Querida Teresa:
Creía que las cosas no podían empeorar, pero lo hicieron.
Aparte de tener la iglesia llena de extraños y rodeada de demonios, el enemigo estaba en casa. El antídoto que tomó Miguel perdería su efecto tarde o temprano, pero el jodío no se transformaba. Aguantaba como un campeón, acurrucado en una esquina. El bueno de Abel quería dejarle su consola, pero el desgraciado de su hermano no le dejaba acercarse. Hasta la niña repelente había dejado de burlarse de él.
Como ya te he dicho antes, los zombis habían rodeado la iglesia, y no paraban de golpear la puerta. Estábamos sitiados y la comida empezaba a escasear. El chico de los tatuajes andaba de aquí para allá, nervioso como si fuera el General Custer antes de mandar a sus tropas a la muerte. La joven del pelo verde no dejaba de tocarle las narices. Parecía que era la que más controlaba la situación, comportándose como si fuera la reina del lugar.
El soldado nos incomodaba a todos con sus chulerías, y en más de una ocasión nos llegó a amenazar con su arma. Como cuando le recriminamos su conducta machista, acosando sin parar a Lucía. El día que esa chica hable, será para maldecirle. Ana siempre la tranquilizaba, las dos muchachas hicieron buenas migas.
Rocío me miraba como si me quisiera arrancar la cabeza. La pobre mujer nunca perdonará lo que le hice a su hija.
Pero lo peor fue cuando el maldito militar me encañonó con su pistola al intentar coger su botella de whisky de Kentucky
Decididamente, esa ya no era mi iglesia. Por un momento me habría gustado permanecer tirado en la capilla, como en los viejos tiempos, pero el vino se estaba acabando. Me daban envidia José Antonio y Rita, retozando por los rincones como jovenzuelos ajenos al mundo. Para colmo, Miguel había dejado de comer, ya no hablaba con su voz pastosa, ya no contaba tonterías sobre su tío el policía. De vez en cuando se ponía a tiritar como un poseso, y el soldado le apuntaba con el arma, insultándole y maldiciendo. Gabriel se le encaró, a pesar de que tampoco se fiaba del niño. Se pasaban todo el día enfrentados. Estaba claro que esos dos iban a terminal mal.
Yo intentaba consolar a Miguelín, leyéndole la biblia para exorcizar sus demonios. Ni siquiera miraba qué pasajes le iba a leer, cualquiera servía, y él parecía no reaccionar.
—Padre, ¿se va a morir? —me preguntó Abel.
—No, hijo, no —contesté—. Esta alma no la pienso perder.
Aquello era insostenible. La gente no paraba de discutir. Teníamos que salir de allí, pero no sabíamos cómo. Cada idea que se exponía era más disparatada. El cerdo de Mateo propuso que mandásemos a Miguelín como señuelo, para salir nosotros por la otra puerta. De buena gana le habría arreado un golpe, pero fue Ana la que le paró.
—No serviría —dijo—. Ahora es casi uno de ellos y le ignorarían.
Ahora el golpe se lo merecía ella.
—Pero no podemos tenerlo aquí con nosotros —farfulló José Antonio.
Ahora se lo merecía él.
—¿Y adonde iríamos? —preguntó Rocío.
José Antonio propuso que nos ocultásemos en el viejo convento que hay perdido en el monte. No me pareció buena idea, el convento de los agustinos estaba muy lejos, pero recordé el licor de hierbas que hacían los monjes y reconocí que sería un buen refugio. Quedaba la cuestión de cómo íbamos a salir de allí. Yo dejé bien claro que nadie separaría al niño de mi lado. Mateo insistía en su idea. Fue Ana la que propuso que el militar era el más indicado para hacer de señuelo. Mateo reaccionó apuntándonos a todos con su arma.
—¡Qué te lo has creído, zorra! —exclamó el militar.
Gabriel, en un ataque de locura, se abalanzó sobre él. Lucía movía la boca como si gritara. Las puertas cedieron y los zombis entraron en la capilla, saltando sobre las trincheras. Mateo soltó a Gabriel y empezó a dispararles, pero eso tampoco les detuvo.
Miguel apareció corriendo de la nada y, arrebatándole una granada al militar, se abalanzó sobre la horda.
—¡Marchaos! —gritó.
Quise pararle, pero alguien me sujetó y me sacó por la puerta trasera. No paraba de gritar, los zombis salían por todas partes. Lo último que recuerdo fue ver la Iglesia saltar por los aires.