A quien quiera leerlo:
Un ruido a mi espalda me despertó. Maldije entre dientes al darme cuenta de que me había quedado dormido.
Un error imperdonable que me podría haber costado la vida.
Me oculté a un lado del portal, empuñando el bate ensuciado con el bigote de mi suegro. Oí pasos que se acercaban, así que ataqué.
No sé cómo pude parar a tiempo, pero mi bate quedó suspendido a escasos milímetros de la nariz de un chavalín. Su cara iba tornándose del color ceniza al mármol, inmóvil como una estatua. Detrás suya estaba otro chico, mirándome fijamente como si hubiera visto un fantasma. Ambos iban ataviados con ropa militar de mercadillo.
Me eché el bate al hombro y ladeé la cabeza.
—¿Vosotros sois los de la ambulancia, verdad? —pregunté señalándoles con el dedo.
—¿Y tu quién eres? —respondieron al unísono.
—Yo me llamo Gabriel, ¿y vosotros sois?
—Eh… Hola, somos Sergio y Miguel. Estamos con dos chicas más. ¿Qué tal si seguimos la conversación dentro de la ambulancia? Pueden aparecer zombis en cualquier momento.
Desorientado, me volví hacia la ambulancia. Al rato, una idea me vino a la cabeza.
—Claro —respondí con media sonrisa.
Nada más subirme al asiento del copiloto de la ambulancia, aparecieron las dos chicas, embutidas en unos trajes de lo más extraño, como sacados de un cómic barato.
El tal Sergio se sentó detrás con ellas, parecía muy nervioso y aunque las chicas me miraron con cierto escepticismo al principio, enseguida dejaron de prestarme atención. Miguel arrancó el coche y empezó a hablarme. Me contó que querían salir del pueblo, pero que antes tienen que ir al súper a recoger a un colega. Poco me importa a mí lo que quieran hacer o no, pero intenté ser amable, por lo que les pedí si podrían dejarme cerca de la entrada principal del pueblo.
—¿Y que es lo que vas a hacer allí? ¿Sabes acaso algo de lo que está pasando en el pueblo? —me preguntó extrañado Miguel.
—Tengo que… resolver unos asuntos. Y no tengo ni puta idea de que cojones está pasando aquí —respondí mientras miraba la carretera.
Miguel optó por no seguir preguntando, además ya habíamos llegado al súper.
—¡Corre, corre! —oí gritar desesperada a una de las chicas.
A través del espejo retrovisor vi como un chico corría hacia nosotros con la cara desencajada. Por detrás suya, una horda de zombis le seguía a toda velocidad. El chico lanzó la mochila hacia el interior de la ambulancia mientras Sergio y la chica del traje rosa le ayudaron a entrar.
—¡Arranca! —le grité a Miguel.
Apenas un segundo después de cerrar las puertas, oímos cómo el primero de los zombis se estampó contra la ambulancia. Miguel aceleró con brusquedad, provocando que la ambulancia chirriara, dejando tras de sí una gran polvareda.
—Esos hijos de puta corren como cabrones —exclamó medio ahogado el chico nuevo. Estaba tumbado y sudoroso sobre la camilla trasera—. Creo que el que se ha estampado contra la ambulancia era el capitán del equipo de atletismo.
Y vaya que si corrían, Miguel apenas los podía despistar, conduciendo como un loco entre las callejuelas del pueblo.
—Ve por allí ostias, por allí —le grité golpeando el salpicadero mientras le señalaba un atajo.
Miguel dio un fuerte volantazo en el que estuvimos a punto de volcar. Las chicas chillaron del susto, pero por suerte, la ambulancia se enderezó a tiempo. Esa veloz maniobra despistó a los zombis, aunque no parábamos de mirar nerviosamente por el espejo retrovisor. Después del incidente ninguno dijo nada, la situación era tan tensa que parecía que si alguien decía algo, íbamos a estallar.
—¿Por aquí te vale? —me preguntó Miguel.
—¿Eh? Ah, sí —respondí—. Gracias.
Me bajé de la ambulancia después de haber dado la mano a Miguel. No me despedí del resto. Aún parecían conmocionados por lo ocurrido y además la chica del traje rosa con volantes horrorosos ni se giró al verme salir, estaba embobada mirando al chico nuevo. Les vi alejarse calle abajo mientras respiraba hondo.
Espero que no haya por aquí cerca más de esos zombis corredores, si alguno de esos atrapa a Abel yo…
Abel, aguanta un poco más, por favor.