Gabriel
03/Sep/2013
bloody hand
21

A quien quiera leerlo:

Esta mañana he tenido una fuerte discusión con Ana. La descubrí leyendo todas las cartas que tenía guardadas en mi mochila y que aún no había echado en el buzón. No pude evitarlo y la dije que ya me estaba tocando los cojones con su actitud tan chulesca. Ella, en respuesta, me lanzó las cartas a la cara. Iba a insultarla cuando vi que Abel se había despertado con todo el jaleo que habíamos montado, así que me tuve que conformar con reprenderla.

―No es de buena educación coger las cosas de los demás sin su permiso.

―Si tan importantes son para ti, quizás deberías guardar mejor tus “cosas” ―respondió con recochineo.

―¿Qué cosas? ―masticó  con voz pastosa Nataly, mientras se frotaba los ojos.

―Nada que tenga importancia ―dijo Ana limpiando las legañas de su hermana.

―Tengo hambre. ¿Qué hay para desayunar?

Ana la cogió de la mano diciéndola que iba a prepararla algo muy rico y se marcharon. Abel dijo que también quería comer, así que le dejé que fuera tras ellas. Yo prefería estar solo en ese momento y aproveché para revisar la defensa de la Iglesia.

Estaba dando por concluido el refuerzo de la puerta principal cuando una voz me replicó en mis espaldas:

―Hasta un zombi tan enclenque como tú sería capaz de romper esos goznes.

Antes de que pudiera darme la vuelta, Ana ya estaba en un lateral de la puerta. Me señaló los goznes de los que hablaba.

―¿Lo ves? Con solo tocarlos un poco ya ceden. Deberías observar mejor.

José Antonio, mi antiguo maestro que, por un cruel capricho del destino, aún estaba vivito y coleando como refugiado en la Iglesia, se acercó a nosotros y empezó a dar la razón a Ana y aprovechó la ocasión para decirla lo mal estudiante que siempre fuí. Me marché antes de que le estampara la cabeza al viejo contra los putos goznes.

Terminé de organizar los turnos de vigilancia y las raciones de comida para toda la semana mientras Ana levantaba una especie de trincheras llenas de trampas. Su precisión y metodología de trabajo no paraban de sorprenderme. Parecía como si lo hubiera hecho durante toda su vida. Me reprendí con una bofetada al darme cuenta de que llevaba un buen rato admirando la forma de su culo a través de sus shorts vaqueros.

La cara del cura al salir de su vicaría y ver cómo lo teníamos todo montado fue un poema. No me gusta cómo me miró, pero eso me da igual, ésta ya no es su Iglesia, es nuestro refugio.

Levanté la mirada y me encontré de lleno con Jesús colgado en la cruz. No pude evitarlo y solté una sonora carcajada. Primero te llevaste a mis padres, luego traes esta puta plaga al mundo, ¿y pretendes que la gente siga creyendo en ti? Por desgracia, sigue habiendo personas tan ignorantes como esa tal Ramona, siempre rezando pegada a las faldas del padre. ¡Qué asco!

―Él debería ser nuestra salvación ―murmuró a mis espaldas el cura.

Apenas pude contener la carcajada que brotó de mis labios. Me giré enseguida, esperando encontrarle con cara de enfado, pero en vez de eso, sólo removía tontamente una manzanilla. Aproveché la ocasión para explicarle lo que estábamos haciendo y ver si me podía resolver algunas dudas sobre la estructura de la capilla, pero siguió absorto en sí mismo, diciendo a todo que si, como a los tontos, antes de huir a toda prisa de vuelta a su campanario. Que personaje más patético.

Vi a mi hermano y a Nataly jugando en la capilla, así que me uní a ellos.

―Hermanito ―dijo Abel―, ¿por qué el padre va de un lado, buscando por todos los rincones?

―Estará nervioso porque los curas no pueden hacer “eso” ―respondió enseguida Nataly, inclinando su cabeza.

Miré a la niña perplejo.

―¿Qué es “eso”? ―preguntó Abel.

―Pues eso es lo que hacen los chicos y las chicas cuando…

Fui a interrumpir asustado a Nataly, pero unos fuertes disparos de escopeta nos pusieron en alerta. Salí corriendo hacia la puerta principal, a mirar a través del pequeño ventanuco. Ana ya había hecho lo propio y me dejó observar haciéndose a un lado.

Era el niño cabezón de ayer, el que distrajo a los zombis. ¡Qué huevos haber sobrevivido a eso! Por desgracia, venía acompañado de una jauría de esos seres. Alguien más le acompañaba, un soldado. ¡Me cago en su vida, trae al enemigo a casa!

―¡Empujad con fuerza, que no entren! ―grité.

El cura bajó corriendo, suplicando que abriéramos, que era Miguel. Ana me miró, afirmando con la cabeza. A regañadientes abrí el portón y les dejé pasar. Cerré en cuanto entraron los dos y, entre José Antonio, su “novia” y yo, empujamos el confesionario para que hiciera de tope con la puerta.

Oímos unos gritos y ruidos de pelea desde el interior de la Iglesia. Antes de que consiguiera averiguar qué coño estaba pasando, mi antiguo maestro gritó que dejaran de pelearse y que nos ayudaran con el confesionario. Los zombis empujaban con una fuerza endemoniada. El resto pareció despertar de un pequeño trance y se agolparon a ayudar. Los minutos se convirtieron en horas antes de que aquellos malditos monstruos desistieran.

Ana subió al campanario para asegurarse de que el peligro ya había pasado. Mientras, el soldado que dijo llamarse Mateo, nos empezó a contar su vida. Había algo en su forma de hablar y, sobretodo, en su forma de mirar a las chicas, que no me gustaba nada. Me fui en busca de Miguelín, para interrogarle sobre el militar.

Al rato, le encontré jugando con Abel. Iba a decir algo cuando el horror se apoderó de mi cuerpo. Me coloqué delante de Abel.

―¿Cuánto hace que te han mordido? ―le pregunté levantando su pequeño bracito.

Miguel se quedó en silencio, buscando con la mirada al padre.

―¡Maldita sea ―grité―, se va a convertir en uno de ellos!

Los demás, que se arrimaron al oírme hablar con el niño, se pusieron a chillar.

Alguien dijo que había que echarle de la Iglesia y enseguida el cura se puso delante de Miguel, protegiéndole.

—¿Por qué no se ha transformado todavía? —Preguntó Ana, que acababa de bajar de la torre al oír todo el jaleo.

―Porque tenía este antídoto que me dio Iria ―respondió el niño sacando un pequeño frasco de su mochila.

Nos quedamos todos sin habla. Quise coger el frasquito, pero el cura nos detuvo de nuevo.

―Será mejor que nos calmemos y vayamos todos a cenar ―dijo muy serio.

Yo fui a replicar, pero nuevamente Ana me detuvo. ¡Maldito borracho! Ya ajustaré cuentas con el más adelante.

Cuando terminamos de comer, todos se fueron a dormir, menos yo. Quería hacer la primera ronda de vigilancia, por si el niño se transformaba. Le dije al cura que si notaba algo raro en Miguel, me avisara enseguida, no quería riesgos. Además, si era verdad que el antídoto funcionaba, podría ser nuestra salvación.

¡Maldita sea Iria y su puto secretismo, tendría que habernos contado mucho antes lo del dichoso antídoto!

Siempre supe que esa mujer escondía algo turbio. Ahora sí que estoy preocupado por Sebas. Siempre fue un estúpido, enamorándose de chicas problemáticas.

¡No cometas más locuras, Sebas, y sobrevive!