Carta 10

A quien quiera leerlo:

 

Escribo estas palabras para serenarme, para pensar con claridad, y sobre todo, para analizar mi siguiente paso.

Cuando terminé de escribir mi accidente y el posterior encuentro con uno de esos comemierdas babeantes, ya sabía que era lo que tenía que hacer.

El puesto militar estaba aún muy lejos de mi posición y para colmo, no se veía una mierda. Hasta la luna parecía querer boicotearme. Si me aventuraba hasta allí sin luz ni medio de transporte, corría el riesgo de ser devorado en mitad de la noche. Por suerte, el pueblo se encontraba cerca y me podía guiar por las luces de las casas que veía en la distancia. Allí podría encontrar a mis amigos y obligarles a que me lleven hasta la guarida de los militares.

En apenas quince minutos llegué al pueblo, con el bate bien sujeto en mi mano y la mochila colgada a mi espalda. Miré a todos lados. Todo parecía tranquilo, demasiado tranquilo.

Atravesé los restos calcinados de la comisaría. El fuego se había cebado a base de bien, reí para mis adentros. Seguí caminando en dirección al centro, cuando me topé de bruces con la calle donde vivía Jeni.

¡Jeni!

Casi se me había olvidado la promesa que la hice. No dudé ni un segundo y llamé a su puerta. Esperé, pero nadie respondía. Maldita sea, ¿donde coño se habrá metido?

—Jeni, ostias, abre, que soy yo, Gabriel —grité sin pensar en los vecinos que podrían estar durmiendo.

Un gran estruendo de cristales fue todo lo que recibí como respuesta. Vi como un cuerpo orondo caía desde la ventana de la casa de Jeni. Parecía su padre. Su cuello se partió contra el pavimento. No le presté atención, pues un grito desgarrador sacudió el resto de los cristales. Salté por encima del cuerpo de mi suegro y abrí de una patada la puerta.

Me quedé paralizado en el recibidor. Alex, o lo que quedaba de él, estaba tumbado sobre Jeni. De no ser por el olor a mierda que desprendía su cuerpo, pensaría que se la estaba tirando. Corrí por todo el pasillo cuando mi cuñado y mi suegra me franquearon el paso. Ella estaba más fea que nunca, pintarrajeada como una puerta recién lijada con estropajo y con los pelos teñidos de sangre. La boca babeante de mi cuñado y sus ojos vidriosos le hacían parecer más estúpido de lo normal, y mira que eso ya es difícil. Ambos tenían puesto un gorrito de Papa Noel. Desde el salón se oía cantar a José Feliciano su Feliz Navidad. Unos pasos arrastrados a mi espalda me erizaron el pelo de la nuca. El padre de Jeni avanzaba bloqueándome la salida.

Los gritos de Jeni se transformaron en un borboteo de sangre mientras Alex seguía devorándola. Ya no podía hacer nada por ella y encima estaba atrapado en mitad del pasillo.

No dudé. Salté de lado hacia atrás con la rodilla en alto mientras agarraba el bate con las dos manos a modo de espada. Se la clavé en toda la cara a mi suegro.

—Felices fiestas, gordo.

Cayó pesadamente al suelo mientras yo le pasaba por encima. Siempre me cayó mal.

—¿Serán idiotas? Celebrando la navidad en momentos así —fue todo lo que pensé mientras corría calle abajo.

De repente, me topé con la ambulancia que casi me atropelló el otro día. Decidí refugiarme en el portal que había a su lado para descansar unos segundos, me dolía la rodilla por el encontronazo con el padre de Jeni.

Maldito Alex, siempre quiso tirarse a mi chica. Pobrecilla, ahora si me topo con ella tendré que matarla.

Espero que nunca le paso algo así a mi hermano.

 

Abel. Pronto, muy pronto te encontraré.

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Carta 10

Feliz Año Nuevo hermana.

Deseo de corazón que lo haya pasado bien durante las fiestas con la familia; aquí sólo hemos tenido disgustos. Ya no tenemos comida y la calefacción se ha estropeado; han fallecido seis ancianos debido al frío y otros tres están en cama por no comer y por falta de medicamentos. Mi pierna empieza a dolerme de verdad y la srta. Carla se nos fue al cielo justo después de Reyes. Pero lo peor de todo es que me he quedado sin tabaco. ¡¿Qué voy a hacer ahora hermana?! Lo único que me daba ganas de seguir viviendo era sentir el dulce sabor de la nicotina en mis pulmones, y el papel de oficina no es que esté delicioso.

Para colmo, el sr. Roberto ha muerto. Le devoró su propio hermano en la misma cama donde dormían. A duras penas pudimos siquiera cerrar la puerta antes de que se abalanzase contra nosotros. Hemos cerrado la puerta con llave, pero cada noche se oyen gemidos y arañazos en la puerta. La sra. María y yo no sabemos qué decirles a los demás, así que simplemente les hemos contado que ha enloquecido y matado a su hermano. Y sobretodo, que ni se les ocurra acercarse.

Nos estamos organizando para salir de éste infierno, ya que sólo quedamos doce; pero nos falta la llave de la puerta principal, que está colgada del cuello de alguna de esas bestias. Así que la sra. María y yo hemos planeado algo, y que Diós nos ampare y perdone, hermana, porque es horrible y despiadado. Hemos pensado en un cebo.

¿Recuerda a la sra. Concepción? Estuvo en el grupo cuando descubrimos a la srta. Carla encadenada. Lleva desde entonces con fiebre y grandes dolores en el pecho. No creo que le quede mucho tiempo de vida. Perdóneme, hermana, por favor, y rece porque mi alma pueda llegar al cielo cuando muera. Usaremos a la sra. Concepción para que esas bestias se distraigan lo suficiente como para poder coger la llave de la entrada principal.

Vamos a hacerlo mañana mismo. Y espero que resulte, porque si no será nuestro fin. Me aseguraré de que llevo conmigo la pata de una mesa. Hemos estado rompiéndolas y afilándolas por si éste día llegaba. Necesito salir de aquí para poder comprar tabaco. A la mierda la comida.

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Carta 10

Queridísima Luisa:

Estábamos casi listos. De hecho, todo estaba saliendo de perlas, pero bastaron apenas unos minutos para que las cosas se torcieran y salieran como salieron, es decir, muy mal… Y si esta es la primera y última carta que te escribo es porque la que saliste peor parada fuiste precisamente tú. Espero que sepas lo mucho que lo siento. Te quiero y siempre te querré. No lo olvides nunca, por favor.

En el barrio, las cosas no hacían más que empeorar de día en día. Un grupo de zombis, entre ellos mi propio padre, se había instalado en el edificio de enfrente, como si se trataran de unos vulgares “okupas”. Nos vino bien porque no teníamos que salir a la calle para observarles, pero, evidentemente, tenerles tan cerca limitaba mucho nuestras salidas, pues aquello era un continúo trasiego de zombis, calle arriba, calle abajo… para acabar metiéndose en las casas de nuestros vecinos de enfrente, donde lo único que hacían era caminar en círculos como imbéciles. Aunque lo peor no era eso, sino el hecho de que todas las noches mi padre se acercara a casa a eso de las diez para ponerse a aporrear la puerta principal, como si viniera a cenar después de jugar su partida de mus. Sara y yo nos poníamos de los nervios, de veras.

—Hay que largarse de aquí cuanto antes —nos dijo Miguel una noche mientras cenábamos.

Después de aporrear la puerta durante un rato, parecía que a mi padre se le olvidaba para qué había venido, porque daba media vuelta para meterse en el edificio de enfrente, donde suponíamos que se unía a alguno de los corros que formaban sus amigos. Sólo lo intuíamos porque los zombis no sabían darle al interruptor de la luz, así que en cuanto se ponía al sol, vivían en un mundo de tinieblas.

Nuestros trajes de super héroes estaban listos y eran de lo más chulos. El mío era rosa y llevaba una capa con unos volantes super monos, que le causaron mucha risa a Sara, que iba embutida en un mono amarillo muy poco discreto que le marcaba las dos curvas escasas que tenía. Miguel y Sergio preferían ir en plan militar; y tú te hiciste un vestido rojo precioso, que resaltaba tu palidez enfermiza.

—¿Pero a dónde vas con eso? —te preguntó Sergio, siempre tan sútil.

Ya teníamos localizado al zombi con el que íbamos a estrenarnos, un tipo bajito y con barba que me recordaba mucho a Chuck Norris. Los chicos tenían la teoría de que la única forma de acabar con un zombi era cortándole la cabeza, así que Sergio se había agenciado un hacha; mientras que Miguel optó por una sierra y Sara por un juego de cuchillos que le habían regalado a mi madre justo antes de irse a la India. Como no te sentías bien y te seguías negando a salir, decidí quedarme en casa contigo. En cuanto al amigo Chuck, nos lo había puesto bien fácil, pues todas las mañanas pasaba a las ocho en punto por delante de nuestra casa para irse a por churros al bar frente a la iglesia.

—Mañana dará su último paseo —nos anunció Miguel con un aire solemne.

A las siete de la mañana ya estaban los tres listos, ataviados con tus trajes, discutiendo estrategias mientras acababan de tomarse el café. A las ocho y cinco les vi marcharse tras Chuck y cerré la puerta con llave. Me puse a lavar los platos de la cocina y cuando estaba acabando oí un ruido, como de algo pesado que caía al suelo. Luego un silencio sepulcral y al poco unos golpes que provenían de tu habitación, Luisa. Pensé que un “okupa” había entrado y te estaba atacando. Miré alrededor, buscando un posible arma. No estaba preparada para aquello. ¿Una sartén? ¿El cuchillo del jamón? ¿Un martillo? Opté por lo último y me dirigí a tu habitación, llamándote. ¿Luisa?

Los latidos de mi corazón sonaban más fuertes que los golpes que propinaban a tu puerta, ante la cual me paré en seco. ¿La abría? ¡Mierda! Y, ¿por qué la iba a abrir? ¿Luisa?

Aquel maldito martillo no iba a servirme de nada. Uno, dos, tres… Abrí la puerta y di tres pasos hacia atrás. Y al otro lado, al otro lado… estabas tú, pero no eras tú. Eras una especie de monstruo, con olor a podrido, un líquido verduzco saliendo por tu boca, los ojos desorbitados, el rostro blanquecino surcado por venas oscuras, el pelo revuelto, el vestido rojo despedazado… Te abalanzaste sobre mí y de repente olvidé que éramos amigas, sólo pensaba en salvar el pellejo, en evitar que me mordieras, en correr y poner tierra de por medio. Me precipité escaleras abajo y tú me seguías de cerca, tan de cerca. Mierda, Luisa, eras tú o yo. Pero el martillo ya no estaba, lo había perdido por el camino. Piensa, Alicia, piensa. Abajo, en el garaje, las herramientas, algo habría. Y tú pisándome los talones, alargando los brazos para tirar de mi bata y atraparme. Cuando entré en el garaje, cerré la puerta tras de mí. Te quedaste afuera aporreando como una bestia y yo que no encontraba el interruptor de la luz. Entonces abriste la puerta, no sé cómo. Y te oía respirar y hablar en ese idioma gutural, como mi padre. Te acercabas, estaba perdida. Podía sentir tu aliento. Para cuando te abalanzaste sobre mí, tratando de morderme, ya me había acostumbrado a la oscuridad y podía adivinar el contorno de tu cara desfigurada. Luchamos durante un minuto o dos, una eternidad. Me estaba quedando sin fuerzas y sabía que pronto llegaría el momento en que me darías ese primer bocado fatal. Fue entonces cuando se encendió la luz de golpe, cegándonos a las dos por un instante. Cuando quise darme cuenta, estabas tendida a mi lado, desprovista de la cabeza, que rodaba hacia la puerta del garaje, en cuyo umbral se encontraban Sergio, Miguel y Sara.

—¡Y ya van dos! —dijo Sergio eufórico.

—¡Imbécil! —le dije entre sollozos—. ¡Te acabas de cargar a Luisa!

Hemos recogido todo, en breve partimos hacia a las afueras. En el centro del pueblo ya sois demasiados y si hay alguna forma de salir de esta pesadilla, no está aquí, sino a las afueras, junto a esa puta valla que nos mantiene presos.

Lo siento, pero eras tú o yo… Espero que nos perdones.

Siempre tuya,

Alicia.

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Carta 10

Querida Teresa:

No sé si te llegarán mis cartas. Hemos vigilado la oficina de correos un par de días, pero nadie ha venido a por ellas. Aún así, te sigo escribiendo.

Necesito hablarte, saber de ti. Necesito que me perdones y no sé como.

Todavía recuerdo el día en que, papá, mamá, tu y el tonto de tu marido, me dejasteis el dinero, para la capilla, para los pobres, la obra del Señor y todas esas milongas que os conté, para luego gastarlo en alcohol y sabe Dios en que más.

Siento todo aquel escándalo. Ver pasear al pequeño cabezón por la iglesia todo el rato, me lo recuerda una y otra vez.

Este niño debería odiarme por lo que le hice y sin embargo ya me ha salvado la vida un par de veces.

Tendrías que ver lo bien que limpia y la mano que tiene para cocinar. El jodío tiene un mapa del pueblo y va marcando los sitios en los que hemos estado, en los que hay gente encerrada y donde hemos visto grupos de zombis o infectados, como él los llama. En cuanto tiene un rato, se sube al campanario para vigilar. Yo no quiero ir con él porque tiene que ser espantoso el panorama desde ahí arriba.

He estado recordando mis errores del pasado para no pensar en los horrores del presente.

Los últimos días han sido bastante rutinarios, a pesar de los golpes que a veces dan en la puerta y los ruidos que se oyen en la calle. En una ocasión, llegamos a escuchar la sirena escacharrada de una ambulancia.

Por las noches, Miguelín me pedía que le contara algún cuento y yo le di la biblia para que la leyera. A él le encanta y a mí me distrae, aunque no se entienda bien su voz de mongolito.

Es increíble verle, arrinconado en el despacho, a la luz de las velas, leyendo las Sagradas Escrituras como si contara historias de miedo junto a la hoguera de los boy scout.

Con el Génesis se liaba bastante y no paraba de preguntarme por los siete días, la costilla, la manzana y todo eso. La historia de Noé le encantó, pero lo pasó muy mal con el sacrificio de Isaac, se le saltaron las lágrima cuando Abraham alzó el cuchillo.

—¡Pero no chilles, idiota! —le grité al pobrecillo.

Con el Éxodo estaba entusiasmado, y eso que no había visto la película de Charlton Heston. El puñetero se ha leído en un par de días el Pentateuco de pe a pa. Por el momento le tengo prohibido leer el Apocalipsis.

Esta noche hemos arrebañado las latas que nos quedaban y ya vuelvo a estar nervioso. Mañana tendremos que salir a por más comida. Aprovecharé para mandarte esta carta.

El tonto de Miguel me ha dejado escrita una cita del libro de Josué:

Sé fuerte y animoso; no tiembles ni temas, porque Yahvéh, tu Dios, irá contigo adondequiera que vayas.”

Espero que estés a salvo, y que todo esto suceda solo aquí. Me da la impresión de que los militares que nos rodean no tienen ninguna intención de ayudarnos.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, gracias por estos días de serenidad en los que casi olvido la botella de vino que tengo guardada.

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Carta 11

Hola prima, te necesito:

 

El tiempo pasa con extenuante rapidez y nuestra investigación va demasiado lenta. Estamos muy lejos de encontrar una vacuna, pero muy cerca de mejorar el brebaje.

Sé que no debería hacerlo, pero me estoy quedando sin existencias, si no lo renuevo lo antes posible mi cuerpo retomara ese pútrido ciclo que me convertiría en un monstruo sin alma.

Bajé al laboratorio aprovechando el sueño reparador en el que estaban enfrascados mis compañeros. Esperaba que la noche y su fino velo escondieran mis actos ludópatas.

Mis pasos eran torpes piedras en un suelo incandescente. Mi impaciencia se hacía más evidente cuanto más me acercaba a la zona de cuarentena. Colocarme el traje blanco sin ayuda fue una tortura imposible; sé que la cremallera no quedó bien cerrada, pero no había nada en esa sala peor que lo que mi cuerpo albergaba.

Agarré el tubo de I2 y lo introduje en la duplicadora. Tardaría unos minutos en estar listo, tiempo que aproveché para  hacer el seguimiento del virus que invadía mi cuerpo; debía saber en qué fase se encontraba. Me pinché en el dedo e introduje la gota de sangre en la probeta y observé mis células mutadas en la pantalla. Los glóbulos blancos explotaban al intentar mantener a raya el virus; el plasma se habida vuelto más espeso, los glóbulos rojos habían perdido su forma redondeada, y las plaquetas eran cuerpos inertes atrapado en la corriente sanguínea.

Me pregunto como estarían mis órganos si mi sangre era el puzzle del caos; las vísceras serían una tormenta descontrolada. Podía realizar algunas pruebas, pero tenía miedo del resultado final.

La duplicadora había terminado. Con la pistola en mano, coloque el tubo de cristal y preparé mi antebrazo para recibir el sustituto sintético del brebaje. Aparté la vista mientras el líquido desaparecía del tubo, nunca llevé bien lo de clavar agujas en el cuerpo. Cuando finalizó, escondí los botes duplicados en una caja en el frigorífico con mi nombre en grande y escribí: “Pruebas fallidas”; a veces poner las cosas delante de los ojos de los demás las convierte en invisibles.

Me coloqué los electrodos en el pecho y esperé pacientemente a que el I2 hiciera su efecto. Según las pruebas, tardaba diez minutos en inundar el torrente sanguíneo y otro tanto en activarse.

Cuando empecé a sentir el calor,  supliqué que no doliera demasiado. Los espasmos musculares elevaron violentamente mis miembros. Un dolor agudo recorría mi columna vertebral. El electrocardiograma se volvió loco con los latidos de mi corazón que subían y bajaban como si fuera una atracción de feria. Intenté no gritar, mordiendo con fuerza un protector de silicona, pero los quejidos salían de mi garganta y con cada uno sentía un segundo de alivio.

Lo que ocurrió a continuación lo recuerdo como un sueño borroso. Perdí todo control; mi cuerpo se convulsionaba sobre la camilla, la única mano que había dejado libre golpeaba todo lo que hubiera a su alcance. La saliva borboteaba sobre mi pecho y las imágenes se hicieron confusas. Tardó unos minutos, pero me pareció una vida.

Mis constantes se normalizaron media hora más tarde. Estaba tan agotada y dolorida que fui incapaz de moverme. Me quedé dormida del cansancio.

Cuando desperté, faltaba una hora para que el equipo bajara. Me desaté y comencé a limpiar cualquier rastro que hubiera dejado. Desde esterilizar y limpiar la jeringuilla, hasta recoger las correas de la camilla.

Estaba tan apurada que no me percaté de que una carpeta roída, de color marrón, se me había caído al suelo. La recogí y por curiosidad, la abrí. Esperaba encontrarme con el típico formulario de la planta analizada; pero en su interior había un estudio minucioso de I1. La técnica de esconder todo en un lugar visible era muy conocida.

 

Prima, esta noche tendré que volver, debo descubrir que hay en esa carpeta.

 

Iria

 

P.D.: He tenido que vendarme la mano; según Ana me la he dislocado. Te garantizo que el dolor de colocar esos huesecillos fue una minucia en comparación con el que he tenido que aguantar sobre la camilla.

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