Gabriel
26/May/2013
bloody hand
20

A quien quiera leerlo:

 

Aterradoras pesadillas asaltaron mis sueños, tan reales que pensé que eran premoniciones del futuro.

Al principio, estaba solo, perdido en medio del bosque y con todo el cuerpo embadurnado en sangre. No sentía nada, ni dolor, ni sueño, ni cansancio, sencillamente nada. Después, me veía sentado encima de una montaña de cadáveres, exhausto. Alguien me llamaba desde abajo. No sabía a quién pertenecía, pero sí que me causaba una gran felicidad escuchar esa voz. Intenté descender, pero según me deslizaba entre los restos humanos que había a mis pies, más lejos me encontraba del suelo. Al final, corría frenéticamente en busca de una presa, atrapado por un hambre voraz que me impedía pensar en cualquier otra cosa. Entonces lo vi, mi presa más ansiada. Estaba de espaldas, pero su silueta era inconfundible. Ataqué sin dudarlo, antes de que tuviera tiempo de girarse. Fue más rápido que yo y, en un abrir y cerrar de ojos, se dio la vuelta. Lo único que me dio tiempo a ver, fue una siniestra sonrisa cubierta por un gran mostacho.

―Hermanito, tengo hambre ―me dijo Abel con voz adormilada.

Me quedé un buen rato observándole en silencio, incapaz de distinguir si aún seguía soñando. Cuando se sorbió los mocos con sonoridad, me di cuenta de donde estaba. Levanté mi mano y le revolví el pelo a mi hermano.

―Claro, campeón. Ahora te preparo algo de comer ―le dije con una sonrisa.

Al llegar a la cocina, me asusté al ver allí a las chicas. Me había olvidado completamente de ellas.

―Espero que no te importe que hayamos empezado sin vosotros ―dijo Ana.

―Estabas tan mono durmiendo, que no nos atrevimos a molestarte ―terció Nataly con su aguda voz.

No pude responder, me había quedado embobado mirando como mi camiseta de “Nine Inch Nails” cubría el torso de Ana, ajustándose a sus perfectas curvas como si hubiera sido creada a medida. Se dio cuenta de que la observaba.

―He tenido que lavar nuestra ropa, olía fatal, así que cogí lo primero que encontré en tu armario ―dijo.

Luego hizo una pausa al darse cuenta del bulto que crecía en mi pantalón.

―Bueno, veo que te has levantado de buen humor. Te vendrá bien toda esa energía acumulada para afrontar el duro día que nos espera ―dijo mientras terminaba de comer sus cereales.

―Ji, ji ―sonrió Nataly, con pícara maldad.

Me sonrojé y, disimulando mí enfado, empecé a preparar nuestro desayuno. Esta pava no lleva ni un día aquí y ya se piensa que es la reina de la casa. La tenía en gran consideración por haber salvado la vida a mi hermano, pero tampoco podía dejar que se me subiera a la chepa. Por suerte, Abel estaba distraído cogiendo un trozo de magdalena de la mesa y no se dio cuenta de nada.

―No tardéis mucho en prepararos, quiero bajar al pueblo a toda prisa ―dije.

―¿Ah, y ya sabes cómo vamos a ir? Por lo que he visto, en tu casa sólo hay una bicicleta ―replicó Ana, acompañada por la risilla de Nataly.

Cerré el armario de un portazo.

―Bueno, quizás tú, que eres tan inteligente, ya se te haya ocurrido algo ―respondí con sorna.

―Pues la verdad es que sí ―dijo, levantándose de la mesa―. Da la casualidad de que tus vecinos tienen un par de motos guardadas en su garaje.

―¿Y cómo sabes tú es…? ―quise preguntarla, pero su culo, marcado por mis pantalones de cuero negro, me dejó hipnotizado antes de que desapareciera tras la puerta de la cocina, seguida de su hermana.

Desayuné a toda prisa, regañando a Abel para que dejara de jugar a la consola y se terminara el Cola Cao. Cuando acabamos, ya nos estaban esperando en la puerta.

Sorteamos con facilidad la valla que nos comunicaba con el vecino. Pregunté A Ana cómo sabía que mis vecinos guardaban dos motos en su garaje.

―Una mujer tiene sus secretos ―dijo sin volverse.

―Ji, ji ―coreó Nataly.

Al llegar, Ana se movía por el garaje como si fuera su propia casa.

―¡Uala! ―soltó Abel al ver las motos.

Ana se subió en la Yamaha YZF R1, dejándome a mí con una Guzzi V8 . Arrancó antes de que tuviera oportunidad de replicar. ¿Es que acaso no hay nada que detenga a ésta tía para que haga lo que la venga en gana?

Le dije a Abel que se agarrara bien fuerte a mí y salimos detrás de las chicas. No tardamos mucho en llegar al pueblo. Íbamos tan rápido que los zombis no tuvieron tiempo ni de darse cuenta de que habíamos pasado por su lado.

Dejamos las motos cerca de la entrada al pueblo, necesitábamos entrar con sigilo. Corríamos, muy atentos a cualquier ruido o señal de aquellos seres. Ana miró los restos carbonizados de la comisaría. El destello de sus ojos me asustó. Quizás había tenido algo que ver con el incendio.

Nos quedamos paralizados cuando vimos la jauría de zombis que se habían reunido frente al ambulatorio. Nos agazapamos a observar tras un edificio. No estaba seguro de si Sebas e Iria seguirían vivos allí dentro, pero tenía que hacer algo por mi amigo antes fuera demasiado tarde. Iba a sacar el bate de mi mochila cuando un fuerte disparo resonó en toda la calle. Me asomé corriendo y vi a un niño cabezón. Iba cargado con una escopeta, disparando hacia los zombis y gritándoles para llamar su atención. La mayoría de ellos picaron el anzuelo.

―¡No, Miguel, no! ―gritó alguien al otro lado de la calle. Era el cura del pueblo, que salió de su escondite. Le seguía de cerca una chica joven.

Antes de que pudiera reaccionar, Ana salió a toda prisa en dirección al ambulatorio, cuchillo en mano. Los zombis ni se dieron cuenta de lo que se les vino encima. Tres murieron en un abrir y cerrar de ojos, al resto apenas les dio tiempo a darse la vuelta. Ana usaba el gran cuchillo como si estuviera ejecutando una coreografía. Cada movimiento calculado al milímetro, los cortes con la precisión de un cirujano, y con una fuerza que nunca había visto en una mujer. Cuando llegué con mi bate en alto, ya no quedaba nada contra lo que luchar.

―¡Sebas! ―grité.

―¿Gabriel? ―me respondió desde el otro lado de la barricada.

Me abrió incrédulo, sin dejar de mirar la montaña de cadáveres que nos rodeaban. A su lado, había un hombre que no conocía de nada. Fui a preguntar a Sebas por Iria, cuando la vi aparecer por detrás. Su cara reflejaba un poema de sufrimiento y angustia, pero aún conservaba un brillo de determinación en sus ojos.

―¡Por favor, salvad al niño! ―gritó el cura a nuestras espaldas.

Fue Ana quien habló.

―Ya no podemos hacer nada por él. Ayudarle ahora sería un suicidio.

―Lo mejor será buscar un sitio seguro antes de que los zombis vuelvan ―dije.

Nadie comentó nada más. ¿Acaso existía algún sitio seguro en éste maltrecho pueblo?

El cura levantó la cabeza.

―Vayamos a la Iglesia, si Miguel vive, nos buscará allí.

―Le agradezco su ofrecimiento, Padre, pero yo no puedo ir ―dijo Iria.

Ambos se miraron como si se perdonasen algo.

En ese momento, Sebas me cogió del brazo y me llevó a un rincón más apartado, en donde nadie más nos pudiera oír. Me explicó los planes de Iria, de que tenía que ir al laboratorio con el hombre desconocido, que se llamaba Jesús, y que aunque sentía darme de lado de nuevo, tenía que acompañarla. No se atrevía a dejarla sola con Jesús. No puse reparos, conozco de sobra a Sebas y se notaba que estaba enamorado de ella hasta la médula. Le hice prometer que no cometería ninguna locura y que volviera sano y salvo. Sonrió, y con su cuchillo, hizo una pequeña muesca en mi bate, como si fuera su firma.

―Así, cada vez que mires el bate, sentirás que estoy contigo ―dijo.

Nos despedimos de Iria, Jesús y Sebas. El cura parecía no querer moverse del sitio, mirando sin cesar hacia la dirección en la que había desaparecido Miguel. Fue la joven que la acompañaba quien le tiró del brazo, obligándole a moverse. Afortunadamente, pudimos llegar sin más contratiempos. En la iglesia había una mujer que se alegró mucho de ver al cura sano y salvo. Él, en cambio, no parecía sentir el mismo afecto por ella. Ana y yo investigamos el edificio de cabo a rabo. Yo intenté tocar las menos cosas posibles, siempre me dio muy mal rollo todo lo relacionado con la religión. El cura aún no ha bajado del campanario, al cual se subió nada más llegar, mientras balbuceaba algo sobre Miguel. Esa obsesión que tiene con el niño no me parece sana.

Ahora toca descansar, aunque hasta que no te encuentres a salvo no estaré tranquilo, Abel.