste de las sábanas me ayudó mucho. Cogí mi bastón y le aticé con tal fuerza que le abrí una pequeña brecha en la cabeza. Se lo tenía bien merecido. Luego até cada extremo de su cuerpo a una pata de la cama, con un nudo de aferrar, y le eché toda la papilla del día encima después de obligarle a tragarse cuatro pastillas de golpe. Ojalá las hormigas vengan y se la coman viva.

Por cierto, a partir de ahora las cartas las enviará un joven enfermero (uno de los pocos trabajadores gentiles que hay), así que espero que no lleguen con retraso ni abiertas, que según parece hay mucho golfo suelto. Como le agarre va a saber quién soy yo.

Me siento feliz. Por fin soy libre.

Aurora.

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Carta 06

Hola prima:

 

Al fin conseguí sacar un pie de mi acogedora casa. El miedo que me paralizaba es infinitamente menor al pánico que siento aquí fuera. Hasta el sonido del bolígrafo sobre el papel pone alerta cada músculo de mi cuerpo.

No pude llegar al laboratorio; el camino se llenó de extraños sucesos y un pequeño improvisto me retuvo más de la cuenta.

Circulaba con el coche por el camino secundario. Lo primero que llamó mi atención fueron las casas de mis vecinos, tenían las puertas abiertas de par en par. La furgoneta del panadero seguía en el mismo lugar y en el interior el pan rancio tenía un color rojizo, como si hubiera absorbido pintura roja.

En la carretera había unos asquerosos obstáculos que dañaban la vista y el olfato; perros, gatos y demás animales domésticos descansaban en las carreteras; sus restos estaban esparcidos por doquier como piezas de un puzzle inacabado.

No tardé en ver a uno de ellos. Le faltaba un brazo y la sangre mojaba su ropa. No pude evitar subir la vista hacia su cara. Di un volantazo al ahogar un grito con la mano. El globo ocular le colgaba de la mejilla mantenido por el nervio óptico, el otro era un entresijo de carne; le faltaba un trozo de mandíbula, por el cual goteaba una baba negruzca que bañaba su cuello.

Con sólo recordarlo se me revuelve el estómago, ¿cómo una persona así sigue en pie? Y lo peor de todo ¿yo me convertiré en eso? Aceleré, quería alejarme de ese ser lo antes posible. Entré por las callejuelas intentando esquivar las carreteras principales.

Estaba a mitad de camino cuando salió un hombre corriendo de una casa;  estaba asustado. Tenia manchas de sangre en su camisa a cuadros y movía los brazos para llamar mi atención. Frené en seco para evitar atropellarlo. Se dirigió a la puerta del copiloto, entró y se tiró en el asiento exhalando un suspiro.

Gritó que arrancase, pero ya estaba acelerando antes de que terminase la palabra. Uno de esos zombis salía por la misma puerta; debía estar persiguiéndolo. Sentí como la adrenalina me recorría el cuerpo y palpitaba en mi cabeza. Mi mente me gritaba que parase, y el hombre que estaba a mi lado me agarraba la rodilla para evitar que frenara. Podía ver a ese ser con claridad, su boca ennegrecida, sus manos extendidas como garras dispuestas a alcanzarnos, sus ojos muertos buscando carne fresca que devorar. Tomé la decisión en un segundo.

El parabrisas se llenó de sangre coagulada impidiéndome ver por donde circulaba. El hombre que estaba a mi lado sujetó el volante con fuerza para recuperar el control del vehículo, pero fue imposible. Lo siguiente que recuerdo es un sonido seco y una bruma que se convirtió en noche.

Me desperté en el interior de una tienda de ultramarinos. El hombre que me acompañaba se ocupó de sacarme del coche después de haber chocado contra un poste de la luz. Estamos escondidos aquí dentro, esperando a que la noche pase para poder salir a la luz del día.

Tengo miedo prima, no quiero ser como esos seres sin alma, sin vida. Sólo deseo salir de este maldito pueblo y que todo sea como antes.

 

Un saludo querida prima:

 

Iria

 

P.D.: No sé cuando podré enviarte esta carta, espero poder hacerlo cuando me encuentre a salvo en el laboratorio.

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Carta 06

Querida Teresa:

Ya no sé qué decirte, ni si me creerás. Las cosas han ido a peor.

Desperté por la mañana, intentando no enloquecer. Habían ocurrido muchas cosas.

Me di una ducha fría y desayuné el cuscurro de pan duro que me quedaba.

Me dejé llevar por la rutina y ordené la iglesia, como si no hubiera pasado nada, asegurándome de que no había nadie escondido. En el patio, visité la tumba de Rocío y comprobé que las demás estaban intactas. Nadie había salido de ellas, pero el cuerpo descuartizado de la joven permanecía allí, recordándome lo sucedido.

Al mediodía me comí las lentejas del taper. No me molesté en calentarlas y me sentaron mal. No sé cuantos días me tiré con diarrea, vomitando por todas partes.

Me encontraba medio muerto, tirado en la capilla, cuando entró alguien. Era el señor Beltrán, parecía nervioso y me llamaba a gritos. Me desmayé.

—Padre ¿está bien? —el hombre me despertó a tortazos.

—¿Dónde estoy? —pregunté.

Todo aquello era muy raro, las ventanas estaban cerradas con tablas.

—Le he traído a mi casa —contestó—, necesito su ayuda.

El salón estaba oscuro, había adornos católicos y velas por todas partes.

—No tenemos luz —se disculpó—, pero, por favor tome algo.

Me trajo una bandeja con comida. Después, me invitó a echarme la siesta en el sofá.

En sueños, recordé aquel escándalo que me dejó sin feligreses: cuando Beltrán, hombre de aferradas convicciones católicas exigía a gritos mi excomunión.

 

—Padre, Padre… —ya había cogido la costumbre de despertarme a tortazos.

—Pero ¿qué pasa? —la sopa fría y el filete medio hecho me habían sentado de maravilla y me encontraba con fuerzas para discutir.

—Padre, necesito su ayuda —rogaba con tristeza.

—¡Después de la que me liaste y ahora acudes a mí! —no pude contener la furia.

—Entiéndalo, padre, lo que le hizo a ese niño no tiene perdón de Dios —le eché una mirada de las que matan—, pero ya sabe que Él lo perdona todo, y yo estoy dispuesto a perdonar.

La pequeña Candela asomaba la cabeza por la puerta.

—Está bien. ¿Qué es lo que pasa? —intenté calmar los nervios.

—Es mi mujer, está poseída.

Resoplé con fastidio. Quise explicarle la situación, yo ya había pasado por eso. No sabía qué decirle.

—Por favor, padre, es mi única esperanza —suplicó.

No pude negarme.

Al entrar en la habitación, el hedor era horroroso. La pobre Juliana estaba atada en la cama, con la piel putrefacta. Jadeaba y gruñía, quería desatarse y saltar sobre nosotros. De su boca salían unas babas verdosas. Me acordé de la joven que yace en el patio de la iglesia.

—Lleva días así —quiso explicarme—, de repente, se volvió como loca y nos atacó, casi le arranca el brazo a la niña de un mordisco. ¡Tiene que salvarla! —me imploró.

Intenté serenarme, el hombre me había preparado todo tipo de objetos para realizar el exorcismo. Había crucifijos y rosarios, un frasco de agua bendita y una Biblia con letras doradas. Tenía incluso una cruz de mármol, de cuando estuvo en el Vaticano, bendecida por el Papa Juan Pablo.

—¿Tienes vino? —pregunté.

—Sí, pero no es sacramental —contestó extrañado.

—No importa, yo me encargo de eso —dije sin inmutarme.

Trajo un Rioja de reserva y me sirvió un vaso.

—¿Con esto bastará? —preguntó.

—Deja la botella —contesté—, podría hacernos falta.

Le mandé dejarnos solos y me senté junto a la cama. Aquella maldita no dejaba de gruñir, en cualquier momento podría romper las cuerdas y matarme. Pero yo estaba tranquilo, me bebí el vaso de vino y permanecí un buen rato saboreando aquel bendito licor.

—La sangre de Cristo —me repetía a mí mismo.

La mujer pareció calmarse por un momento, al verme tan quieto y tranquilo. Terminé mis rezos. Me levanté y le reventé la cabeza con la cruz de mármol, sin mediar palabra. La cama se puso perdida de aquella sustancia verde que emanaba de su cabeza.

Cogí la botella de vino y salí de la habitación.

—Lo siento, Beltrán, ahora su alma está con Dios —sentencié.

El pobre hombre no supo que decir. La niña, con sus tristes ojos amarillos, me dijo adiós con el brazo vendado.

 

Sé que lo que he hecho es terrible y ya no tengo perdón de Dios, pero no me importa. Me conformo con que tú estés bien y no te veas metida en todo este asunto.

 

Tu hermano que te quiere.

 

P.D: Gracias, Padre, por esta botella.

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Carta 06

A quien quiera leerlo:

Empezaba a estar bastante harto de sentir que no tenía el control de la situación. Yo, que nunca había sentido miedo ante nada, atormentado como un niño pequeño por historias de fantasmas. Si no encuentro el cadáver de Alex, será porque algún capullo me vio enterrarlo y me quiere joder de alguna manera.

Ya era hora de salir a la calle y buscar pistas. Quizás alguno de mis colegas supiera algo.

Salí de la ducha, ese baño me había sentado de maravilla y ahora podía pensar con más claridad. Miré mi cuerpo desnudo en el espejo del lavabo, nunca me cansaba de ver el tatuaje tribal que recorría todo mi brazo hasta llegar al cuello. Desde que se lo vi a George Clooney en «Abierto hasta el amanecer», siempre quise tener uno igual, solo que el mío es más grande y con más lenguas negras de fuego. Después de poner un par de posturitas frente al espejo, me eché mi buena dosis de gomina para el pelo. Me vestí con lo primero que encontré.

Fui al salón a por las llaves del coche. Abel estaba jugando a la consola. Le di un beso en la mejilla.

—Uala, hermanito, ¿has visto? ¡Me he pasado una fase superchunga!

—¡Hala, eres un fiera! —sonreí—. Pero recuerda también cerrar todas las puertas y ventanas y nunca abras a nadie. Es una misión muy importante que hagas caso de esto, ¿vale?

—Si, si.

Le revolví el pelo y salí disparado hacia el pueblo. Tengo que descubrir que cojones está pasando aquí y de paso comprar algo de comida.

Apenas me crucé con un par de coches en todo el camino. No presté mucha atención, pues mi cabeza andaba dándole vueltas a otro tema.

Pero la cosa cambió cuando llegué al pueblo, esto ya no era normal.

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Carta 06

Querida mamá:

Tras la desaparición de papá, de la que te había hablado en mi última carta, decidimos que era hora de ir a la discoteca del tío de Miguel para discutir el tema con sus colegas, ¿recuerdas? Pues bien, Sergio, su amigo gordito, vino a recogernos a casa en una ambulancia a eso de las cinco de la tarde.

—¿Eres conductor de ambulancias? —le pregunté.

—No —me contestó—. Pero, ¿a que es una chulada?

—¿Es de un pariente tuyo? —insistí.

—No, mujer —me dijo sonriendo—. Estaba abandonada en mi calle desde hace días, así que hoy la he pillado al venir hacia aquí.

A eso en mi pueblo lo llaman “robar”, pero Miguel me dio un codazo para hacerme callar y todos nos subimos a la ambulancia que Sergio había tomado “prestada”. Primero recogimos a Luisa, que se alegró de poder salir de casa dado que el ambiente no era muy bueno desde la desaparición de su padre. A continuación nos dirigimos a casa de Loli, pero nadie respondía al telefonillo, así que entramos en su portal, que estaba abierto. Luego subimos a su piso, cuya puerta principal también estaba abierta de par en par. Allí no había un alma. En algunas paredes había manchas de sangre, e incluso creímos distinguir señales de lucha que me sobrecogieron. Entonces todos nos sobresaltamos al oír unos gritos provenientes del piso de arriba, como de una mujer a la que algo parecía estar atacándole. Miguel y su amigo sintieron la imperiosa necesidad de socorrer a la pobre desgraciada y subieron escopetados, dejándonos plantadas en el pasillo. No tardaron ni un minuto en bajar, cubiertos en sudor y pálidos como sábanas. Cuando les preguntamos que qué pasaba, no nos respondieron. Simplemente nos dieron un empujón para que bajáramos a toda leche. Al poner en marcha la ambulancia, no sé qué hostias hizo el dichoso Sergio, que le dio a la sirena y por más que Miguel intentó enmudecerla, ella seguía dale que te pego con su “ni-no-ni- no”, haciendo que nuestro paso por el pueblo fuera muy poco discreto. Como en ocasiones anteriores, apenas nos cruzamos con alguna persona por la calle, donde parecía que nuestro vehículo era el único circulando a todo gas, como si aquello fuera una ciudad sin ley sacada de una película futurista.

Aparcamos junto a las puertas de la discoteca pese al vado permanente (en poco menos de una hora debíamos de haber quebrantado varias leyes, pero a nadie parecía importarle mucho) y después de sudar la gota gorda para silenciar a la dichosa ambulancia, que se calló tras emitir un último gemido, nos dirigimos al local, donde reinaba un silencio sepulcral que me daba muy mala espina. En eso que se abrió la puerta principal de golpe y apareció uno de los colegas de Miguel y Sergio, con el rostro desencajado y la camisa rasgada cubierta de sangre. Cuando le preguntaron que qué estaba pasando, el pobre hombre no fue capaz de decir nada con sentido. Nos observó con la mirada perdida y echó a correr calle abajo sin mirar atrás. Adentro se oían gritos, gruñidos y golpes. Olía fuerte, como a podrido, a sangre, a sudor y miedo. Aunque Miguel y Sergio insistieron en que nos quedáramos fuera, nosotras les seguimos hasta dentro, hasta meternos en una película de miedo en que un grupo de seres desfigurados atacaban sin piedad a la docena de jóvenes que había por allí, gritando de dolor a causa de las mordeduras que les estaban infligiendo. Agarramos todo lo que pillamos a mano (sillas, fregonas, botellas) para tratar de ayudar a los colegas de nuestros amigos, pero no hubo manera. Aquellas bestias eran más numerosas que nosotros y su hambre era voraz, de modo que había que salir de allí pitando antes de que se ensañaran con nosotros también. Subimos a la ambulancia, perseguidos por varias de aquellas bestias. Sergio arrancó el motor sin poder evitar que volviera a sonar la sirena, causando el mismo escándalo de antes.

Apenas habíamos avanzado medio kilómetro en la dichosa ambulancia, cuando les vimos, mamá. A papá y al padre de Luisa, que caminaban por la calle junto con otros dos colegas. Todos tenían un aspecto deplorable, de hecho, parecían primos hermanos de los de la discoteca. Al padre de Luisa le faltaba un brazo y caminaba cojeando, pero no parecía importarle. Papá tampoco tenía muy buen aspecto, tenía un agujero en la cabeza y la cara algo desfigurada. Pero mamá, piénsalo bien, el hecho es que no está muerto, o al menos, no del todo.

Luisa pareció volverse loca. Empezó a gritar pidiendo que paráramos la ambulancia, decía que quería bajarse para hablar con su padre. Pero Sergio no hizo ni caso, ¿sabes? Pisó el acelerador, mientras Sara y yo tratábamos de calmar a Luisa, que lloraba como una histérica; Miguel no dejaba de gritar que se callara; y la sirena seguía dale que te pego con su “ni, no, ni, no”. Y si todo aquello no fuera suficiente, Sergio frena en seco para no atropellar a un tipo que se nos quedó mirando por un instante, para luego acercarse al coche y dar un contundente puñetazo al capó, que nos dejó a todos sin habla. Por un momento creí que iba a obligarnos a salir del vehículo para darnos una paliza a todos, pero, por suerte, pareció pensárselo mejor y siguió su camino, internándose en las calles oscuras. A Luisa se le debió de pasar la histeria, pues la oímos decir:

—Jo, chicas, ¿le habéis visto? ¡Qué bueno que estaba el tío!

De todos es sabido el mal gusto que tiene Luisa con los chicos, pero a éste al menos había que agradecerle que con un simple puñetazo hiciera callar a Luisa y a la dichosa ambulancia, cuya sirena había dejado de sonar de golpe y porrazo.

Mamá, si lees esto, ve a la Prensa, explícales lo que está pasando. Que nos manden médicos, helicópteros, bombarderos, super agentes especiales, lo que haga falta. Mientras tanto, te prometo que cuidaremos la una de la otra y que no dejaremos de estar pendientes de papá.

Besos,

Alicia.

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Carta 06

Queridísima Cristina;

Me siento feliz. Estas últimas semanas me han ayudado a recordar el por qué es tan maravillosa la vida. Aunque la llegada del otoño no deja que salgamos fuera debido al frío, tampoco podríamos porque un candado enorme en la puerta principal nos impide salir. Esos mal nacidos querían acabar con nosotros, estoy segura.

Lo primero que hicimos cuando nos rebelamos, fue amarrar a todos los médicos y enfermeros a las sillas del comedor. Les estamos obligando a tomar una mezcla de puré y pastillas mientras nosotros saboreamos la buena comida que tenían guardada en la despensa. El enfermero jefe tenía las llaves en su bolsillo, y me han hecho encargada de ellas. ¿Puede imaginárselo? Por fin se me reconoce algo en la vida.

No quiere soltar dónde ha escondido la de la entrada principal, así que le estamos dando un buen puñado de pastillas cada día. La semana pasada entró en shock y casi se nos muere. Pobre criatura. Desde entonces no deja de balbucear y rezar. Lo que no sabe es que Dios está de nuestra parte ahora mismo.

¿Se acuerda de la srta. Carla, mi enfermera? Le he buscado junto a algunos de nuestros compañeros desaparecidos y ni rastro en todo el geriátrico. Parece como si se hubiesen desvanecido. Y para colmo hay demasiadas puertas para las pocas llaves que tenemos. El resto tienen que estar en algún sitio, junto a la de la entrada, así que he mandado a los señores Julián y Roberto en su búsqueda. Me ha parecido extraño que el señor Roberto quisiese ir. Supongo que su hermano no quiere dejarle solo, puesto que había enfermado mucho en estas últimas semanas.

Como le he dicho, en estos momentos estoy feliz

Me acaban de informar que el enfermero jefe ha expulsado, junto al puré de ayer, la llave de la puerta maldita. No se lo he comentado antes, pero hay una puerta situada en el último piso de la que salen gritos y gruñidos estremecedores.

Mañana, después de desayunar, unos cuantos iremos a abrirla. Le juro que ni siquiera mi difunto marido, más conocido como “el bribón valiente”, querría acercarse a ella, pero necesitamos encontrar la llave de la entrada principal y aún no sabemos dónde están el resto de nuestros compañeros. Sólo con recordar esos gritos se me encoge el alma. Me pregunto qué bestia diabólica pueden tener escondida ahí dentro.

Le quiero, hermana

Aurora

PD: He empezado a torturar a la fresca de  mi enfermera. Y me está gustando eso de meterle palos por el culo.

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