Carta 11

Hola prima, te necesito:

 

El tiempo pasa con extenuante rapidez y nuestra investigación va demasiado lenta. Estamos muy lejos de encontrar una vacuna, pero muy cerca de mejorar el brebaje.

Sé que no debería hacerlo, pero me estoy quedando sin existencias, si no lo renuevo lo antes posible mi cuerpo retomara ese pútrido ciclo que me convertiría en un monstruo sin alma.

Bajé al laboratorio aprovechando el sueño reparador en el que estaban enfrascados mis compañeros. Esperaba que la noche y su fino velo escondieran mis actos ludópatas.

Mis pasos eran torpes piedras en un suelo incandescente. Mi impaciencia se hacía más evidente cuanto más me acercaba a la zona de cuarentena. Colocarme el traje blanco sin ayuda fue una tortura imposible; sé que la cremallera no quedó bien cerrada, pero no había nada en esa sala peor que lo que mi cuerpo albergaba.

Agarré el tubo de I2 y lo introduje en la duplicadora. Tardaría unos minutos en estar listo, tiempo que aproveché para  hacer el seguimiento del virus que invadía mi cuerpo; debía saber en qué fase se encontraba. Me pinché en el dedo e introduje la gota de sangre en la probeta y observé mis células mutadas en la pantalla. Los glóbulos blancos explotaban al intentar mantener a raya el virus; el plasma se habida vuelto más espeso, los glóbulos rojos habían perdido su forma redondeada, y las plaquetas eran cuerpos inertes atrapado en la corriente sanguínea.

Me pregunto como estarían mis órganos si mi sangre era el puzzle del caos; las vísceras serían una tormenta descontrolada. Podía realizar algunas pruebas, pero tenía miedo del resultado final.

La duplicadora había terminado. Con la pistola en mano, coloque el tubo de cristal y preparé mi antebrazo para recibir el sustituto sintético del brebaje. Aparté la vista mientras el líquido desaparecía del tubo, nunca llevé bien lo de clavar agujas en el cuerpo. Cuando finalizó, escondí los botes duplicados en una caja en el frigorífico con mi nombre en grande y escribí: “Pruebas fallidas”; a veces poner las cosas delante de los ojos de los demás las convierte en invisibles.

Me coloqué los electrodos en el pecho y esperé pacientemente a que el I2 hiciera su efecto. Según las pruebas, tardaba diez minutos en inundar el torrente sanguíneo y otro tanto en activarse.

Cuando empecé a sentir el calor,  supliqué que no doliera demasiado. Los espasmos musculares elevaron violentamente mis miembros. Un dolor agudo recorría mi columna vertebral. El electrocardiograma se volvió loco con los latidos de mi corazón que subían y bajaban como si fuera una atracción de feria. Intenté no gritar, mordiendo con fuerza un protector de silicona, pero los quejidos salían de mi garganta y con cada uno sentía un segundo de alivio.

Lo que ocurrió a continuación lo recuerdo como un sueño borroso. Perdí todo control; mi cuerpo se convulsionaba sobre la camilla, la única mano que había dejado libre golpeaba todo lo que hubiera a su alcance. La saliva borboteaba sobre mi pecho y las imágenes se hicieron confusas. Tardó unos minutos, pero me pareció una vida.

Mis constantes se normalizaron media hora más tarde. Estaba tan agotada y dolorida que fui incapaz de moverme. Me quedé dormida del cansancio.

Cuando desperté, faltaba una hora para que el equipo bajara. Me desaté y comencé a limpiar cualquier rastro que hubiera dejado. Desde esterilizar y limpiar la jeringuilla, hasta recoger las correas de la camilla.

Estaba tan apurada que no me percaté de que una carpeta roída, de color marrón, se me había caído al suelo. La recogí y por curiosidad, la abrí. Esperaba encontrarme con el típico formulario de la planta analizada; pero en su interior había un estudio minucioso de I1. La técnica de esconder todo en un lugar visible era muy conocida.

 

Prima, esta noche tendré que volver, debo descubrir que hay en esa carpeta.

 

Iria

 

P.D.: He tenido que vendarme la mano; según Ana me la he dislocado. Te garantizo que el dolor de colocar esos huesecillos fue una minucia en comparación con el que he tenido que aguantar sobre la camilla.

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Carta 12

Prima:

 

Lo sabía, estaba segura de que Carmen ocultaba algo. Está elaborando más muestras de I1 en altas concentraciones, las cuales han ido menguando paulatinamente sin ninguna explicación.

Anoche conseguí la carpeta del laboratorio. He leído minuciosamente el informe. Los datos son espeluznantes; pensé que esta pesadilla no podía empeorar, pero me equivocaba.  Hay algo peor que este virus: el Sujeto 0, el poseedor de la cepa origen.

Esta microscópica enzima invade el cerebro, expulsa una neurotoxina que afecta al sistema nervioso y al sistema motor. La médula ósea deja de fabricar linfocitos y el sistema inmune desaparece. Ante el más débil microorganismo que ataque el cuerpo, éste, sin manera de defenderse acaba falleciendo. Sin embargo, aquí no acaba la función de la enzima, sino su comienzo: la enzima mantiene vivo el cerebro y el sistema nervioso, es decir, tu cuerpo se mueve pero tu ser ha desaparecido; eres un muñeco demoníaco.

Algunos sentidos se agudizan, los huesos pierden calcio y masa muscular, el cabello se cae, el sentido del tacto desaparece (no siente dolor). La consciencia no es erradicada del todo, los instintos primitivos salen a la luz: comer y cazar. Esto lo convierte en un feroz depredador.

Según la información sobre el Sujeto, este llegó al laboratorio muy enfermo. No descarto que sea uno de los transportistas o de los guardabosques que vienen continuamente a consultarnos cada vez que ven algo extraño. Lo que me sorprende es que esta enzima no es contagiosa.

Lo único que puede darle un poco de nitidez a esto es que la propia enzima mutara en otro organismo. Alguien que puede contagiar esta nueva cepa sin llegar a desarrollarla en su propio cuerpo. Una vez más la madre naturaleza nos ha demostrado que solo ella puede crear vida y muerte.

No puedo seguir de brazos cruzados en este idílico lugar seguro mientras mis vecinos están sufriendo una horrible enfermedad.

Sé que mi brebaje no está terminado, pero puedo retrasar la enfermedad hasta que encuentre una cura, es mejor que no hacer nada.

Prepararé varias garrafas e iré por el pueblo repartiéndolas a los supervivientes, si aún quedan. La idea me revuelve el estómago y me paraliza. ¿Cómo puedo enfrentarme a esos monstruos sola?

Hace unas semanas tuve que tomar una decisión similar. Ahora soy consciente de lo que hay ahí afuera, no puedo vendarme los ojos y esperar que otro lo haga en mi lugar, simplemente por que no existe ese otro.

Prima, dame fuerzas para enfrentarme a lo que debo hacer y no a lo que me gustaría hacer.

 

Iria.

 

P.D.: El Sujeto 0 parece que recupera la razón a los pocos minutos de tomar el I1, pero su consciencia dura muy poco. He devuelto el informe a su lugar, espero seguir leyéndolo a hurtadillas.

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Carta 13

Tengo miedo prima:

 

Carmen está en contra de mi decisión. Dice que mi cerebro está mejor en un laboratorio que en la boca de algún zombie. No le falta razón, pero de otra manera este virus se propagará y los pocos no infectados que se esconden en el pueblo se quedarán sin alimento y expuestos a unos seres famélicos que les darán caza.

Vicente y Ana me observaban como si estuviera loca y al mismo tiempo, como si fuera una heroína de cómic. Lo que todos olvidan, es que lo héroes son los primeros en morir.

No estaba segura de que víveres me harían falta, ni tampoco cuanto tiempo estaría fuera. Había cogido todo el brebaje que podía llevar conmigo, pero  malamente tendría para un par de personas y estas tendrían que esperar a que volviera a por más.

Guardé comida y una muda de ropa en la mochila. El brebaje y los botes de muestras los llevaba en una bolsa nevera, que conservaría su interior bien fresco.

Me encerré en la habitación pensando en cual sería la ruta que debía seguir. Cada vez que pensaba en salir al exterior un escalofrío recorría mi espalda, estaba aterrada. Me imaginaba a esos seres andando hacia mí con la boca abierta y su baba negruzca goteándoles por el pecho. Sufría de pesadillas con los ojos abiertos, donde varias secuencias de diferentes películas se hacían realidad y yo, en cada una de ellas, siempre acababa gritando mientras me devoraban, incluso sentía como me desgarraban la carne.

Había programado mi salida para el medio día, pero no era capaz de salir de mi cuarto. Vicente se acercó a mi habitación, golpeó dos veces la puerta y me llamó. No pude responderle, ni siquiera moverme; su voz eran palabras sin sentido que repicaban constantemente. Ana se unió al compás de golpes y gritos. Su voz encendió una luz en mi cerebro que se había apagado.

Abrí la puerta con torpeza. En cuanto los vi eché un paso atrás con los ojos muy abiertos, mi cara debía expresar mi sorpresa, ya que se echaron a reír al unísono.

Vicente me mostraba una pistola pequeña de color negro, me dijo algo sobre el modelo entre risas, pero no lo entendí. Ana me sonreía, sus ojos brillaban con picardía. ¿De donde habían sacado un arma?  No sabía si preguntar o simplemente ignorar el hecho. Me la ofreció con varias cajas llenas de balas.

Lo único que pude balbucear, es que no tenía ni idea de que hacer con ese aparato. Los dos se miraron con una sonrisa llena de complicidad.

—Defenderte —me dijeron con entusiasmo.

—Te voy a explicar —me mostraba el arma como si fuera algo inofensivo—, la coges por aquí y si aprietas este botón desbloqueas el seguro.

Asentí con la cabeza, aunque realmente no entendía nada de lo que me estaba diciendo. Mi cuerpo estaba ahí, pero mi mente se había tomado unas largas vacaciones a un lugar perdido.

Sentir el arma en el bolsillo, lejos de darme seguridad, me aterraba. Soy consciente que en algún momento podría llegar a salvarme la vida.

Carmen estaba esperándome en la puerta de la entrada. Cuando llegué a su altura, me ofreció una llave que abría la puerta del laboratorio, la cual se cerraría a mi paso. Desabroché mi cadena y me la colgué del cuello, no debía perderla o no podría regresar. Sentí como introducía algo en el bolsillo mientras me susurraba algo muy extraño: “por si te encuentras algo más extraño de lo habitual.”. Quería responderle diciendo que las cosas ya son bastante raras, cómo saber que es más raro de lo habitual. Sus ojos me observaban con fiereza, como si debiera comprender algo.

Abrí la puerta. Un aire cálido me acaricio el rostro. Era extraño oler las flores que crecían en el invernadero y escuchar el susurro del río que paseaba a pocos metros. Todo era tan inquietantemente normal, que nadie podía adivinar el horror que a pocos metros vivían mis vecinos; el mismo que hace poco sentí en mi piel y el que sigue creciendo silenciosamente en mi espalda.

Prima, sé que si estuvieras aquí me regañarías, me tirarías de las orejas y me encerrarías en el laboratorio; pero tu no estas aquí y esta es mi decisión, acertada o no.

Te hecho de menos primita.

Besos

Iria

P.D.: ¿Recuerdas la promesa que nos hicimos de pequeñas? Sigue en pie.

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Carta 14

Querida prima, no conozco este mundo:

 

Anduve por los caminos escondiéndome detrás de cada arbusto, esperando pasar desapercibida por los… ¿Cómo llamarlos? Infectados, zombies. No puedo evitar pensar, que un día, si no encuentro un antídoto, pasaré a formar parte de esos seres sin alma.

Los veo pasar por el camino. Su andar es lento, sin prisa, porque a ningún lugar tienen que ir. Sólo existe su comida y ellos, no tienen otro fin.

Cada vez que los veo no puedo soportar la idea de su existencia antinatural. Los órganos internos se pudren lentamente, entrando en un periodo de descomposición que no puede detenerse ni retroceder; así lo demuestra su nauseabundo olor. Aun así, viven, por decirlo de alguna manera.

Si pudiera hacerme con uno de ellos vivo y llevarlo al laboratorio sería un gran avance. Podríamos ver como funcionan sus órganos, saber por que sigue en pie aunque su cuerpo se este pudriendo. Carmen nunca aprobaría esa medida. Sin medios de contención, el sujeto podría escapar y destruir todo, nosotros incluidos. Quizás debería hacerlo yo misma. Podría ir al centro de salud y coger el instrumental médico necesario. ¡Que tonterías pienso! Yo sola no podría atrapar a uno de ellos.

Con cada paso me acercaba más al pueblo. Tenía que pensar en qué lugar se esconderían los supervivientes. Empecé a buscar cualquier casa o local que tuviera tapiadas las ventanas. Los garajes me parecieron lugares seguros, solo tienen una entrada y eso podría salvarte la vida o llevarte a una ratonera.

Dentro del pueblo tuve que sortear varios coches que había en medio de la carretera y subidos a las aceras. En el interior había restos de comida, ropa, objetos desperdigados por doquier y manchas de sangre en todas partes, no solo dentro de los vehículos, también sobre el pavimento; sin embargo no hay ni un sólo cadáver. Debió ser todo un banquete para esos monstruos.

Mi pulso se volvía loco cada vez que veía a uno de esos seres andando con los restos de su carne colgando, como si fueran harapos.

Me colé dentro de una casa. Me moví lentamente intentando hacer el mínimo ruido, no sabía que podía encontrarme en el interior. Me refugie en el primer lugar que vi, un pequeño ropero. Esperé y esperé. Dentro de aquel lugar pequeño y oscuro los minutos eran horas.

Un ruido me alteró. Parecía que alguien o algo arrojaba objetos al suelo. Escuchaba pisadas rápidas, como si estuvieran corriendo. No era posible, estaba segura de que esos zombies eran lentos, no podían subir unas escaleras ni abrir puertas. ¿Es que acaso me equivocaba?

Las pisadas se acercaban a mi puerta. Preparé el arma, no estaba segura de a donde tenía que apuntar ya que no veía nada. Pegué mi espalda a la pared, la ropa colgada me servía para ocultarme. Pequeñas lágrimas asaltaban mis ojos. Mis manos sudorosas no aguantaban con el peso del arma. Este no era el momento ni el lugar oportuno para sufrir una crisis de ansiedad.

Algo agarró el pomo, vi como giraba dentro de mi mente. Cogí el arma con más fuerza. Un pinchazo me golpeo en la parte baja del vientre; ahora sé lo que siente una persona antes de mearse de miedo, literalmente.

La puerta se abrió de golpe. La luz me cegó durante unos segundos. Quise apretar el gatillo, quise hacerlo, pero no fui capaz. La pistola pesaba tanto que resbaló entre los dedos doloridos.

Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la luz. Entre chaquetas y abrigos había un cañón apuntándome directamente a la cara. No conseguía ver quién estaba al otro lado, mis lágrimas enturbiaban la imagen. El cañón se alejó despacio y una pequeña mano se extendió hacia mí con la palma mirando hacia arriba, ofreciéndome su ayuda.

Agarré aquella mano con desesperación, y me impulse hacia delante, esperando poder abrazar al hombre que me ofrecía gentilmente su hombro donde llorar. Sin embargo no fue un hombre al que vi, si no un niño; un muchacho de ojos vivos y fuertes.

Estaba tan animado por haberme encontrado que no paraba de hablar. Casi no podía entender lo que me decía. Observé sus facciones, las típicas de gente con algún tipo de retraso. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue preguntarme como alguien como él había sobrevivido a este infierno.

Me arrodillé y abracé al niño con fuerza mientras lloraba como una tonta. Pensé en lo irónica que parecía la situación; debería ser al revés, yo era la adulta, debía ser quien consolara al niño.

Cuando lo solté, me ofreció una lata de conservas. Eso era lo que estaba haciendo en la casa, buscaba comida.

Me agarró de la mano, esbozo una sonrisa y me dijo: “Tenemos que ir a contárselo al padre Tomás, se va a poner muy contento”.

Prima, creo que se refiere al cura que intentaron echar hace un par de meses por estar continuamente borracho. No veo a ese hombre cuidando a un niño, no sabe ni cuidarse a si mismo.

Prima espero verte pronto, te hecho tanto de menos.

Iria

P.D.: Espero encontrar, entre los supervivientes, alguien que me ayude abrir a uno de esos zombies. Cuanto más lo pienso, mejor me parece la idea.

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Carta 15

Querida prima:

 

Te juro que sentí rabia cuando vi a aquel hombre tratando al niño con desdén.  Su semblante y su voz cambiaron en cuanto vio la botella que el muchacho traía, deseaba el licor con toda su alma.

Con el calor quemando mis mejillas, fui hacia él a voz en grito. Me ignoraba, toda su atención estaba concentrada en el licor. Apuré el paso y me encaré.

Le acusé de ser un borracho inmaduro. Un cobarde por permitir que el niño fuera solo a buscar comida; ese era el trabajo de un adulto.

El cura dio un paso hacia mí y empezó a gritar que la culpa era del crío, que se había marchado a hurtadillas y se llevó el arma descargada.

Me giré hacia el pequeño, tenía la vista baja en señal de culpabilidad. Había ido por el pueblo sin ningún tipo de seguridad, exponiéndose a un trágico final. Un niño como ese tenía que estar en un lugar seguro, con una persona que lo cuidara.

Seguía escupiendo palabras sobre lo fácil que era juzgar sin saber por lo que había pasado.  Levantó las manos en señal de súplica mientras murmuraba que antes bendecían y daban la comunión, ahora estaban manchadas por la sangre de demonios que habían poseído a sus feligreses.

Cerré los puños y le contesté que la vida de todos se había tornado en un infierno y la única manera de sobrevivir era ayudarnos entre nosotros; algo que él mismo predicaba desde el púlpito cada domingo, pero a la hora de la verdad las palabras se las lleva el viento y los actos son los que diferencian a las personas.

El cura estaba de pie, sujetando la botella con la mano temblorosa. Durante un segundo pensé que me golpearía con ella. Con la voz  llena de ira, gimió: “Tú no llevas puestos mis zapatos.” Empezó a andar hacía la sacristía, haciendo caso omiso de mi presencia. Sus palabras habían golpeado con fuerza algo que me ahogaba en el pecho.

Me dí la vuelta y me dirigí hacia el pequeño. Estaba sentado en el suelo, con las manos tapándose las orejas y el ceño fruncido.

Cuando le acaricie la cabeza, el muchacho abrió los ojos. Observó a su alrededor buscando al padre. Su mirada se paró en la puerta cerrada de la sacristía, ya sabía donde estaba el cura y lo que estaba haciendo.

Me senté a su lado y de  forma sutil lo invité a que me acompañara, juntos exploraríamos todo el pueblo. Había un brillo de curiosidad en sus ojos. Le cogí de la mano y lo empujé suavemente para que se levantara. Se quedó petrificado observando la puerta. Le dije que el cura era un borracho que nunca lo ayudaría, que yo lo mantendría a salvo. Dije mil cosas y mil promesas, pero seguía sin moverse.

Me dolía en el alma, pero debía seguir mi camino. En esa iglesia no encontraría ayuda para alcanzar mi objetivo.

Abrí la mochila y cogí una de las botellas con brebaje. Se la entregué al pequeño, diciéndole que era medicina para no convertirse en uno de esos monstruos, él me corrigió: “infectados”.  Sonreí y continúe dándole instrucciones: si alguno te muerde, bebe un poco cada día.

Señaló la puerta “¿el padre también tomará la medicina?”. No había dudas de que era un ser puro. El cura lo veía como un estorbo y él solo se preocupa por el bienestar del borracho. Estoy segura de que un hombre como el Padre Tomas no se merece la compasión de este niño.

Agarró su mochila y buscó un papel arrugado que me tendió con una sonrisa. Cuando lo desplegué, me encontré con el mapa del pueblo muy detallado y algunas instrucciones apuntadas por él. Lo abracé con ternura, el acarició mi dolorido hombro, lo observé boquiabierta, no hacia falta que dijera nada, cuando nuestras miradas se encontraron comprendí que él sabía sobre mi fatal infortunio.

Le dí un beso en la mejilla y me despedí, esperando volver a verlo sano y salvo.

Salí sigilosa de la iglesia, me giré para ver como Miguelin cerraba la puerta a mi espalda con una sonrisa amable. Ya lo echaba de menos.

Al comienzo de la calle, entre coches abandonados, escuché unos gemidos y unos pasos que se acercaban pesadamente. Me alegré de que el niño estuviera seguro en la iglesia. Corrí carretera abajo buscando, por el rabillo del ojo, un lugar donde esconderme.

Entré en una pequeña mercería que hacia esquina, la puerta estaba entreabierta y en su interior todo estaba desperdigado por el suelo. Agujas, botones y tijeras cubrían todo el mostrador; en el suelo, varios utensilios impedían andar libremente.

Cerré la puerta después de cerciorarme de que no había nadie. Coloqué toda la lana que encontré en una esquina para hacer una cama improvisada, necesitaba descansar.

El hombro me dolía y la vena que cruzaba mi espalda latía con brusquedad. Me quité la camiseta. El vendaje estaba amarillento y unas gotas de pus recorrían mi piel hasta el pecho. La carne de la herida estaba ennegrecida y mohosa, pero no se desprendía, era como si el proceso de putrefacción se mantuviera en una especie de limbo.

Después de limpiar la herida y tomar mi ración de brebaje, me acurruqué y cerré los ojos. Mi mente no dejaba de mostrarme imágenes de horribles demonios, y yo caminaba entre ellos.

Prima estoy aterrada por lo que me sucederá. Dame fuerzas.

 

Iria

 

P.D.: He decidido ir al ambulatorio, necesito gasas limpias y esparadrapo. De paso, cogeré las herramientas necesarias para hacer una autopsia, sólo tengo que encontrar a alguien tan loco y desesperado como yo para  que me ayude.

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Carta 16

Hola prima:

Me apoyé en la puerta del ambulatorio, observando su interior. Uno de esos monstruos se acercaba por el pasillo de la derecha. Tenía la ropa rasgada y un bulto de tripas colgantes que se mantenían sujetas por la hebilla del cinturón; la bata, antes blanca, ahora era un harapo con tropezones de su propia carne descompuesta. Tuve que taparme la boca para no vomitar.

Con el pulso jugando a la montaña rusa, cogí el arma, le quité el seguro y apunté a su cabeza. Cerré los ojos, apreté los dientes y disparé. Al abrirlos, vi una mancha marrón recorriendo el suelo, procedía de la cabeza inerte del zombie. Para ser mi primer disparo no había estado mal.

Giré por el pasillo, donde estaban las consultas de los adultos. Abrí puerta por puerta encañonando el arma. En cada sala había un escenario espeluznante; manchas de sangre bañando las paredes, restos humanos parcialmente devorados, miembros amputados con marcas de mordiscos. El ambulatorio había sido testigo de una cruel batalla cuando la gente empezó a enfermar.

Confirmé que la zona estaba limpia y me dirigí al corredor infantil; casi todas las puertas estaban abiertas. La consulta del dentista fue mi primer destino, había material quirúrgico en el interior del armario  y varias cajas de gasas estériles.

Llegué a la última puerta del fondo, estaba cerrada con llave, iba a pasar de largo cuando escuché un sonido en el interior. Sabía que era uno de ellos. Esta era mi oportunidad, necesitaba un espécimen vivo para hacer pruebas y me lo habían entregado en bandeja de plata.

Corrí a la sala de los celadores, allí suelen guardar la pistola de sedantes. La habitación estaba llena de charcos de sangre coagulada, las moscas revoloteaban histéricas. La pistola estaba tirada en el último cajón del armario junto con varios sedantes esparcidos por el suelo; alguien debió de intentar usarlos antes que yo.

Volví a la puerta y la golpeé con los nudillos. Del otro lado escuché el arrastrar de unos pies que se acercaban con un molesto gruñido. Apunté con el arma al cerrojo; en las películas se abrían al momento, en mi caso tuve que disparar varias veces.

Un cuerpo mugriento se escondía detrás de la puerta, agarré la pistola de sedantes y le disparé a la cabeza. El zombie seguía avanzando mientras una baba oscura le caía por el mentón. Disparé a su pecho, eso ralentizó su paso. Un tercer disparo en su hinchado abdomen hizo que se parara en seco. Di un paso hacia atrás esperando su inmediata caída, pero en lugar de ello, se puso a gritar con fuerza y un coagulo ennegrecido brotó de su garganta, salpicándome. Me dejé llevar por el pánico, disparé y disparé hasta que me quedé sin sedantes, el zombie parecía un puercoespín con lazos rojos. Cuando cayó al suelo, reconocí al Sr. Marco, el director del ambulatorio.

Lo agarré de los pies y tiré de su viscoso cuerpo. Se hicieron sonoras varias flatulencias y un extraño quejido proveniente de sus tripas, varios excrementos hincharon su pantalón. No pude aguantar el hedor; vomité hasta la bilis.

Con mucho esfuerzo conseguí encerrarlo en la sala de enfermería. Dejé el material quirúrgico sobre una bandeja y cerré la puerta con llave. Necesitaba más material y algunos sedantes, no sabía cuanto tiempo permanecería el Sr. Marco dormido.

Estaba examinando la estantería de una de las salas cuando escuché el sonido de unos pasos. Había registrado el ambulatorio, por lo tanto, algo había entrado mientras estaba centrada en mi cometido. Agarré el arma, y cuando vi la sombra por debajo de la puerta, me abalancé.

Frente a mis ojos había un bate que me apuntaba a la cabeza. El aire se quedó petrificado en mis pulmones.

Escuché una voz, era un joven que nos advertía que bajáramos las armas. Mis manos temblaban, había más supervivientes. Fue tal el cúmulo de sensaciones que no sabía si gritar o llorar.

El que estuvo a punto de golpearme con el bate se presentó como Gabriel. El otro, se hace llamar “El Sebas”. Prima, intentó ligar usando la típica frase de baboso de discoteca, ni que este fuera el momento de andar con tonterías.

Sebas se ofreció a ayudarme con la autopsia; eso sí, primero tengo que curar a su amigo, lo han mordido. Este es el motivo por el que salí del laboratorio, para ayudar a los moribundos como yo. Al fin me siento útil.

Los chicos están haciendo guardia en la puerta, mientras descanso en una de las camillas. Mañana promete ser un día largo.

Prima, empiezo a ver la esperanza en este lugar.

 

Iria

P.D.: Acabo de ver al Sr. Marco, sigue durmiendo, lleva así un par de horas; un estado perfecto para poder diseccionarlo.

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Carta 17

Hola prima:

Me pasé toda la noche sin dormir. Estaba tan excitada con hacer la autopsia que mi mente no paraba de imaginarse supuestos escenarios donde fracasaba una y otra vez.

Ya había amanecido cuando el sueño empezaba a acariciarme. Sin embargo unas voces me despertaron. Eran Gabriel y Sebas.

Fui hacia la puerta principal preguntándome por que hacían tanto alboroto. Gabriel recogía sus bártulos y daba instrucciones a Sebas.

Llegué a tiempo para la despedida. Se iba a buscar a su amigo herido; estaba preocupado por su estado. La verdad, yo también. Había pasado mucho tiempo, quizás ya era tarde.

Se me hizo un nudo en el estómago. Gabriel salía al exterior, donde todos esos zombies deambulaban por las silenciosas calles pestilentes. Quería persuadirlo de que era una temeridad; pero, si yo estuviera en su piel, no habría nada que detuviera mi voluntad.

Lo único que pude decirle, esperando que fuera de utilidad, es que podía esconderse en la iglesia; allí había supervivientes.

Sebas y yo nos quedamos a solas en aquel lugar. La verdad, prima, esperaba algún comentario obsceno; pero mantuvo las distancias.

Sentimos golpes fuertes en una de las puertas de la zona infantil. Era el señor Marco, ya se había despertado y de muy mal humor. Cogí el arma y la cargué de dardos. Sebas agarró una pata de metal de una mesa.

Cuando llegamos a la puerta, varias astillas salieron disparadas de la cerradura. Con cada golpe, las grietas amenazaban con desquebrajarse. Sebas colocó la mano en el pomo. Nos observamos fijamente y contamos hasta tres sin mover los labios.

Sebas abrió la puerta unos segundos antes de que la enorme masa batiera contra ella. Al no encontrar ningún obstáculo, el cuerpo de Marco cayó al suelo. Disparé al pecho y a la frente; mientras, Sebas le golpeaba las piernas y los brazos, impidiendo que se moviera. Me recordaba a una cucaracha intentando rodar sobre su espalda para levantarse.

Necesité una dosis superior a la del día anterior. Estaba a punto de darme por vencida cuando sus miembros cayeron al suelo.

Preparé el material instrumental. Sebas subió el cuerpo a la camilla. Le intentamos quitar la ropa, pero la mayoría de los tejidos se habían fundido con la carne putrefacta.

Sé que estaba dormido. Sé que pone en riesgo nuestra ética; pero no puedo verlo como un ser humano.

Cogí el bisturí y le abrí el pecho. Un hedor a descomposición nos mareó. Sebas apartó la cabeza y vomitó. Era una pena no haber encontrado un bote de vaselina, eso ayudaría a soportar el olor. Tardamos unos minutos en recomponernos, el tiempo que tarda en adaptarse el sistema olfativo.

Las entrañas eran un amasijo de carne descompuesta. Sus órganos estaban grisáceos e hinchados, hasta tal punto que parecían deformes. Los huesos eran muy duros, ni la sierra era capaz de romper las costillas; pero a base de insistencia acabaron cediendo. Según iba quitándole los órganos para estudiarlos, estos se deshacían en mis manos.

Cuando íbamos hacia el corazón, vimos una masa negra que ocupaba su lugar. Cogí un escalpelo y toqué esa cosa. Era una especie de moco negro. Al rascarlo, descubrí un corazón sano. Aquel moco protegía el órgano, aunque su latido era casi inexistente; lo justo para mantener la sangre en movimiento.

En ese momento no entendí por qué se mantenía el corazón vivo, si los órganos estaban muertos y no necesitaban riego sanguíneo. Pero esta duda se disipó cuando abrí su cráneo.

Su cerebro, al igual que el corazón estaba cubierto por esa mucosidad. El cerebro parecía sano. Realice una biopsia en varias zonas, y guardé las pruebas para analizar en el laboratorio.

Prima, esa cosa se adueña del corazón para dar un mínimo de riego al cerebro, conservando sus funciones primarias: comer y beber. También defecaría, pero tiene el aparato digestivo y gástrico podrido.

Tengo que volver al laboratorio lo antes posible, necesito confirmar mi teoría. Si es cierto, no hay cura. Sólo se puede retrasar los efectos. Al final; el cuerpo se muere.

Sebas me observaba con cara de preocupación. Creo que tenía varias preguntas que hacerme, pero no se atrevía a pronunciarlas.

Me fui al baño, necesitaba refrescarme.

No pude evitarlo, destapé mi hombro y vi la carne. Me dio tanta rabia que me lleve la mano y clavé las uñas. No sentí nada, no había dolor ¿Sabes lo que significa eso? Que una parte de mí ya esta muerta. En mis uñas había grandes trozos de carne, me quedé observando mientras se descomponía entre mis dedos. La vena de mi espalda estaba más hinchada y unas pequeñas ramificaciones rodeaban parte de mi cintura y se dirigían al otro hombro.

No sé cuanto tiempo me queda.

Prima, tengo miedo.

Intento no sumirme en la desesperación de ser consciente de mi pútrida muerte. Siento algo de envidia por esos zombies; no sabían en que se convertían. Ya no sé si el brebaje es una buena idea. A veces la ignorancia es un don.

Iria

P.D.: Una vez leí que no importaba el tiempo que nos quedaba, sino lo que hacíamos con él.

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Carta 18

Hola prima:

Los gritos de Sebas me alertaron. Me encontré al muchacho en el umbral de la puerta haciéndome señas, para que me apresurara.

El Sr. Marco se acababa de despertar. La imagen que me encontré era inquietante. Tenía las costillas rotas hacia el exterior y el cráneo abierto, mostrando la masa oscura. Si fuera un ser humano estaría muerto; pero rugía furioso intentando liberarse.

Este hecho confirmó mi teoría. Este virus-parasito, o lo que sea, mantiene vivo el cerebro y el corazón. Cogí el escalpelo con fuerza y me acerqué lentamente, no quería que su enorme peso tirara la camilla.

Cuando estuve a la altura de su torso, ese mugriento cuerpo se paró en seco. No sé que me daba más pavor, que se moviera o que estuviera quieto, esperando.

Un burbujeo provino de su tráquea, seguido de un movimiento brusco de cabeza. Sus ojos vidriosos se posaron sobre mí, mientras su nariz olisqueaba el aire. Lógicamente, al no tener pulmones, este salía por los orificios descompuestos.

Con el escalpelo en mano me coloqué detrás de su cabeza. El zombie comenzó a removerse, algo había despertado sus instintos. Sebas vino hacia la camilla.

Le clavé el escalpelo en el cerebro al Sr. Marco; antes de que Sebas llegara a mi misma conclusión.

Lo siento por Sebas y Gabriel, pero tenía que ir al laboratorio lo antes posible. Las muestras no durarían frescas mucho tiempo. Cogí la mochila y le dije a Sebas que me marchaba.

Mientras aceleraba el paso, escuché su voz a mi espalda. No le presté atención, quería irme lo antes posible de aquel lugar.

No tardó en alcanzarme, me agarró del brazo y se me encaró. Estaba furioso.

Gritaba mientras se golpeaba el pecho y decía que había cumplido su parte del trato; ahora me tocaba a mí cumplir la mía.

Prima, lo que me avergonzaba es que tenía razón; pero las muestras se perderían y todo mi esfuerzo sería inútil. Se lo intenté explicar, pero era como tratar con una pared. ¿Cómo hacerle entender que su amigo ya estaba muerto? ¿O que las muestras podrían acercarnos a la verdadera cura?

Me senté en el suelo, apoyando mi espalda contra la pared. Le expliqué todo, prima, a excepción de que estaba infectada. La muerte de Elisa. Lo que había descubierto sobre la infección en el laboratorio y mi misión con las muestras.

No sé si se enteraba de algo, pero el hecho de hablar en voz alta aliviaba el peso de mi interior. Sentía que entre mis recuerdos había algo que no lograba encajar. Espero hallar la pieza que dará sentido a este extraño puzzle.

Sebas tenía el ceño fruncido cuando hizo la pregunta, ¿qué pasó ahí dentro? Prima, no hay que ser muy inteligente para saber porqué el zombie de Marco se quedó quieto cuando yo pasé por su lado y porqué se puso histérico cuando se acercó Sebas. La verdad es que me da tanto pánico pensar en ello, que me quedé en blanco, observando la nada sin saber que decir.

Un golpe sordo rompió el hielo. Algo estaba intentando entrar por la puerta principal. La habíamos bloqueado para no tener sorpresas inesperadas.

Corríamos por el pasillo cuando escuchamos un nuevo sonido. Habían entrado.

Al llegar a la recepción, vimos restos de sangre, que reptaban por el suelo, hasta la parte de atrás del mostrador. Nos acercamos muy despacio, con las armas en alto. En el suelo había un hombre ensangrentado, aún respiraba.

Me acerqué un poco y le pregunté si estaba bien; estiró el brazo derecho hacia mí. Vi una tela de araña formada por venas negras que provenían de una vena central más grande. Se estaba transformando.

Sebas se agachó para darle la vuelta. No pude contener mi grito. Prima, había visto a esa persona hace unos días, cuando me dirigía al laboratorio. Era Jesús.

Su rostro estaba lleno de esa tela de araña negra. Su piel ya estaba viscosa y tenía el mismo color del moho. Si no fuera por que respiraba lentamente, hubiera pensado que era uno de esos zombies.

Me agaché y vi algo que sobresalía de su bolsillo. Era un frasco con el nombre de Elisa. Miles de recuerdos me golpearon. Esa botella la había dejado Elisa un mi casa unos días antes de su muerte, irónicamente la había usado para crear el primer brebaje, mi estúpido intento de suicidio.

Agarré la botella, para cerciorarme de lo que había en su interior. Estaba vacía, pero olía al brebaje.

Esto no me gusta Prima. Lo que esta ocurriendo escapa a mi comprensión.

Por favor, si puedes sacarme de aquí, hazlo o me volveré loca.

Iria.

P.d.: Le he dado un poco del nuevo brebaje. Su respiración se ha normalizado. Pero no creo que consiga salvarlo. Quizás el acto más atroz sea el más compasivo; algo rápido e indoloro.

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Carta 19

Hola Prima

La situación se escapa de entre los dedos de mis mugrientas manos. Estamos atrapados en una espiral donde ni la muerte puede salvarnos.

Pensé que el cuerpo semi-descompuesto de Jesús, acabaría muriendo sobre la camilla o transformándose en uno de esos monstruos. Estábamos preparados para cualquiera de los dos desenlaces.

Sinceramente, prima, maldije la inoportunidad de este viejo conocido. Pero quién sabe, quizás me sea útil. Puedo ver in situ los efectos secundarios del brebaje; sus células, mucho más mutadas que las mías, pueden descifrar algún dato que desconozco.

Lo sé, prima, no debería verlo como una rata de laboratorio, pero sólo así puedo mantener intacta mi cordura.

El primer susto nos lo llevamos al mediodía. El cuerpo moribundo se irguió y entre fieros espasmos vomitaba ese repugnante líquido negro, salpicando todo a su alrededor. Su cuerpo luchaba por sobrevivir.

No sé cuantas horas pasaron hasta que sufrió un segundo ataque. Los espasmos eran más violentos que la vez anterior, una espuma negra burbujeaba por sus temblorosos labios y las venas se hincharon de tal manera que temíamos que en cualquier momento estallasen.

Sebas se pasaba la bata blanca por la piel con nerviosismo. Tenia la misma duda que yo: ¿Se infectaría por contacto con el moco negro provenientes de las heridas de Jesús, o hace falta algún factor extra? Creo que pronto descubriré esa respuesta.

A media tarde, Sebas, que había ido a hacer una pequeña ronda, se acercó jadeando y, por señas, me indicó que lo siguiera sigilosamente. Al llegar a la entrada, nos agachamos detrás de la mesa de recepción que Sebas había usado para tapar el agujero del cristal.

Observé el exterior, y lo que vi me dejó perpleja; tuve que ahogar mi grito entre las manos. Había un grupo de zombies lamiendo el cristal roto, donde pequeñas salpicaduras de sangre, producidas por la entrada de Jesús, se encontraban esparcidas por el suelo.

Un pequeño grupo, más alejado, estaban poniéndose las botas devorando a un perro de una casa vecina. El pobre animal había intentado defender a su camada. Mientras los perritos escapaban por un hueco que había en una verja, el mayor se sacrificaba.En otro momento, si hubiera visto esta escena sería un mar de lágrimas, pero la visión de esos seres buscándonos era demasiado aterradora.

Volvimos al cuarto. Jesús nos esperaba con los ojos abiertos, su semblante era más humano, hasta el color de su piel había mejorado notoriamente. Sebas parecía pensativo, en su rostro se dibujaba la desconfianza. Si yo fuera él, me sentiría como la última hamburguesa en una convención de gordos.

Le ofrecimos una lata de lentejas, se las comió con avidez. Entre cucharada y cucharada nos hizo un resumen de su historia desde el momento que lo había visto partir con su prima:

Se escondieron en una casa cercana al accidente, quiso curarle la herida aplicando agua oxigenada y apósitos limpios, incluso intentó coserla.

Él estaba en la cocina, juntando toda la comida que encontraba. Escuchó un ruido, como si alguien se estuviera ahogando. Corrió hacia la habitación donde descansaba su prima. Se acercó a ella, sus ojos estaban abiertos de par en par, su pecho no se movía; no había más vueltas que darle, lloró su muerte y la tapo con una sábana blanca que había en un armario. Se dio la vuelta y siguió buscando más comida. Volvió a escuchar un sonido, como si alguien arrastrara los pies, pensó que eran los propietarios de la casa, que habían vuelto.

No le dio tiempo a escapar, se encontró en frente de un ser de piel verdosa, baba oscura, con varias venas gruesas desfigurando su rostro. Era su prima. En ese momento se acordó de mí; de lo que le había dicho, pero ya era tarde.

Su prima le atacó, él intentó zafarse varias veces. No quería matarla, la golpeaba mientras lloraba. Finalmente, ella le mordió en una pierna, le arrancó un trozo de carne. Agarró un cuchillo que había sobre la repisa y se lo clavó en el cuello repetidas veces; sin embargo, ella seguía moviéndose. La atacó hasta dejarle hecho puré el cuello y la cabeza.

Salió corriendo de la casa sin rumbo, deambuló por las calles hasta que el dolor de la pierna se hizo insoportable. Fue el momento en el que se dio cuenta de lo que ese mordisco significaba. Entró en varias casas buscando un botiquín, algo que lo ayudara, pero solo encontró las típicas tiritas para niños.

En una de las casas de las afueras, vio una botella con olor a medicamento encima de la mesa de la cocina, al lado, una foto mía con Elisa. Agarró la botella y se bebió el poco jugo que le quedaba. Se quedó allí unos días esperando a que yo regresara, pero la comida se había acabado, al igual que el brebaje y empezó a sentir un dolor horrible que le subía de la pierna a la cabeza, una vena con varias ramificaciones se apoderaba de su cuerpo.

Salió a buscar ayuda, vio a un niño pequeño con una escopeta cerca de la iglesia, pero antes de poder llamarlo, se había escabullido. Después le pareció ver a una pandilla de chicos, pero no estaba muy seguro, su vista empezaba a fallarle, aunque su oído y olfato eran excelentes.

Finalmente, optó por ir al centro de salud, rezando por encontrar a alguien.

Entre dientes, nos contó que la comida había perdido su sabor, su olfato le pedía otro tipo de alimentos. Me observó fijamente, como buscando complot en esa hambre inhumana. Prima, es cierto que últimamente tengo más hambre, y me siento de muy mal humor porqué, por muchas latas de lentejas que coma, estas no me saben a nada. Agradecí que fuera discreto y no dijera en voz alta lo que ambos estábamos pensando.

Mientras esperábamos el regreso de Sebas, no me costó convencerle de que teníamos que ir al laboratorio. Si había una manera de paliar el daño, seria desde allí. Jesús se mostraba esperanzado, la idea de que pudiera haber alguna manera de atenuar el daño y volver a ser el que era, lo animaba.

El rostro de Sebas no traía buenas noticias. Sus pupilas dilatadas, sus brazos caídos, y una mueca de desesperación tatuada en el rostro hablaban por si solos. Los tres nos dirigimos a la entrada. La horda se había multiplicado y amenazaban con romper el resto de cristales.

Sebas y Jesús se apuraron en coger camillas y muebles. Yo me quede sentada en el suelo, apoyada en el escritorio. Escuché como arrastraban el material de las consultas y tapaban las ventanas. En cuanto la horda los vio, empezaron a emitir gruñidos y a empujar con fuerza amenazando con romper el cristal en cualquier momento.

Yo me quede sentada tapándome los oídos. Me derrumbé, prima. No podía más. Mil ideas oscuras pasaron por mi mente.

Mi amiga Elisa muerta, mis conocidos transformados y yo me estaba convirtiendo en un monstruo sin poder remediarlo. Mi esfuerzo por intentar encontrar una cura se desmoronaba, estaba encerrada sin que nadie pudiera ayudarnos a expensas de que mis vecinos entraran a devorarnos.

Lloré como una niña pequeña. Sentí un hueco en mi pecho, algo enorme que luchaba por salir pero que se había quedado estancado en un solo punto. Mi mente me decía que este no era el momento, pero no podía parar.

Algo cálido me toco ambos hombros, pensé que era uno de ellos, uno de esos monstruos. Cerré los ojos y los puños con fuerza esperando el fatal mordisco. Pero no fue así. Sebas me revolvió el pelo y me llamó holgazana. Abrí los ojos. Jesús estaba a unos metros cargando con unas sillas de plástico e hizo un gesto de que me levantara. Tenía ganas de gritarles, de decirles que todo estaba perdido, que era una tontería seguir luchando, era mejor dejarse llevar y que todo acabara de una vez. Pero ellos, dos desconocidos que no sentían ningún aprecio el uno por el otro, se ayudaban mutuamente para impedir que los zombies entraran. Me hicieron recordar que aún seguimos vivos.

Prima, voy a ayudarles. Si las cosas salen bien, recibirás mi siguiente carta; si no, recuerda que en estos últimos días saber que estas a mi lado, que lees estas líneas, es lo que me hace continuar.

Te quiero

Iria.

P.D.: Prima, voy a luchar hasta el final.

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Carta 20

Prima:

Tapiamos las ventanas y cerramos las puertas a cal y canto.

No sé si sentirme segura, ya que esos monstruos no podían entrar, o sentirme atrapada, por qué no podía salir. Habíamos construido una jaula a nuestro alrededor. Estábamos vivos, pero no a salvo. No tendríamos lugar donde escondernos, ni adonde huir si ellos llegaran a entrar.

Sebas nos llamó a gritos desde algún punto alejado del pasillo del área infantil. Jesús observaba a esos monstruos con desprecio. Giró la cabeza hacía el pasillo y fuimos a buscar a Sebas, que no paraba de llamarnos a viva voz. En ese momento me acordé de uno de los dicho que mi madre me repetía cuando era pequeña:”Deja de gritar, que vas a despertar a los muertos”. Ya ves madre, al final se despertaron solos.

Cuando llegamos al pasillo escuchábamos la voz de Sebas, pero a él no lo veíamos. Si estaba jugando al escondite, este no era el mejor momento. Jesús comenzó a gritar su nombre, estaba muy nervioso; todos lo estábamos.
Escuchamos un sonido sobre nuestras cabezas, un falso techo escondía a Sebas.

—Subir —dijo—. Hay un trastero lleno de cosas.

No había terminado de hablar cuando un estruendo despertó nuestro nerviosismo. Unos rugidos provenían de la puerta de entrada. Ya estaban dentro.

—Vamos —gritó Sebas estirando la mano.

Jesús le agarró de un salto. Sebas le puso una mueca de asco, creí que le soltaría. La tensión entre ellos era como un volcán a punto de explotar.

Unos pasos correteaban hacía nosotros.

—Venga —grité, alzando los brazos.

La herida putrefacta del hombro se quejó cuando estiré el brazo. Sebas agarró mi mano derecha y Jesús la izquierda. Sentí un escalofrío, algo se retorcía en mi espalda. Parecía que la carne se estuviera abriendo. Las manos me temblaban. Jesús me agarró del codo. El dolor fue insoportable, una de mis ramificaciones vasculares pasaban justo por ese punto. Aflojó su mano ante mi gemido de dolor.

Los muertos estaban en mitad del pasillo. Moví las piernas intentando impulsarme. Estaban tan cerca y a mi me faltaba tan poco para estar a salvo, estaba desesperada. Todo mi cuerpo gritaba de dolor, pero tenía que centrarme en el hueco oscuro del techo. Solo un poco más, me repetía. Tenía medio cuerpo en el interior. Mis pies chocaban desde lo alto con las manos, muñones y demás despojos de los zombies. Ya podía respirar. Sebas estiró la mano y me agarró la espalda para ayudarme a subir. En cuanto su mano se apoyó sobre la vena principal que cruzaba mi espalda; el dolor fue insoportable, como si me arrancaran la carne y me clavaran tornillos con un martillo. Quería gritar, pero solo un murmullo inteligible surgió de mi garganta. Me quedé rígida, sentí como mi cuerpo resbalaba sin control. En ese momento mi mundo era oscuro, el dolor era el indicador de que aún seguía viva. Las manos de Sebas y Jesús intentaban agarrarme, pero el sudor frío que bañaban mis manos las hizo resbalar.

Prima, recuerdo sus gritos llamándome mientras me caía sobre un suelo blando y viscoso. Fue el golpe contra el suelo el que me despertó, mi clavícula derecha se había dislocado.

Cuando la oscuridad acabó, pude vislumbrar un rostro babeante que me estaba olisqueando. El fuerte olor a descomposición me revolvió el estómago. La sangre y la baba oscura coloreaban el suelo. Esperaba mi fatal desenlace cuando esos bichos comenzaran a pelearse por mi carne y me la arrancaran a mordiscos. Intentaba aguantar la respiración y no moverme, quizás así pasaría desapercibida. El rostro descompuesto que estaba a mi lado tenía pequeñas venas que lo recorrían; sus monstruosos ojos buscaban que trozo arrancar primero; el hilo negro de baba brotaba de su comisura cayendo sobre mi mentón y mejilla; cerré los ojos y la boca con fuerza. Cuando su olfato y otros más que no lograban ver, llegaron a mi espalda y a mi hombro, el sonido de su respiración era más enérgico. Eran como perros olisqueando un hueso. Después de unos segundos en los que sus babas se enjuagaban con mis lágrimas y sudor, se alejaron. Despacio y con inseguridad se fueron irguiendo buscando la comida que estaba en el techo.

Me habían dejado en paz ¿por qué?

Sobre mi cabeza escuché los gritos de Sebas y Jesús. Varios cadáveres caían a mí alrededor. Estaban golpeándoles con algo y matándolos. Yo seguí en el suelo; temía que si me movía, los zombies se dieran cuenta de mi existencia.

Del exterior se escucharon varios quejidos y sonidos extraños. Estaba pasando algo. Los zombies que me rodeaban se quedaron quietos, bajaron los brazos y casi a la vez ladearon la cabeza hacia el exterior. Parecían estar actuando sincronizádamente, como si fueran una sola célula. Sebas y Jesús aprovecharon para seguir matándolos desde arriba. Pude mover la cabeza un poco y por el rabillo del ojo vi que tenían unos palos y en sus puntas había un objeto afilado, estaban clavándolos en los ojos y en el cráneo de los muertos.

Los zombies se movieron al unísono. Ya no éramos divertidos o se habían dado por vencidos. Se dirigieron al exterior, hacia el ruido extraño que originaban sus compañeros. No pude evitar pensar que era una llamada de auxilio entre ellos. Había pensado que sus cerebros estaban muertos y solo sus necesidades primarias estaban activas, pero quizás hubiera algo más.

Me erguí lentamente, magullada, dolorida y sucia. Sebas había saltado y me abrazaba, repitiendo lo afortunada que había sido; sin embargo, Jesús y yo sabíamos que había ocurrido realmente: “Me han reconocido como a un igual”.
Sebas estaba eufórico, no paraba de contar el agobio que sintió al verme caer, como construyó las lanzas y como gracias a su idea los zombies me habían ignorado. Su egocentrismo aumento cuando me colocó el hombro; empezó a contar una batallita sobre un lío en el que se metieron Gabriel y el. Jesús le dio un suave empujón indicándole que se callara, aún había zombies cerca y él había sufrido tal subidón de adrenalina que no paraba de hablar.

Anduvimos lentamente. En la entrada vimos como nuestra barricada había caído ante la insistencia zombie. Del otro lado de la calle observamos un grupo de personas que luchaban contra los muertos, destruyéndolos a su paso. Entre ellos reconocí a Gabriel y al cura borracho. En cuestión de minutos la horda zombie había sido aniquilada.

Gabriel al fin había vuelto y bien acompañado; aunque no vi entre ellos a ningún enfermo que necesitara mi ayuda. Como me imaginé, su buen amigo murió antes de que yo pudiera hacer nada por él.

Los dos amigos se reencontraron y hablaron apartados de los demás. Tenían que ponerse al día.

Jesús y yo nos manteníamos aislados de la gran victoria. Prima, sé que es una tontería pero no me siento bien al estar con ellos. Soy una infectada y cada día estoy más cerca de ser una zombie que una humana y no quiero que ellos descubran lo que soy o en lo que me estoy convirtiendo.

Fui a por la mochila, ya no tenía porqué continuar en el centro médico, debía seguir mi camino.

Me enjuagué el rostro con agua fresca, tenía un aspecto horrible, agarré la mochila y me uní al grupo de Sebas para despedirme. Gabriel insistía en que fuéramos a la iglesia. Allí podríamos organizarnos, incluso puede que hubiera comida. Aunque era una oferta irresistible, tuve que declinarla.

Jesús ya estaba esperándome en la carretera, había insistido en llevar la mochila, mis hombros estaban demasiado magullados y una nueva vena amenazaba en mostrarse a través del pecho.

Ya nos íbamos cuando escuché un grito a mi espalda. Era Sebas. Llegó a nuestra altura y dijo:

—¿Nos vamos o qué?

Agradezco su ayuda, pero me hubiera gustado seguir sola. Con Sebas tengo que aparentar que todo va bien, que mi brazo izquierdo no esta medio podrido hasta el codo, que mi espalda es una carretera venosa donde mi piel tiene el mismo tacto que la gelatina. Ni Jesús, ni yo fuimos capaces de decirle que no; pero si se va a convertir en un compañero, tiene que saber el riesgo que corre: “Un día él tendrá que matarnos a nosotros o nosotros lo mataremos a él.”

 

P.D.: Prima, estamos andando a buen ritmo. Nos escondemos por caminos secundarios que rodean el pueblo. Creo que esta noche llegaré al laboratorio.

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