Querida Teresa:
Cada día dudo más de la naturaleza del hombre, del bien, del mal y todas esas sandeces que nos cuentan en el seminario. Es muy fácil cantar que Dios es amor cuando brilla el sol, pero qué puedes decir cuando los muertos se comen a los vivos y los vivos son capaces de cualquier cosa para conseguir un cuscurro de pan.
Ayer salimos a echar las cartas a correos y a buscar comida. Miguelín iba preparado como un boy scout, con mochila, linterna y cantimplora. También llevaba una vara oxidada, por si acaso.
Aquello parecía el infierno, las calles desiertas, coches quemados, charcos de sangre, los escaparates rotos. Había un hedor a muerte alrededor. Solo faltaban los demonios para completar aquella terrorífica estampa.
Yo quería ir al supermercado, pero el tontito dijo que no, que era peligroso. Me llevó a saquear las casas vacías, el jodío se las conocía todas. Sabía donde había leche, donde había carne y donde había conservas. Fuimos a casa de Floro a por vino, pero él estaba allí, con su escopeta de caza. Nos echó a perdigonazos. ¡Maldito loco!
El niño me llevó a una casa donde decía que había vino, me dijo que buscara en el mueble del salón, él se metió en las habitaciones. Estaba todo hecho un cisco, tenía que haber pasado algo terrible. En el mueble había chinchón, pacharán y anís. En el fondo encontré una botella de reserva de Viña Robledo, y al lado una foto. Era la familia de Miguel, era su casa.
De repente, escuché un gemido horroroso, pasé corriendo con la botella de anís a modo de arma. Había una niña encadenada a la pata de la cama, estaba infectada, estaba rabiosa. Era su hermana. Él la acariciaba el poco pelo que le quedaba, a pesar de que le intentaba morder. Le ponía una manta encima y le decía cosas cariñosas, sonriendo, intentando no llorar. Me quedé paralizado ante la escena. La niña me miraba con sus ojos enrabietados, gruñendo y babeando una sustancia verdosa. Su hermano le dejó un surtido de galletas y me cogió de la mano.
—Vámonos, padre —me dijo.
Ya era de noche y en la calle había un grupo de zombis merodeando. Fuimos por callejuelas para que no nos vieran. Aseguramos las puertas de la iglesia y controlamos que no se había colado nadie.
Cenamos las sardinas que cogimos en casa de los Ruperez, él no dijo nada, yo tampoco. Rezó sus oraciones y se acostó, cuando se durmió le di un beso en su enorme cabezota.
No sé si el Señor me lo ha enviado para que cuide de él o ha venido a mi porque no le queda nadie. ¿Que voy a hacer con él cuando ni siquiera sé que hacer conmigo mismo?
Espero que hallas encontrado a alguien que nos pueda ayudar, espero que su tío el policía pueda venir. Ya no es solo mi vida la que corre peligro, es la de todo el pueblo, es la de este pequeño subnormal.
Tu hermano Tomás.
P.D.: Padre, voy a guardar la botella de vino, pero no será por mucho tiempo. Por favor, sálvanos.